¿Qué esconde la palabra desear?

Vamos recorriendo el perímetro de la palabra deseo, que nos lleva por parajes afectivos en los que los caminos se funden y luego se abren y se hacen más explícitos. Sorteamos las dificultades lingüísticas que nos salen al paso. Desear es pretender algo con ímpetu y fogosidad, con un enorme interés que nos lleva a su conocimiento, deleite o pertenencia. Esta definición tiene notas que conviene entresacar:

1. Hay un anhelo, una aspiración, una pretensión que es vivida con fuerza, como un viento impetuoso que nos lleva a esa dirección casi como un imán. Este aspecto externo es muy importante. Es una fuerza que nos lleva tirando como de nosotros, a conocer, a sentir y a obrar.

2. Puede significar el conocimiento de algo que despierta en nosotros una pasión destacada: entender algo, adelantarse en sus entresijos. Puede ser un tema literario, un segmento de la historia, un tipo de música, una persona… Podríamos decir que tiene unos perfiles más intelectuales, en principio, que los otros aspectos que a continuación mencionare.

3. Deleite es placer, goce, disfrute, gusto por aquello que se ha alcanzado tras el estímulo del deseo. Produce una mezcla de contento, alegría, felicidad y, a la vez, descanso. Pensemos en las tendencias más primarias del ser humano: la comida, la bebida, la sexualidad; o aquellas otras más secundarias: afectivas, intelectuales, profesionales, familiares, etc. El deseo de placer es bueno siempre que esté orientado hacia el mejor desarrollo de la persona, y es malo cuando anula la libertad o deshumaniza. Hay cuatro tipos esenciales de placeres: del cuerpo, de lo psicológico en sentido amplio, de lo social y de lo espiritual. La distinción conceptual entre unos y otros está bastante clara, aunque en la realidad de cada vida, unos y otros se superponen y tienen áreas y territorios de confluencia.

4. Aparece ahora la posesión. Poseer algo es saber que eso es de nuestra propiedad, que nos pertenece, que somos dueños de eso, que está de alguna manera a nuestra disposición, salvo que se trate de personas.

El deseo y el placer forman un edificio común. La planta baja del deseo lleva al piso de arriba, que es el placer; la escalera que los comunica es imaginación. El deseo va antes, actúa como estímulo. No se puede vivir sin deseos. Precisamente los depresivos se mueven en un estado de indiferencia que conocemos con el nombre de anhedonia: incapacidad o grave dificultad para sentir placer o buscarlo. Lo que antes gustaba y apetecía, ahora se desdibuja y no mueve a su búsqueda. Luego esta experiencia entra dentro de la patología aunque no podemos perder de vista que el único ser capaz de negarse placeres y gozos es la persona, que tiene una mirada que va más allá de lo que puede ver y observar.

El deseo está lleno de promesas. Es tierra prometida, el porvenir de muchas personas agolpadas y galopantes que deben ser atendidas a su tiempo, ordenándolas de alguna manera, aunque un cierto desorden forma parte de su idiosincrasia, del imán que nos traslada a su búsqueda.

La palabra deseo tiene magia, embeleso, un tono embriagador y hechicero que nos seduce y fascina. Y eso significa fuerza de arrastre, un empujón que nos dirige hacia esa meta que asoma en el horizonte personal.

El deseo tiene un carácter universal. Su despertar trae la marea de un contenido concreto. Desear algo es normal, sano, está inscrito en la naturaleza humana. Lo malo es la obsesión o el dejarse arrastrar por un deseo cuyo final no es bueno. De ahí la importancia de ir consiguiendo una mirada inteligente que sepa ver más allá de las apariencias, que descubra la conveniencia o no de esa presión que pide abrirse paso entre un enjambre de solicitudes diversas. El deseo puede volverse impaciente, febril, apasionado, devorador… Puede escorarse hacia la avidez ansiosa, voracidad sobre la que se pierde el control. Hay una frontera huidiza en ese pasadizo psicológico que puede llegar a una forma progresiva de autodestrucción. Lo que diferencia un proyecto de vida de otro es la administración inteligente del deseo. Saber mirar por elevación, otear el futuro personal y evaluar la conveniencia del mismo, es lo importante. Seguir el derrotero del deseo inadecuado puede ser malo, porque anula la libertad y uno se pierde inducido por su carga.

El deseo es tetradimensional: biológico, psicológico, cultural y espiritual. Valoraremos estos planos de la existencia más adelante, pero podemos adelantar que el deseo tiene carga genética, aunque procede de unas preferencias personales complejas en las que la naturaleza, cultura y espiritualidad han ido formando un fondo, un rescoldo de vivencias que se van depositando, dejando cada una, unas ramificaciones, una impronta. El deseo va de lo congénito a lo adquirido, formando un mapamundi propio que es reflejo de la biografía. Por eso su clasificación puede ser interminable, el cuento de nunca acabar. El deseo de la felicidad tiene en el ser humano propiedad y sentido; no ocurre lo mismo en el animal, que no tiene capacidad para elaborar un proyecto personal. El deseo es anhelo, presión, inmediatez en la gran mayoría de las ocasiones, búsqueda de algo que aspira a su satisfacción. Es un impulso motor que debe ser regulado con la inteligencia, la afectividad y la voluntad; tres bastiones esenciales que tienen en cada individuo matices y connotaciones particulares y que dan lugar a una rica gama de personalidades. El ser humano tiende a complicar sus deseos.

Una vez cubiertas las necesidades primarias, uno prefiere un buen vivo, con cuerpo y estructura, que un vino vulgar poco elaborado; otro busca más la comida sabrosa y exenta de grasas, una dieta sana pero de calidad; otro prefiere ilustrarse y saber con qué criterios cuenta para seguir adelante en nuestra sociedad; el sujeto primario va detrás del sexo, la comida y la bebida de forma urgente, rápida, simple, con escaso control de sí mismo; la persona secundaria valora las consecuencias de su conducta y sopesa sus resultados, sin precipitarse; el que va detrás del dinero, con su deseo ávido de enriquecerse, puede ocurrir que nunca se pare a pensar para qué quiere tener tanto y dónde va a llegar de ese modo… Y así sucesivamente.

Cubiertas las necesidades básicas, la conducta serpentea por territorios de calidad y cantidad. Los deseos más ligados a lo biológico pueden llegar a cansar e incluso con el paso del tiempo, producen hastío, saturación, hartazgo; por eso deben dosificarse de forma adecuada. Los deseos más ligados a las otras tres esferas (psicológica, cultural y espiritual) resulta más difícil colmarlos, pero tienen un fondo que no se llena fácilmente, se modifican, se asocian con otros formando una mixtura sui generis, escogen un vericueto preciso y piden y reclaman novedades, pero ayudan al encuentro de uno mismo. Pensamos en el anhelo de la excelencia; ir a lo mejor, alcanzar las cotas más altas a las que puede llegar una persona. Este camino se vuelve interminable, y si uno se fija metas precisas, se da cuenta entonces de los posibles avances que va logrando. Algo parecido sucede con el deseo de saber: pensemos en lo difícil que es dominar una disciplina, y esto va desde los vinos a los tipos de peces, hasta la historia, literatura o la psiquiatría. Los conocimientos se van ampliando y aparecen los generalistas y los especialistas. Estos últimos se dedican tan solo a una parte, ante la imposibilidad material de abarcar todo lo que confluye dentro de ese sector en estudio. Pensemos en la sabiduría en el sentido clásico del termino: saber vivir y tener talento, ilustración, formación erudita y experiencia de la vida y lucidez para actuar, que dan como síntesis una especie de madurez compacta. Ese deseo de sabiduría siempre se queda corto, porque su geografía es proteiforme y se desdobla en planos diversos. Una persona sabia está cerca de la felicidad. A medida que una persona sabe más, descubre lo que le queda por conocer, y de ese modo descubre que tiene una mayor conciencia de su ignorancia: el inculto, el que está poco preparado y escasamente leído, no se plantea eso. Al contrario; su desconocimiento lo hace atrevido.

El deseo como posesión de cosas materiales puede volver al ser humano ansioso, pues la oferta en el mundo consumista es inagotable. Por eso, si se sigue ese camino, lo que ocurre es que van sustituyendo unos objetos por otros, cada vez mas sofisticados, o bien la necesidad de la novedad se pone en primer plano.

Es casi lo opuesto al deseo del amor, afán que nunca se colma, pues tanto el amor humano como el divino siempre tienen un fondo precario, desde Tristán e Isolda, Abelardo y Eloísa, Romeo y Julieta... Se espera de ellos más de lo que realmente pueden dar. Y en el amor divino, el hombre es deudor, por eso desfallece a pesar de su grandeza, como nos cuentan santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, Edith Stein, etc..

La felicidad es un estado de ánimo personal e intransferible, de alegría y paz como resultado de lo que es la vida hasta un momento determinado. No es algo objetivo, porque entonces solo se podría medir a través de las cosas externas o materiales que se poseen, y la felicidad no se encuentra ahí. Es evidente que se requieren unas condiciones mínimas materiales de salida, que tengan cubierto lo esencial de cualquier ser humano. Por eso todo intento de concretar los bienes de la felicidad es complicado.

Enrique Rojas es catedrático de Psiquiatría.

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