Si hubiera que identificar un lugar y un momento en los que el sueño humanitario, la visión de una sociedad que ofrece una vida decente a todos sus miembros estuvo a punto de ser realidad, seguramente sería Europa occidental en las seis décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Fue uno de los milagros de la historia: un continente devastado por dictaduras, el genocidio y las guerras se transformó en un modelo de democracia y prosperidad compartida de manera generalizada.
De hecho, durante los primeros años de este siglo, los europeos estaban mejor que los estadounidenses en muchos sentidos. A diferencia de estos últimos, tenían servicios médicos garantizados, que traían consigo mejores expectativas de vida; sus tasas de pobreza fueron mucho más bajas, y eran mayores sus posibilidades de tener empleos remunerados durante sus años más productivos.
Sin embargo, ahora Europa está en graves problemas. Estados Unidos también, por supuesto. A pesar de que la democracia está bajo asedio en ambos lados del Atlántico, si llega el colapso de la libertad, sucederá primero en Estados Unidos. No obstante, vale la pena darse un respiro de esta pesadilla trumpiana para voltear a ver los males de Europa; algunos, aunque no todos, son paralelos a los estadounidenses.
Muchos de los problemas de Europa provienen de la decisión desastrosa tomada hace una generación de adoptar una moneda única. La creación del euro condujo a una ola temporal de euforia, con vastas cantidades de dinero que fluyeron a naciones como España y Grecia; después, la burbuja reventó. Mientras países como Islandia, que conservaron su propia moneda, pudieron recuperar competitividad al devaluarla, las naciones de la eurozona se vieron obligadas a entrar en una depresión extendida, con un desempleo extremadamente elevado, mientras luchaban para reducir sus costos.
Esta depresión empeoró debido al consenso de una élite respecto de que la raíz de los problemas de Europa no eran los costos desalineados, sino el derroche fiscal, a pesar de las evidencias, y de que la solución era una austeridad draconiana que empeoró todavía más dicha depresión.
Algunas de las víctimas de la crisis del euro, como España, por fin lograron recuperar la competitividad. Sin embargo, otras no lo han hecho. Grecia sigue siendo una zona de desastre e Italia, una de las tres grandes economías restantes en la Unión Europea, ha vivido dos décadas perdidas: el PIB per cápita no es mayor de lo que era en el año 2000.
Así que en realidad no sorprende que en las elecciones de Italia en marzo los grandes ganadores fueron los partidos que se oponen a la Unión Europea: el populista Movimiento Cinco Estrellas y el ultraderechista Liga Norte. De hecho, la sorpresa es que estas agrupaciones no hayan avanzado tanto antes.
Esos partidos ahora podrán formar un gobierno. Aunque qué políticas tendrá no es del todo claro, sin duda incluyen una ruptura con el resto de Europa en múltiples frentes: la revocación de la austeridad fiscal que bien puede acabar con la salida del euro, junto con la mano dura en materia de inmigrantes y refugiados.
Nadie sabe cómo terminará esto, pero los acontecimientos en otras partes de Europa ofrecen algunos precedentes alarmantes. Hungría se ha convertido de hecho en una autocracia de un solo partido, gobernada por una ideología etnonacionalista. Polonia parece ir exactamente por el mismo camino.
Entonces, ¿qué pasó con el proyecto europeo? ¿Esa larga marcha hacia la paz, la democracia y la prosperidad, apuntalada por la integración económica y política cada vez más estrecha? Como apunté antes, el enorme error del euro tuvo un peso enorme. Sin embargo, Polonia, que nunca se unió al euro, sorteó la crisis económica y, a pesar de ello, ahí la democracia también está colapsando.
No obstante, sugeriría que hay una historia más profunda detrás de todo esto. Siempre ha habido fuerzas oscuras en Europa (como las hay en Estados Unidos). Cuando cayó el Muro de Berlín, un politólogo que conozco bromeó: “Ahora que Europa del Este está libre de la ideología extranjera del comunismo, puede regresar a su verdadero camino: el fascismo”. Ambos sabíamos que tenía algo de razón.
Lo que mantuvo a raya a estas fuerzas oscuras fue el prestigio de una élite europea comprometida con los valores democráticos. No obstante, despilfarraron ese prestigio con malos manejos y el daño creció por una indisposición a enfrentar lo que ocurría. El gobierno de Hungría le ha dado la espalda a todo lo que Europa representa, pero todavía obtiene asistencia desde Bruselas.
Me parece que ahí es donde veo un paralelo con los acontecimientos en Estados Unidos.
Es cierto, en Estados Unidos no sufrimos un desastre al estilo del euro (sí, tenemos una moneda general, pero contamos con las instituciones fiscales y bancarias federalizadas que hacen que esa moneda funcione). Sin embargo, el mal juicio de nuestras élites “centristas” ha competido con el de sus contrapartes europeas. Recuerden que en 2010 y 2011, cuando Estados Unidos todavía padecía un desempleo masivo, la mayoría de la “gente muy seria” de Washington estaba obsesionada con… la reforma de los subsidios.
Mientras tanto, los centristas estadounidenses, junto con buena parte de los medios noticiosos, pasaron años negando la radicalización del Partido Republicano, empeñándose en una equivalencia falsa casi patológica, y ahora Estados Unidos se encuentra gobernado por un partido con tan poco respeto por las normas democráticas o el Estado de derecho como la Hungría gobernada por el partido Fidesz.
El punto es que lo que está mal en Europa es, en el fondo, lo mismo que está mal en Estados Unidos. Y, en ambos casos, el camino a la redención será extremadamente difícil.
Por Paul Krugman.