¿Qué es la Historia?

La Historia es saber, o, mejor dicho, todo el saber es Historia. Se trata de una verdad evidente: no podemos conocer más que lo que ha ocurrido; por lo tanto, nuestros conocimientos son Historia; no pueden ser otra cosa. Es cierto que cuando hablamos de Historia nos estamos refiriendo comúnmente a la historia de las sociedades humanas. Pero, en realidad, todos los campos científicos tienen historia y están basados en la Historia. Las teorías de la física están sustentadas en los experimentos y observaciones que los físicos llevan siglos haciendo. Todo campo científico, en realidad, tiene dos historias: una es la acumulación de hechos que la disciplina explica o quiere explicar; otra es la evolución de las teorías, interpretaciones e intereses de los científicos, la evolución de pensamiento de esa ciencia, sea ésta la física, la química, la medicina, la economía, la política, la sociología, el arte, la literatura, etcétera.

¿Qué es la Historia?Ciñámonos a lo que más frecuentemente se entiende por Historia, es decir, el pasado de las sociedades o colectividades humanas. En realidad, incluso la Prehistoria es Historia: los pintores de Altamira o de Alpera ya estaban escribiendo Historia, y lo mismo los autores del Gilgamesh o de la Biblia. Pero la Historia científica nace en la Grecia clásica, siglo V antes de Cristo, con Heródoto y Tucídides. El primero, además, le da a esta ciencia el nombre con el título de su gran obra, Historias, que presenta «los resultados de su investigación para que el tiempo no borre el recuerdo de las acciones humanas y que las grandes empresas [...] no caigan en olvido». Ambos pioneros prestaron atención sistemática a sus fuentes y a la veracidad de lo que narraban, aunque la obra de Heródoto contiene un cajón de sastre de historias míticas (muy divertidas) a las que él mismo concede escaso crédito. Pero su narración de la lucha de los griegos contra la invasión persa, cuyo recuerdo estaba muy reciente cuando él escribía, es magnífica, y contiene el primer contrafactual: ¿qué hubiera sucedido si la armada persa hubiera vencido en Salamina?

Otra virtud de Heródoto es su sentido del humor, del que Tucídides, autor de La guerra del Peloponeso, carecía, quizá por escribir en el destierro. Desde entonces hasta hoy la Historia ha conocido épocas oscuras y épocas gloriosas, pero una constante ha sido que los poderosos hayan tratado de ponerla a su servicio para promover sus intereses. Se ha dicho que la Historia siempre está sesgada, porque son los vencedores los que la escriben. Esto puede ser cierto en ocasiones, pero no siempre. Hoy vemos, con nuestra Guerra Civil, que la versión de los vencidos domina claramente sobre la de los vencedores; y Tucídides, que narró la guerra donde su Atenas natal salió derrotada, nunca disimuló los errores y los crímenes de sus compatriotas.

La Historia es, por definición, escrita y son lagos de tinta y montañas de papel los que recogen la obra de los historiadores en los 25 siglos largos desde Heródoto hasta hoy; y la ciencia ha evolucionado considerablemente. Pero aún son muchos los historiadores que se resisten a utilizar los métodos de las ciencias sociales. La Historia económica, por ejemplo, no ha tenido general aceptación hasta hace relativamente poco tiempo y aún es mirada con reparo por muchos colegas en España y en otros países. Ramón Carande, uno de nuestros precursores, era, como Heródoto, ameno y divertido, y contaba que cuando llegó a Simancas para investigar sobre la Hacienda de Carlos V encontró que los legajos que le interesaban estaban clasificados como Papeles sin interés. Su colega francés y coetáneo, Marc Bloch, recomendaba al historiador saber interpretar un balance bancario, para muchos «más hermético que un jeroglífico». En general, la aplicación de las ciencias sociales y sus métodos, casi siempre cuantitativos, a la Historia, ha suscitado frecuentemente rechazo, aunque con argumentos poco convincentes o rigurosos: se ha hablado del peligro de deshumanizar la Historia, de hacerla aburrida e incomprensible, argumentos más bien endebles desde el punto de vista científico. Han sido algunos historiadores cuantitativos los que más certeramente han señalado el posible abuso de esta técnica y las falacias que puede traer consigo.

E. H. Carr (no Raymond) publicó hace ya tiempo un librito con el mismo título que este artículo donde ponía de relieve que el historiador debe ser objetivo pero no puede serlo completamente, porque ya la elección del tema de investigación, las fuentes y el método que utiliza suponen otros tantos sesgos. La honestidad no le exige, por tanto, una objetividad total, que es imposible, sino simplemente que deje claras sus hipótesis de partida, la evidencia y los métodos que sustentan sus conclusiones, brindando así al lector elementos para formar su propia opinión

La memoria colectiva, como la individual, es algo más subjetivo y maleable que la Historia. Es una mezcla de recuerdos, lecturas y testimonios compartidos que conducen a interpretaciones menos rigurosas que las de la Historia, pero que pueden tener mucho mayor poder que ésta por haber calado más hondo y más ancho. Por supuesto, la Historia puede y debe tener parte esencial en la formación de la memoria colectiva; por eso es tan importante que sea veraz y por eso muchos políticos intentan (y a menudo logran) imponer su propia versión, que acostumbra a ser falaz; si no lo fuera, no sería necesario imponerla.

Estas reflexiones vienen provocadas por las interferencias que los últimos gobiernos socialistas están llevando a cabo en la labor de los historiadores con sus leyes y proyectos sobre Memoria (sea ésta histórica o democrática) y con las profundas reformas de los programas educativos, sobre todo de segundo ciclo, que incluso han suscitado una leve protesta por parte de la Academia de la Historia. Estos gobiernos parecen ignorar que lo más democrático que puede hacerse con la memoria colectiva es dejarla en paz para que sea ella misma, como conjunto de personas adultas que es, quien se informe y enriquezca con las aportaciones que los historiadores ofrecen investigando y debatiendo libremente.Las mencionadas leyes y proyectos tratan de imponer de modo inadmisible una versión predeterminada de la historia de la Guerra Civil española, una versión maniquea que ningún Gobierno debiera manifestar y menos tratar de imponer a sus ciudadanos. La Guerra Civil ha sido uno de los temas más investigados, en España y en el extranjero, durante los más de 80 años desde que estalló y no necesita ningún estímulo estatal, y menos con los propósitos partidistas que traslucen la ley de 2007 y el anteproyecto de 2021.

El Gobierno, inmiscuyéndose en estos temas y convertido en un Ministerio de la Verdad orwelliano, promulga engendros como la memoria democrática de las mujeres, el Plan cuatrienal de la Memoria Democrática, el Consejo Territorial de la tan sobada MD, el derecho de las víctimas a la verdad, los procesos memoriales, el Centro Documental de la MD -que se superpone al Archivo de la Guerra Civil de Salamanca (cuyos fondos, por cierto, el Gobierno de Zapatero había dispersado en 2006 a petición de la Generalitat)-, el Catálogo de símbolos y elementos contrarios a la MD, y los lugares o parajes de MD, dando así un espectáculo de sectarismo ridículo que ni los órganos de propaganda del franquismo llegaron en su día a igualar.

La Historia es una ciencia apasionante, en continua evolución, y con una multiplicidad de temas, métodos y escuelas, a menudo enfrentadas en polémicas en ocasiones acaloradas, lo cual en el fondo es saludable y estimulante; pero se convierte en algo peligroso y aberrante cuando Estados y gobiernos deciden utilizarla para sus propios fines unilaterales y propagandísticos. Esto ha sido muy propio de regímenes totalitarios, como los comunistas, nazis y fascistas, y hoy de los protofascistas, como la dictadura blanca catalana. Por eso resulta alarmante, aunque a la vez risible y pintoresco, que el Gobierno español, en principio democrático, recurra a manejos pretendidamente académicos, que, pese a sus proclamas y golpes de pecho, son en esencia dictatoriales.

Lo que la Historia no es, ni puede ser en absoluto, es una fábula para niños grandes escrita por amanuenses domesticados al dictado de políticos prepotentes y soberbios. «Libertad para la verdad, pero no para el error», proclamaban los ministros de Información de los gobiernos de Franco. ¿Y quién discriminaba entre una y otro? Ellos. ¿Están proclamando y haciendo lo mismo, desde el lado opuesto del espectro político, los ministros de Sánchez? Todo indica que sí.

Gabriel Tortella, economista e historiador, es miembro del Colegio Libre de Eméritos. Su último libro, con Gloria Quiroga, es La semilla de la discordia. El nacionalismo en el siglo XXI (Marcial Pons).

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