¿Qué es una violación?

El Código Penal reserva la calificación de violación a la imposición de una relación sexual con penetración mediante violencia o intimidación (art. 179). Creo que buena parte de las airadas reacciones populares contra la sentencia de La Manada no provienen de qué consideraron los jueces que había sucedido ni de las penas de nueve años de prisión que decretaron para los acusados, sino de que se denominara a lo acaecido como “abuso sexual” y no como “violación”. Como nos muestra sobre todo la poesía, las palabras no son solo un frío mecanismo de comunicación conceptual sino un privilegiado instrumento para entender y expresar nuestras emociones. Y al igual que existen experiencias del mal a las que el lenguaje no alcanza —“genocidio” u “holocausto” se nos quedan cortas—, sí que hemos sido capaces de generar conceptos que, como “violación”, condensan y denuncian la radical injusticia de ciertas conductas. El ordenamiento penal hará mal en desconocerlos, porque transmitirá entonces que está desconociendo tal injusticia, por mucho que no sea así de facto, a la hora de castigar, de imponer penas.

En temas tan sensibles como la justicia penal, los ciudadanos quieren que se llame a las cosas por su nombre. Entienden que “violación” es también el nombre de las relaciones sexuales con penetración en las que ha mediado prevalimiento, o que se establecen con menores a los que consideremos incapaces de consentir, o que se imponen a personas privadas de sentido. Como no concurren la violencia o la intimidación propias de la “agresión sexual”, el Código Penal cataloga expresamente a esos tres supuestos, entre otros, como “abuso sexual”: equívoca expresión con un lenitivo en la mochila, —y por ello como “no violación”—, que se ciñe hoy solo a las agresiones sexuales más graves.

Como las normas penales están para servir a los ciudadanos —para protegerlos y para hacerlos sentir miembros de una sociedad decente— el legislador debería corregir este error de percepción y, una de dos: o suprimir el término “violación”, como por cierto hacía con sabiduría el Código Penal de 1995 hasta el año 1999, o ampliarlo a todos los atentados insoportablemente graves contra la libertad sexual.

El confuso caso de La Manada sugiere una segunda reforma penal para la mejor protección de la libertad sexual. Resulta que si un acusado yerra, incluso venciblemente, sobre el dato de que la víctima consiente o sobre su edad inferior a dieciséis años, su conducta quedará impune, por muy negligente que haya sido para no salir de su equivocación. La razón reside en que el Código Penal no solo libera de responsabilidad al autor de un comportamiento lesivo que no conocía ni podía conocer “un hecho constitutivo de la infracción penal”, sino que califica su infracción como delito imprudente cuando su error era evitable, cuando sí podía conocer tal hecho (art. 14.1). Se ciñe así el castigo a los casos en que exista tal delito imprudente, cosa que no sucede con los delitos sexuales. Esta impunidad respecto a esta clase de imprudencia es lo que creo que, como han propuesto varios autores, debe remediarse con tipos específicos de atentados imprudentes a la libertad sexual. No hacerlo nos está llevando a dos perniciosas consecuencias, a cuál peor: o bien a la impunidad de conductas altamente reprobables, o bien al intento judicial de evitar lo anterior negando el error donde no se ha probado el conocimiento, afirmando tal conciencia —de la edad, del consentimiento— sin la certeza que exige la constitucionalmente sagrada presunción de inocencia.

Es esta presunción lo que impide una tercera reforma, sugerida desde el propio Gobierno: que solo sea válido el consentimiento sexual "expreso e inequívoco". Ciertamente la clave de los delitos sexuales es la ausencia de consentimiento válido en uno de los participantes en la relación sexual. Sonroja tener que recordar que “no es no” y que el “no” es igual de negativo en cualquier momento de la relación y para cualquier forma de relación. A partir de ahí carece de todo sentido el exigir que el consentimiento sea “expreso”. Es notorio que no hay atentado alguno a la libertad sexual si los intervinientes en el comportamiento sexual consienten, lo expresen o no, lo expresen de una manera u otra. Para reparar en lo absurdo de la exigencia —profusamente ridiculizada en las redes sociales —baste pensar en que habría delito en los dos miembros de una pareja que, como es usual, consienten tácitamente en mantener una relación sexual.

Por otras razones, ahora procesales, no puede entenderse tampoco que existe un delito de violación si el consentimiento no es inequívoco. Es verdad que el consentimiento se da o no se da, y que en ese sentido “si no hay un sí, es un no”. Pero centenarias e indiscutidas garantías penales nos obligan a operar al revés: “si no hay un no, es un sí”. Lo que la presunción de inocencia exige para la condena —para la cárcel y para la estigmatización social que toda pena comporta— es lo contrario: solo habrá violación si era inequívoca la falta de consentimiento válido de uno de los participantes en la relación. Como solo habrá homicidio si era inequívoco que había un muerto.

La exigencia de expresividad o de inequivocidad en el consentimiento no es el fruto sensato de una perspectiva de género. Donde esta necesaria perspectiva debe aportar justicia es en la determinación judicial de que inequívocamente no hubo consentimiento, en la ampliación legislativa del nomen "violación" y en la desaparición de la denominación “abuso sexual”. Y también en la previsión de ciertas modalidades de violación imprudente.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal (Universidad Autónoma de Madrid).

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