¿Qué esconde el ‘Triunfo de la Muerte’?

Bruegel el Viejo, Pieter: El triunfo de la Muerte. 1562 - 1563. Óleo sobre tabla, 117 x 162 cm.
Bruegel el Viejo, Pieter: El triunfo de la Muerte. 1562 - 1563. Óleo sobre tabla, 117 x 162 cm.

Aeterne pungit, cito volat et occidit (Hiere eternamente, vuela veloz y mata) —El sueño del caballero (1655), Antonio de Pereda (1611-1678)

El Triunfo de la Muerte (1562-1563), el conocido cuadro de uno de los grandes artistas del Renacimiento, Pieter Bruegel llamado “el viejo” (c.1525-1569), ha recobrado notoriedad con la covid-19 ―si es que alguna vez la perdió― como alegoría pandémica. Probablemente se trata de una de las pinturas más emblemáticas e inquietantes jamás realizadas. De hecho, los cinco siglos transcurridos desde su creación no han sido testigos de su declive, al contrario. De acuerdo con algunos especialistas, en las artes europeas hubo que esperar hasta los “Desastres de la guerra” (1810-1820) de Goya (1746-1828) para encontrarnos con algo parecido a una representación tan atroz del infierno en la Tierra.

Esta tabla flamenca de 117 por 162 cm, restaurada en 2018, harta de cuidados detalles (costumbres, vestimenta, pasatiempos o instrumentos musicales) y aderezada con criptogramas y toques de sarcasmo moralizante da para un largo relato. Porque cuanto más se contempla más entresijos se descubren.

Sobre el cuadro y las escenas que muestra

Lo primero que llama la atención es que la pintura, conservada en el Museo Nacional del Prado de Madrid, carezca de un tema central que capture nuestra mirada. La impresión inmediata que trasmite es de tal caos y devastación que consigue conmover al que la contempla. Para su narración, el artista ―probablemente nacido en Breda― utiliza legiones de esqueletos que avanzan victoriosos e inmisericordes sobre los vivos; solo alguno de estos osa retarlos en un acto de sublime estulticia. Nadie está a salvo. Las huestes de la muerte manejan todas las artes de la guerra para alcanzar su objetivo, desde redes y emboscaduras a persecuciones con perros famélicos. Una atmósfera ennegrecida ―incluso pútrida― entrevera toda la obra; se pueden ver peces descomponiéndose a las orillas de un estanque acompañados de cadáveres humanos. En el horizonte, pintado con gran destreza, se vislumbran colinas desoladas y tachonadas con ajusticiamientos de toda laya. Y, donde aún alcanza la vista, un cielo rojizo delata incendios inextinguibles junto a un mar costanero con bajeles ardientes o yéndose a pique.

El trabajo de Bruegel es una fusión de los dos estilos tradicionales en el arte cristiano: la Danza de la muerte (Johannes de Castua y Michael Wolgemut) y el Triunfo de la muerte (anónimo, Paolo Picciati y Bartolo di Fredi), que se han mantenido hasta no hace mucho. En el primer caso, la Muerte, antropomórfica en forma de esqueleto, se mezcla con los vivos de toda la clase y condición para conducirlos bailando al cementerio. En el segundo caso, las representaciones se tornan más horribles y aterradoras, la muerte esquelética ataca a los vivos y los abduce sin miramiento alguno. Tras estas consideraciones generales, visitemos ahora las escenas del cuadro.

En la parte inferior izquierda, un esqueleto situado a la vera de un rey galano le indica con un reloj de arena que su vida se acaba, a la vez que otro provisto de una malla de cota saquea sus caudales, lo que no es óbice para que el monarca alargue su codiciosa mano buscando la bolsa del ladrón; ni en el trance postrero muestra contrición por una vida de avaricia. A su derecha, un príncipe de la Iglesia es conducido a la muerte por un esqueleto guasón que le ha arrebatado su capelo cardenalicio para cubrirse la cabeza. Detrás, un carro rebosante de cráneos arrolla a varias personas y nada impide que su carruajero toque con displicencia la zanfoña parodiando la felicidad. Sobre el jamelgo de tiro reposa un cuervo (que representa la muerte imprevista) junto un cabalgador que porta una campana y una lámpara que anuncian su llegada. Cerca, una mujer ha caído al suelo con un huso y una rueca, símbolos la fragilidad de la vida humana. En el borde de un estanque cercano, un individuo es lastrado con una rueda de molino, escena que nos remite a Lucas (17:2) y Mateo (18:6), quienes transmitieron la punición que merecen ciertas conductas nefandas. Al lado, tres esqueletos tunicados de albo ―que forman parte del tribunal de la Muerte― hacen sonar con pompa sus trompetas, una alusión a los tres primeros ángeles anunciadores del Apocalipsis (8:7-11). Mientras, dos campanas colgadas de un exánime árbol doblan a muerto.

En el centro, un esqueleto, armado con una guadaña, cabalga en un equino macilento, quizá el cuarto y definitivo jinete del Apocalipsis. Su presencia espanta a una turbamulta que se encamina en derechura a una trampa mortal en forma de ataúd, en el que se sienta un timbalero que marca el ritmo del avance de las macabras falanges. Junto a la masa, un esqueleto cubierto con una saya desgarra la garganta a un peregrino que yace en el suelo, al que de nada le sirvió su romería. No lejos de allí, un fraile parece aterrado porque le toca transitar a la otra vida.

En la parte inferior derecha, un agradable ágape en torno a una mesa vestida con un mantel blanco se ha interrumpido de súbito ―así nos visita la muerte―, la baraja y los bocados están esparcidos sobre ella, y el tablero de chaquete ha caído al suelo. Un histrión cubierto con una almilla ajedrezada busca refugio debajo de la mesa. Y un elegante comensal con una vestidura roja ―un guiño a la pintura italiana, aunque no el único― pretende retar con su espada a los esqueletos envueltos en sábanas. Mientras, un soldado de la muerte disfrazado con una máscara (símbolo de la hipocresía) vierte las garrafas de vino. Al otro lado de la mesa, una dama horrorizada es abrazada por un esqueleto en un funesto remedo de devaneo amoroso (¡hay obsesiones inagotables!). Y dos enamorados entregados a la música ignoran que un esqueleto los va a arrastrar con los acordes de un violín a su irremediable destino. En esta vida los placeres marchitan tan rápido como las flores del campo.

Pero en la composición de Bruegel todas estas escenas son simples piedras de dovela con las que edifica el tema prínceps de su obra: la Muerte, que no respeta la edad, la condición social o los merecimientos de sus víctimas. Pues su llamada no admite la desobediencia. Pero ¿qué significa la Muerte para el maestro brabantino?

El memento mori de Bruegel

En aquellos tiempos, a diferencia de lo que sucede hoy (excepto en algunas partes del mundo), la muerte era el pan nuestro de cada día: había epidemias, guerras, traumatismos irreparables, saqueos y la mortalidad materno-infantil era enorme. Baste señalar que Felipe II de España (1527-1598), la persona más poderosa del siglo XVI, enviudó cuatro veces y le sobrevivió sólo uno de sus once hijos (Felipe III). Fácilmente se comprende que casi siempre aparezca en sus retratos enlutado. Todos vivían más que advertidos de que la muerte no dejaba de rondarles. Incluso, el caballero de la triste figura, cuando siente que le ha llegado la hora, a pesar de su vesania, no busca cobijo en las fantasías que han determinado su transcurrir. Al contrario, los pródromos de la muerte le devuelven a la razón: “Yo me siento, sobrina” ―dijo él―, “a punto de muerte”, y seguidamente proclamó “que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano” (Quijote II:74).

Francesco Petrarca (1304-1374), poeta innovador de gran influencia en las generaciones que le siguieron e iniciador del Humanismo, en su obra Triunfos (1373) describió seis figuras alegóricas, donde cada una triunfa sobre la anterior, hasta lograr la eliminación de todas ellas, al imponerse el único triunfo que importa, la Eternidad. La acción la determina el triunfo de las fuerzas “positivas” sobre las fuerzas “negativas”: el amor se vence con la castidad, la muerte con la fama y el tiempo con la Eternidad. Esta pugna conduce al exterminio de lo terrenal, en favor de la pura visión de Dios. Para el influyente aretino la muerte, claro está, no es la estación final.

Bruegel en su tabla nos presenta una visión radicalmente distinta, la de la Muerte triunfante. Ni hay Dios, ni ángeles, ni un solo resquicio para la salvación. Si acaso hábiles añagazas como la de los propios demonios que utilizan como escudos tapas de ataúdes adornadas con la señal de la cruz. Pecadores y justos comparten el mismo destino, la muerte. Pues esta nunca tiene la pretensión de ser justa sino la de igualarnos, tal como enfatiza el médico y poeta francés Henri Cazalis (1840-1909) al final de su poema Égalité-Fraternité: Et vive la mort et l'égalité. En otras palabras, la pintura de Bruegel retrata el infierno en la Tierra, por lo que bien podría servirnos de epitome el dictum dantista: Lasciate ogni speranza (Inf. III:9). En su cuadro la muerte es el final de trayecto, lo que contrasta con los de otros artistas como, por ejemplo, el Juicio Final del alemán Hans Memling (c.1430-1494).

Nuestros maestros nos enseñaron que toda obra humana hay que entenderla en el contexto de la época en la que fue producida. La que aquí nos ocupa, vívidamente realista y grotesca sobre la realidad social de la muerte, es hechura de la indeleble huella que dejó en Europa el siglo XIV con sus devastadoras hambrunas (en especial la Gran hambruna de 1315-1317), la Guerra de los cien años (1337-1453) y las pandemias (sobre todo la Peste negra iniciada en 1347). La causa de esta plaga fue un arcano para los individuos de entonces, ¡ese era el verdadero terror!, y azotó de manera transversal a la sociedad bajomedieval: ricos y pobres, reyes y plebeyos, adultos y niños, clérigos y laicos, blancos y negros, cristianos y turcos, héroes y villanos... Todos tienen ―y tenemos― un lugar en el cuadro de Bruegel.

La historiadora Bárbara W. Tuchman en su obra Un espejo lejano: El calamitoso siglo XIV (1978) nos refiere que en aquellas fechas los desastres naturales y antropogénicos ocasionaban una enorme mortandad (solo a causa de la Peste negra falleció entre una cuarta parte y la mitad de la población europea), insoportables conflictos sociales (como la proliferación incontrolable de bandidos y criminales dondequiera) y teorías conspiratorias de todo tipo (algunas tuvieron como diana a judíos, peregrinos, mendigos, frailes o forasteros). Paradójicamente, sucedía también que los ricos dispendiaban enormes sumas de dinero en medio de la ruina y las menguadas rentas procedentes de dominios y ciudades despobladas. Nada de esto ha de sorprendernos, pues desde antiguo estamos avisados de que la conducta humana es inalterable: “Lo que fue, eso mismo será; lo que se hizo, eso mismo se hará: ¡no hay nada nuevo bajo el sol!” (Ecles 1:9). (En apoyo de este versículo van estas dos piezas de información: The pandemic appears to have sparked a rise in anti-Asian bigotry y Rolls-Royce car sales helped by ‘life can be short’ mentality)

El miedo a la hambruna amainó, pero el temor a las plagas perduró durante siglos. Lo que se conoce como la Pandemia de la segunda plaga (pestis secundus) se manifestó con brotes intermitentes hasta finales del siglo XVII. Y, en gran medida, el declive español que tuvo lugar durante ese siglo fue debido a las enfermedades epidémicas, en especial la peste bubónica. A finales del siglo XVI, los habitantes de España (excluyendo Portugal) rondaban los 8,5 millones, en el año 1700 apenas llegaban a siete millones.

Por fuerza, la ansiedad y las conmociones vividas en momentos de tribulación siempre tienen su relato, acentuando por las emociones y el infortunio. Además, los relatos en los que creemos configuran la cosmovisión característica de cada sociedad. El vigoroso cuadro de Bruegel nos ofrece el suyo sobre la contingencia de la vida humana, su memento mori (aquí y aquí dos muestras actuales), y la violencia ínsita en nuestra naturaleza. Desde siempre, ambos temas no han dejado de estar presentes en todas las artes y constituyen una invitación permanente a la búsqueda del sentido de la existencia.

Coda

La pandemia actual, sufrida en el seno de una sociedad industrial muy distinta a la del genial pintor brabantino, ha cambiado nuestra relación con la muerte. Esta, desde mediados del siglo pasado, estaba velada, ahora se ha hecho presente (en una encuesta del CIS el 23,4% de la población manifestó haber sentido miedo a morir por el coronavirus). Ha fracturado aún más la confianza entre gobiernos y gobernados, lo mismo sucedió durante y después de la Peste negra. Y ha logrado que de nuevo caigamos en la cuenta de que ni la ciencia ni la medicina son el bálsamo de Fierabrás.

El Triunfo de la Muerte reinterpretado

Como la tabla no tiene firma, ciertas controversias sobre la fecha de su realización no han faltado. Así, en un artículo publicado en 1968 y firmado por el crítico de arte Peter Thon, Bruegel’s The Triumph of Death Reconsidered, se sugería que la obra no podía haber sido concluida antes de 1567. En su texto hipotetizaba que la pintura representa una acerba y subrepticia crítica a la intervención del Gran Duque de Alba en los Países Bajos. Este llegó a Bruselas en agosto de 1567, enviado por Felipe II, para contener la rebelión de iconoclasia (conocida como Beeldenstorm o Tormenta de las estatuas) iniciada un año antes. A los pocos días de su arribo, instituyó el Tribunal de los tumultos, popularmente denominado Tribunal de la sangre (Blutrat). Apelativo que explica por sí mismo lo sucedido. Hasta donde se me alcanza, esta reinterpretación no cuenta con apoyos en el mundo académico. En todo caso, esa sería otra historia.

José Luis Puerta es doctor en filosofía y médico de familia.

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