Que Dios nos coja confesados

«Observa, mira a tu alrededor y cuando creas comprender algo de lo que pasa en este país, olvídate, chica, no habrás entendido nada». Algo así me dijo Juan, antes profesor de Matemáticas en la Universidad y ahora taxista, mi ángel de la guarda durante una visita a La Habana. He estado en Cuba en cuatro ocasiones, la primera, antes del Periodo Especial, es decir cuando el país era un satélite más de la estela soviética. La segunda, dos años después de que los rusos retiraran su apoyo, lo que sumió a la isla en una miseria tal que los cubanos, siempre tan resilientes como dignos en la adversidad, se desmayaban de hambre por la calle. En la tercera visita tuve oportunidad de cenar con Fidel Castro. Fue pocos meses antes de que enfermara y nos habló durante horas sobre asuntos tan macroeconómicos y estratégicos como el plan que estaba pergeñando para ampliar la gama de sabores de la heladería Coppelia: de fresa y vainilla a fresa, vainilla y chocolate; o de cómo cultivar angulas en el mar de los Sargazos solucionaría de un plumazo (sic) todos los problemas económicos de Cuba. Por eso, cuando surgió la posibilidad de volver, diez años después de aquel revelador encuentro, no lo dudé. No solo porque me interesaba ver cómo se vive, hoy, en la era postFidel, sino –o tal vez debería decir sobre todo– porque, como escribió aquel gran cubano que fue Alejo Carpentier, todo viaje no es otra cosa que un viaje alrededor de uno mismo. Me refiero a que, apenas unos días antes de mi vuelo a La Habana, una encuesta del CIS desveló que aquí, en nuestro país, Podemos se ha convertido ya en la tercera fuerza política, a escasos tres puntos del PSOE y a seis del PP. En vista de que esta formación dice admirar y tener por modelo la política que impera desde hace más de cincuenta años en aquella bellísima isla, era inevitable que yo me dedicara a mirarla con ojos de avanzadilla. «¿Es hacia ahí donde quieren llevarnos Pablo Iglesias y sus camaradas?», me dije. «Pues toma moleskine y anota», Carmencita.

Que Dios nos coja confesadosComenzaré diciendo que la primera impresión que uno recibe al llegar es que las cosas parecen haber mejorado mucho en la era Raúl Castro. Aquella pundonorosa miseria que hacía que, salvo los más cercanos al poder, el resto fuera con la ropa remendada, atesorando un único par de zapatos, ya no es tan evidente. Ahora es fácil ver jóvenes con vaqueros de marca y Adidas de cien dólares; también señoras cuya vestimenta nada tiene que envidiar a la de sus congéneres europeas. Asombroso, si uno piensa que el salario medio ronda los doce dólares. Más aún cuando averigua que un médico gana 66 dólares, un ingeniero 25, y la máxima estrella del Ballet de Cuba, por ejemplo, 30 dólares. Es importante señalar, para ir desentrañando el misterio, que los salarios se cobran en pesos nacionales llamados CUP, mientras que todo lo que vale la pena comprar, desde una Coca-Cola hasta un pequeño electrodoméstico, pasando por esas magníficas Adidas que calzan muchos adolescentes, se vende en CUC, o pesos convertibles, a los que solo tienen acceso los privilegiados. «No me digas» –bromeo con una amiga que trabaja en el Ballet de Cuba por 20 dólares mensuales– «que los vaqueros Levis y las zapatillas de marca están incluidos en la cartilla de racionamiento que, según tengo entendido, existe aún en Cuba». «Y tanto que existe» –sonríe ella pacientemente, como si hubiera tenido que explicar infinidad de veces tan enrevesado enigma–. «Pero incluye productos bastantemente menos chic: cinco huevos al mes por persona; cinco libras de arroz (poco más de dos kilos); otro tanto de pollo y algo de leche evaporada, pero solo para menores de siete años» –aclara–. Pido entonces que alguien me explique lo que parece el milagro de los panes y los peces. Con estos sueldos y con los víveres severamente racionados, ¿de dónde sacan algunos cubanos privilegiados dinero para vestir bien, tener un iPhone o pagar los Mitsubishi, Toyota y hasta BMW que se ven ahora por la calle conviviendo con los viejos Chevrolets de 1958 y Ladas de los ochenta?

Hablo con Vladimir, profesor de Ciencias Políticas, e hijo de un republicano español que abrazó la Revolución. Vladimir, sin embargo, desde hace tiempo sopesa si emigrar o no y, mientras tanto, me ilustra: «¿Cuál de las explicaciones prefieres, la oficial o la real? La oficial es que la situación económica ha mejorado en los últimos años gracias al petróleo venezolano y a las remesas de dólares que envían desde el extranjero nuestros parientes en el exilio. La real tiene dos nombres: mercado negro y paradoja». «A ver cómo te lo explico» –añade–, aparte del empleo oficial que cada uno tiene, y por el que gana una miseria, nosotros los cubanos “resolvemos”, es decir, contrabandeamos, cambiamos, trucamos, y el Gobierno, más o menos, consiente para que la situación no estalle». «Hoy en Cuba –dice– se puede comprar cualquier cosa, solo es cuestión de dinero, y aquí hay mucho rico». «¿Como quién?» –pregunto–. Y él: «Te lo explicaré con cifras, que es más gráfico. Un médico, un ingeniero o cualquier otro profesional ganan sesenta dólares mensuales, pero un taxista, como tiene acceso a la moneda fuerte o CUP, llega a los ochocientos; un camarero, lo mismo, y si tiene conexiones para convertirse en dueño de un paladar o restaurante informal, alcanza fácilmente los seiscientos u ochocientos dólares mensuales». «Como ves» –ironiza Vladimir– la Revolución ha cumplido su gran promesa, Cuba es el paraíso de los obreros… de los menos cualificados, se entiende. Proletarios del mundo, uníos».

No creo que haya logrado desentrañar ni la décima parte de los misterios de la economía cubana. Me faltó interesarme por otros aspectos sociales y económicos, como el inquietante y siempre lucrativo mundo del sexo, por ejemplo. Aun así, volviendo a la frase del maestro Carpentier de que todo viaje es un viaje alrededor de nosotros mismos y a nuestra propia realidad, lo único que repito como un mantra desde que volví de Cuba es que, si este es el paraíso, el cielo que Podemos pretende que tomemos juntos por asalto, que Dios nos coja confesados.

Carmen Posadas, escritora.

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