Hablar de terrorismo global es hacerlo del terrorismo relacionado directa o indirectamente con Al Qaeda. Este terrorismo global, que lo es por cuanto ambiciona la instauración de un califato panislámico que implique el dominio del credo musulmán sobre la humanidad, por la extensión geográfica de sus actores y de sus acciones, y por haber mostrado capacidad para perpetrar atentados a escala mundial, como los ocurridos hace ocho años en Nueva York y Washington, se ha transformado desde entonces. Hoy en día incluye no sólo a la elusiva estructura terrorista liderada por Osama bin Laden y Ayman al Zawahiri, sino también a sus extensiones territoriales - como Al Qaeda en la Península Arábiga, Al Qaeda en Irak o Al Qaeda en el Magreb Islámico-, a un diverso elenco de grupos y organizaciones que mantienen estrechos ligámenes con aquella -especialmente, aunque no sólo, de talibanes afganos y paquistaníes- y, por último, a células independientes e incluso individuos aislados únicamente inspirados por la propaganda extremista.
Pues bien, desde hace más de dos años ocurren cada mes centenares de atentados atribuibles a ese terrorismo global. La mayoría son obra de las aludidas extensiones territoriales de Al Qaeda o de algunos de los grupos y las organizaciones afines a la misma. No estamos ante un fenómeno amorfo, carente de articulación y liderazgo, sino ante uno polimorfo, cuyos elementos constitutivos varían en estructura y estrategia, pero comparten en lo fundamental una ideología y una agenda. Sus escenarios preferentes están en el Sur de Asia y Oriente Medio, más concretamente en Afganistán -donde el terrorismo es parte sustancial de una actividad insurgente más amplia-, Pakistán, Irak e incluso India. En estos países, los atentados perpetrados por actores vinculados al actual terrorismo global son prácticamente cotidianos, aunque difieran en magnitud y consecuencias. Sin olvidar que son asimismo frecuentes en otros como Argelia, Somalia o Yemen. Y que en la misma categoría cabría incluir un significativo número de cuantos acontecen en el norte del Cáucaso.
Pese a la retórica antioccidental que lo acompaña, el terrorismo relacionado con Al Qaeda se produce sobre todo en países cuyas poblaciones son mayoritariamente musulmanas y la mayoría de sus víctimas son musulmanes, calificados de apóstatas o renegados por los extremistas, en ocasiones por tratarse de chiíes y otras veces, las más, por no acatar las directrices que tratan de imponer los terroristas. Esta realidad pone de manifiesto que el actual terrorismo global es más la expresión de un conflicto entre musulmanes que el exponente de un choque de civilizaciones. Dicho lo cual, sus orígenes se remontan a una alianza de Al Qaeda con algunos pequeños grupos armados de orientación islamista, establecida en febrero de 1998, denominada Frente Islámico Mundial contra Judíos y Cruzados. Un eufemismo para señalar como adversario principal a las sociedades abiertas de Norteamérica y Europa, además de Israel. Este discurso se ha mantenido hasta nuestros días e implica que ciudadanos e intereses occidentales son blanco ubicuo y permanente del terrorismo global.
Ahora bien, sólo unos pocos de los miles y miles de sus atentados contabilizados desde el 11-S han tenido lugar en países occidentales. En nuestras sociedades abiertas, los actos de terrorismo global son episódicos si comparamos su frecuencia con la de otras demarcaciones geopolíticas. Este dato sitúa la amenaza para el mundo occidental en su adecuada dimensión, sin exagerar pero sin negar que dicho problema es real y todo indica que duradero. Durante los últimos ocho años, en Estados Unidos se han podido desbaratar al menos una docena de atentados en cuya planificación y ejecución intervinieron individuos relacionados con la urdimbre terrorista que gira en torno a Al Qaeda. Ahora bien, la sofisticación de estas tentativas y el perfil de sus autores han sido muy variados. No ha cesado la amenaza procedente del exterior -perpetrar un nuevo gran atentado en territorio estadounidense continúa estando entre los propósitos de Al Qaeda-, pero la eventualidad de que sean células endógenas e independientes las que perpetren actos relativamente menores de terrorismo en suelo norteamericano -incluyendo a Canadá- está ahí.
Durante ese mismo periodo de tiempo, en la Unión Europea han tenido lugar atrocidades como el 11 de marzo o el 7 de julio, si bien el número de atentados relacionados con el terrorismo global que las policías y los servicios de inteligencia han impedido es mayor del contabilizado en Estados Unidos. Entre los planes que fracasaron adquiere especial significación el que en agosto de 2006 pretendió hacer estallar, mediante explosivos líquidos, al menos siete aeronaves comerciales en ruta desde el aeropuerto de Heathrow hacia sus destinos transatlánticos. Pero no menos relevantes son los atentados previstos en Alemania para el otoño de 2007 o los que pudieron haber afectado a Barcelona y otras metrópolis continentales en 2008. En conjunto, son incidentes en los que han intervenido tanto individuos con pasaporte comunitario -algunos conversos radicalizados- como extranjeros. Individuos que constituían células dirigidas por el directorio de Al Qaeda o vinculadas con su extensión norteafricana, estaban ligados a entidades asociadas -como el Grupo Islámico Combatiente Marroquí, la Unión de Yihad Islámica o Therik e Taliban Pakistan- o formaban redes terroristas independientes.
Tal y como evoluciona, la amenaza del terrorismo global en el mundo occidental sugiere aún la posibilidad de atentados múltiples, con bombas u otros artefactos explosivos, en cuya ejecución participarían suicidas. El transporte público y la aviación civil serían blancos preferentes, sin olvidar otros cuyo menoscabo pudiera ocasionar entre decenas y centenares de muertos, o las infraestructuras energéticas. Esto alude, con todo, a atentados que, si bien pueden ocurrir en cualquier momento y sin previo aviso -¿no es una lección a extraer de los ocurridos en Madrid y Londres?-, causarían numerosas víctimas y una conmoción en la opinión pública tan considerable como coyuntural. Pero seguirían sin afectar en lo esencial el modo de vida y las instituciones occidentales. A este respecto, las sociedades abiertas han mostrado una evidente resiliencia. Para que fuese de otro modo tendrían que producirse atentados de cadencia e intensidad inusitadas, lo que no parece verosímil. O que Al Qaeda tenga éxito en la innovación devastadora que persigue. Es decir, en cometer algún acto de megaterrorismo con armas de destrucción masiva. Un atentado nuclear, por ejemplo, sí podría socavar gravemente los fundamentos del orden social y político inherentes al mundo occidental. Estadísticamente es improbable. Prevenirlo es inexcusable.
Fernando Reinares, catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos Investigador Principal del Real Instituto Elcano.