¡Que entren los payasos!

Cuando el mes pasado demasiados italianos votaron por un magnate de los negocios con mala fama o por un cómico, los mercados europeos de valores se desplomaron. Sin confianza pública en la clase política, Italia podría llegar a ser ingobernable.

Pero los italianos no están solos. La rabia contra la clase política dirigente ha llegado a ser un fenómeno mundial. Blogueros chinos, activistas del Tea Party americano, eurófobos británicos, islamistas egipcios, populistas holandeses, ultraderechistas griegos y “camisas rojas” tailendeses tienen –todos ellos– una cosa en común: aborreciniento del status quo y desprecio a las minorías selectas de sus países. Estamos viviendo en una época de populismo. La autoridad de los políticos y los medios de comunicación tradicionales está esfumándose rápidamente.

El populismo puede ser un remedio necesario cuando los partidos políticos se esclerotizan, los medios de comunicación de masas se vuelven demasiado complacientes (o demasiado próximos al poder) y las burocracias no tienen en cuenta las necesidades populares. En un mundo globalizado y dirigido por banqueros y tecnócratas, muchas personas tienen la sensación de que carecen de voz y voto sobre los asuntos públicos y se sienten abandonadas.

Nuestros políticos nacionales, cada vez más impotentes para afrontar crisis graves, son sospechosos –y a menudo con razón– de preocuparse sólo de sus propios intereses. Lo único que podemos hacer es expulsar con nuestro voto a los granujas, a veces votando a candidatos que en épocas más normales no tomaríamos en serio.

Las minorías selectas italianas no son las únicas que necesitan que las sacudan para que se despabilen, pero el problema que plantea el populismo es el de que raras veces es benigno. En el decenio de 1930, originó movimientos violentos encabezados por hombres uniformados y peligrosos. Los populistas actuales son diferentes. En general, no son partidarios de la violencia. Algunos van diciendo que los musulmanes están destruyendo la civilización occidental. Otros creen que el Presidente Barack Obama es un comunista que se ha propuesto destruir a los Estados Unidos.

Sin embargo, destacan dos tipos de populistas: el magnate de los negocios riquísimo y el payaso. En el mundo de los medios de comunicación anglosajones, Rupert Murdoch, propietario de demasiados periódicos, emisoras de televisión y estudios cinematográficos, es un típico magnate populista, pero nunca ha aspirado a dirigir un país. El ex Primer Ministro italiano Silvio Berlusconi y el ex Primer Ministro tailandés Thaksin Shinawatra sí que lo hicieron y siguen haciéndolo.

Ni el payaso ni el magnate tienen las condiciones idóneas para ser dirigentes democráticos. Lo que podemos preguntarnos es cuál de ellos es peor.

Los payasos siempre han desempeñado una función en la política. Los bufones de las cortes medievales eran con frecuencia los únicos que podían decir la verdad a reyes despóticos. Actualmente, son los cómicos los que a menudo afirman decir la verdad al poder y al público.

En los Estados Unidos, los izquierdistas recurren a los comentarios políticos de humoristas televisivos como Jon Stewart y Stephen Colbert, que ahora concitan más confianza que los nuevos presentadores tradicionales. Presentadores de programas radiofónicos de entrevistas derechistas tienen ahora más influencia en muchos votantes conservadores americanos que periodistas serios de los medios de comunicación principales.

Hace unos años, un payaso llamado Brozo, con una gran nariz roja y una chillona peluca verde, fue el comentarista político televisivo más popular de México, muy cortejado por todos los candidatos que aspiraban a una cargo nacional. En 1980, el payaso francés Coluche se retiró de la carrera presidencial cuando su apoyo había llegado a ser, según un periódico, del 16 por ciento, lo que le hizo temer que podría influir demasiado en el resultado.

El prototipo de populismo europeo moderno fue el extravagante showman político holandés Pim Fortuyn, asesinado en 2002 por un vegetaliano fanático. La extravagancia de Fortuyn era deliberadamente provocativa y siempre divertida. Su despotricar contra las minorías selectas era con frecuencia confuso, pero tenía gracia, lo que hacía parecer a los antiguos políticos de la minoría selecta viejos aburridos y petulantes, cosa que muchos de ellos eran.

Y ahora Italia tiene a Beppe Grillo, cuyo éxito en las recientes elecciones del país hace de él el primer cómico profesional que encabeza un importante partido político en Europa.

Ahora bien, pocos son los payasos que aspiran mínimamente a gobernar sus países. Según cuentan, antes de su muerte Fortuyn estaba aterrado ante la perspectiva de llegar a ser Primer Ministro. Y Grillo ni siquiera puede aspirar al cargo en Italia por sus antecedentes penales.

Los payasos pretenden, más que nada, provocar, cosa que puede ser saludable. Son menos propensos que los miembros de la clase política profesional a permitir que los cálculos políticos influyan en sus opiniones y a veces hacen, en realidad, afirmaciones incómodas, pero ciertas y necesarias.

Por otra parte, los políticos que son magnates de los negocios tienen ambiciones diferentes. Atacan a las antiguas minorías selectas no para despabilarlas, sino para hacerse con su poder. Con la promesa de extender la riqueza que han hecho para sí mismos, explotan las fantasías de quienes tienen poco y quieren más. Berlusconi entendió muy bien los sueños de muchos italianos. Su despilfarro, sus payasadas e incluso sus chicas formaron parte de su atractivo popular.

En Tailandia, el multimillonario de etnia china y hecho a sí mismo en el mundo de los medios de comunicación Thaksin Shinawatra contó con la admiración en particular de los pobres de zonas rurales. Como un rey benéfico, les daba dinero y prometía desafiar a las viejas minorías selectas de Bangkok: los banqueros, los generales, los jueces e incluso los cortesanos que rodeaban al rey tailandés.

Pero los magnates no son demócratas por naturaleza. Su interés principal son sus negocios y no vacilan en socavar una prensa o una judicatura independientes cuando ven amenazados sus intereses económicos. Aunque su hermana, Yingluck Shinawatra, está ahora en el poder, Thaksin sigue intentando eludir un juicio en los tribunales tailandeses por un gran número de acusaciones financieras.

Resulta que Thaksin fue derrocado en 2006 por un golpe militar respaldado en gran medida por las minorías selectas de Bangkok. Berlusconi fue substituido por un gobierno dirigido por tecnócratas de la minoría dirigente, cuyas políticas debían aprobar los banqueros europeos y los burócratas de la Unión Europea.

No es probable que ninguna de esas dos reacciones ante el populismo dé un impulso a la democracia. Al contrario, empeoran la situación. Lo que se necesita es políticos ortodoxos que entiendan lo que alimenta la rabia popular y reaccionen al respecto. Prestar atención a lo que los payasos están diciendo podría ser un buen primer paso.

Ian Buruma is Professor of Democracy, Human Rights, and Journalism at Bard College. He is the author of numerous books, including, most recently, Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance and Taming the Gods: Religion and Democracy on Three Continents. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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