¿Qué crisis de la democracia?

Habrán oído una y cien veces que la democracia representativa está en crisis. Pero ¿y si no fuera verdad? ¿Y si lo que está en crisis no es el modelo sino sus actores, es decir, los partidos? Se trata de una pregunta fundamental. Porque si la crisis es de la democracia representativa, deberíamos cambiar de modelo e ir a una democracia directa, como sugieren unos, o hacia una expertocracia, como dicen otros. Pero si la democracia está bien y son los partidos los que están en crisis, bastaría con arreglar estos últimos. Para dilucidar esta cuestión tenemos que averiguar por qué los ciudadanos valoran tan negativamente las instituciones actuales.

Según las encuestas, hay ciudadanos críticos con las instituciones actuales y su funcionamiento que demandan más participación en la toma de decisiones. Así que para satisfacerlos tendría sentido apostar por mecanismos de democracia más directa. Sin embargo, el cambio a un modelo más participativo no estaría exento de problemas. No sólo por los problemas de desigualdad en el acceso que plantean las formas directas de democracia, también porque la demanda por una democracia más participativa no es tan unánime como pareciera. Aunque sorprenda, hay ciudadanos que, desencantados con la democracia, quieren participar menos, no más, y dejar un buen número de decisiones en manos de expertos.

Es importante tener en cuenta la posibilidad de que la solución al problema no se origine tanto en el cambio de modelo como en el de los actores que operan en él. Al fin y al cabo, según los datos de la Encuesta Social Europea, los ciudadanos europeos suspenden el funcionamiento de sus democracias en elementos tan típicos de la democracia representativa como que los gobiernos sean penalizados por su mal trabajo, o que distintos partidos defiendan posiciones claras entre las que escoger. Las malas valoraciones del sistema no se deben solo a su falta de mecanismos de participación directa, o a la falta de resultados tangibles, sino a que los mecanismos de representación no parecen estar a la altura de las expectativas de los ciudadanos.

Que el problema principal de la democracia fuera de mal funcionamiento y no de diseño explicaría por qué los partidos políticos, sus actores claves, son una de las instituciones peor valoradas por los ciudadanos, por debajo de instituciones representativas como el Parlamento, o que los ciudadanos perciban cada vez más que da igual quién ocupe el poder. Esto apunta a la erosión del vínculo de representación entre partidos y votantes, deteriorando la satisfacción de los ciudadanos con sus representantes, y generando una crisis de legitimidad en el sistema. Una crisis que no tendría que ver con el hecho de tener una democracia representativa, sino con el funcionamiento de los encargados de ejercer la representación. Como teorizó Peter Mair en su libro Gobernando el vacío, la pérdida de interés y participación de los ciudadanos en política, junto a la creciente especialización y profesionalización de los trabajos de la élite política y la aparición de ciertos procesos de integración política y económica, habrían provocado un debilitamiento de los espacios de contacto entre representantes y representados que dificultaría que los primeros pudieran representar a los segundos de forma efectiva.

Los estudios muestran que los niveles de confianza en los partidos políticos correlacionan muy estrechamente con el nivel de satisfacción con el funcionamiento de la democracia (cuanto más bajo es uno peor es el otro). También que son esos bajos niveles de confianza en los partidos los que explican por qué se prefieren formas alternativas de organización de la democracia. Por tanto, el apoyo a formas alternativas de democracia estaría ligado en parte al hecho de que los ciudadanos no confían en los partidos para hacer funcionar el modelo de democracia representativa.

En resumen, a pesar de que es cierto que hay una parte de la ciudadanía que no confía en las instituciones democráticas porque prefiere formas distintas de organización, esta demanda no es unánime. Como cambiar de sistema no garantizaría un mayor apoyo a las instituciones, tendría mucho más sentido intentar solucionar los problemas de conexión entre ciudadanos y partidos. Cierto que corregir ese debilitamiento no es tarea fácil (sus causas son difícilmente reversibles). Pero los ciudadanos sí parecen ser capaces de recuperar el interés por la política cuando los partidos encuentran mecanismos para volver a representar las inquietudes de sus ciudadanos. Aunque difícil, reformar los partidos es mejor camino que librarse de ellos.

Berta Barbet es politóloga.

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