¿Qué es Kakania?

Por José María Ridao, diplomático (EL PAÍS, 03/12/03):

Qué niveles de insensibilidad no habrá alcanzado el debate político en España para que nadie parezca ya escandalizarse del espectáculo al que se asiste desde el 16 de noviembre: el de una inconsolable jeremiada, en unos casos trágica y en otros sólo circunspecta, por el hecho de que un partido legal haya doblado su número de votos en unas elecciones autonómicas. No hay por qué compartir las ideas de Carod Rovira, ni tampoco formar en las filas de quienes piensan que trivializar los problemas es comenzar a resolverlos para ser consciente, sin embargo, del insensato mensaje que se está trasladando a un 16% del electorado catalán, y quién sabe si a una cifra aún mayor, cada vez más alarmado por lo que se le ha venido encima tras limitarse a hacer lo que cualquier ciudadano en un país democrático, depositar su voto en las urnas. Un mensaje que en resumidas cuentas viene a decir que en la democracia que ampara la Constitución del 78 hay partidos cuya participación en las elecciones sólo debería tolerarse mientras el número de sus votantes sea marginal; si se incrementa, los poderes del Estado se lanzarán sobre ellos advirtiendo desde los foros y tribunas más insospechados del peligro que constituyen.

Hace demasiado tiempo que el presidente del Gobierno, y los vicepresidentes primero y segundo, y el entero número de los ministros se han olvidado de que lo son de todos los españoles, incluidos los que no les votan, y los que no piensan como ellos, y los que no comparten su fe religiosa, y los que se expresan en una lengua distinta de la que ellos parecen considerar como una de las más perfectas creaciones humanas, y también de los que ni siquiera se consideran españoles. Desde luego, ni el presidente, ni los dos vicepresidentes, ni los ministros han desaprovechado la ocasión que les ha ofrecido el resultado de las elecciones en Cataluña para demostrar una vez más que, en efecto, no se tienen por lo que son, por representantes legítimos de uno de los poderes de un Estado que es de todos, incluidos los votantes de Esquerra, sino por una partida de hombres y mujeres irreductibles que no se deben más que a los suyos y que pueden decir cuanto les venga en gana y en el lugar y la ocasión que mejor consideren.

Establecida así en ruedas de prensa, declaraciones posteriores al Consejo de Ministros o extemporáneos encuentros con organizaciones empresariales la constatación oficial, es decir, avalada por un poder del Estado, de que Esquerra Republicana representa un peligro, la preocupación que se ha expresado a continuación no ha hecho más que ahondar en el insensato mensaje que se está dirigiendo a los catalanes desde el 16 de noviembre, a todos los catalanes y no sólo a los votantes de Carod Rovira: la preocupación de que lo urgente ahora es determinar a quién se deben imputar los platos rotos. En verdad, es necesario haber perdido hasta el último atisbo de cordura para insistir en argumentos que lo que presuponen es que el resultado de las elecciones en Cataluña son un borrón o una fechoría, una especie de boquete que los catalanes han abierto en plena retaguardia a quienes necesitan disponer de todas sus energías para atender a otros requerimientos más graves. Por si acaso, el Partido Popular ya se ha precipitado a desmentir que su líder sea la fragua de nacionalistas que se ha dicho desde la oposición, pese a la aspereza de su talante y la impronta ultramontana de su quehacer político. A los socialistas se les ha acusado, en cambio, de seguir instalados en la idea paleoprogre de que la izquierda y los nacionalistas son algo así como aliados naturales.

Resulta difícil, por no decir imposible, encontrar una sola razón para defender la indescifrable estrategia de la actual dirección socialista, tanto en materia territorial como en tantos otros asuntos. Pero conviene no utilizar los argumentos del revés, como si fueran una prenda de doble uso: lo que provoca una apariencia de proximidad entre socialistas y nacionalistas no es ninguna coincidencia en sus objetivos, que son radicalmente distintos, sino el hecho de que el Gobierno, este Gobierno, se haya erigido en único garante de los principios constitucionales y de los procedimientos para preservarlos, de modo que todo el que disiente es inmediatamente colocado bajo sospecha, o mejor, bajo el mismo género de sospecha sea cual sea la razón por la que disiente. El sueño de que los españoles habíamos aprendido por fin que cuanto más ahoga la crítica un Gobierno, cuanto más se erige en celoso guardián de cualquier ortodoxia, más acaba sintiéndose acosado por fantasmas a los que se empeña en tratar como si fueran un único fantasma se ha revelado como lo que era: un sueño, del que ahora se nos exige despertar abruptamente. Y debería constituir un serio motivo de reflexión sobre la forma en la que se viene ejerciendo el poder en nuestro país el hecho de que, allí donde unos ven una tenebrosa coincidencia entre nacionalistas y socialistas, otros, más al norte, vean una coincidencia no menos tenebrosa entre españolistas de derecha y de izquierda. A fin de cuentas, la estructura de sus razonamientos es la misma: basta identificar a un Gobierno, a cualquier Gobierno, con la verdad, la decencia, la democracia o la paz, para que las diferencias entre los partidos que se le oponen desparezcan como por ensalmo, convirtiéndolos en una turbia coalición a favor de la mentira, la indecencia, la imposición o el terrorismo.

Ni borrón, ni fechoría, ni suceso luctuoso: por más que compliquen la continuidad del proyecto político del 78, y lo cierto es que, a juzgar por algunas desaforadas reacciones, la van complicar, los resultados de las elecciones en Cataluña son el reflejo exacto de lo que los catalanes han querido, la expresión inequívoca de sus intereses. Y lo que deberían hacer los partidarios de la Constitución del 78 y los Estatutos es preguntarse acerca de las razones por las que los catalanes han llegado a la conclusión de que la mejor defensa de sus intereses pasa por una reforma legal que contemple más autogobierno, hasta el punto de que muchos de ellos, al menos un 16%, lo identifiquen ya con el independentismo. Por supuesto, se puede sostener que la creciente desafección hacia las instituciones de 1978 es resultado de un proyecto largamente gestado por los nacionalistas porque, en efecto, ése ha sido siempre su proyecto y no lo han ocultado. Pero precisamente porque se trata de un proyecto largamente gestado no sirve para explicar por qué ha alcanzado ahora, y sólo ahora, el respaldo suficiente para convertirlo en una realidad posible. Sin duda, han debido de jugar bien sus cartas, aprendiendo de la experiencia. Resulta, sin embargo, insólito que, puestos a evaluar la propia, los partidarios de la Constitución y los Estatutos se vean forzados a admitir como un dogma de fe la fantasía de que no han cometido errores, y que cada una de sus iniciativas era tan sólo una respuesta obligada por los crecientes desafíos de nacionalistas e independentistas.

Conviene hacer memoria y recordar que, después de los intempestivos homenajes a la Constitución durante la primera legislatura -unos homenajes que sólo sirvieron para poner insensatamente el foco político sobre el escenario institucional y no sobre los actores-, el Gobierno de José María Aznar proclamó, apenas comenzada la segunda, que había llegado el momento de cerrar el mapa autonómico. Ésa fue exactamente la consigna: cerrar el mapa autonómico. Hastiados de una imagen de las autonomías como sistema de chantaje y chalaneo, enfurecidos con toda la razón por el hecho de que el terror hubiera servido en algunos casos para alterar la negociación de competencias, muchos ciudadanos acabaron haciéndola suya, y el resultado fue el que ahora padecemos: el debate político dejó de girar en torno al reparto de competencias que preveía el modelo y comenzó a hacerlo en torno al modelo mismo, puesto que se declaró cerrado. Si a ello se suma la ingeniería de reconstrucción histórica que, siguiendo el modelo de la Acción Paralela establecida en la Kakania de Musil, emprendieron los Gobiernos de Aznar a través de fundaciones privadas y comisiones estatales para celebrar efemérides y centenarios de relevancia nacional, desde el 98 al Cid, pasando por Felipe II, nada tiene de sorprendente el que, después del resultado de las elecciones en Cataluña, nos estemos precipitando un poco más al punto de partida que ojalá se tragara la tierra de una vez por todas; el punto de partida que un grupo de intelectuales nacionalistas resumió hace más de un siglo en el rancio, enojoso, insufrible interrogante acerca de qué pudiera ser España, cuando lo importante, tanto entonces como ahora, era preguntarse sobre cómo se estaba comportando su Gobierno.

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