¿Qué esperamos de los políticos?

Si bien es cierto que hoy en día se ha producido, frente o al lado del Estado, un extraordinario fortalecimiento, en términos de poder, de la sociedad civil, ello no obsta para que el Estado y sus instituciones tengan una clara supremacía en la vida de los ciudadanos. El Estado sigue asumiendo una posición esencial como garante de derechos cívicos y prestaciones sociales; como regulador de las actividades privadas en relación con los intereses generales y como estratega (Esteve Pardo) del dinamismo social, también en relación con el bien común. De todo ello se deduce la enorme trascendencia que tiene la personalidad de los que ponen en juego las funciones estatales, los encargados de definirlas, gestionarlas y mejorarlas. Los que venimos llamando los políticos. Los que están encargados de gobernar. Y como dijo un clásico, los males de la humanidad sólo tendrán remedio cuando el gobierno esté en manos de personas que hayan alcanzado la sabiduría y la virtud.

La política es la ciencia social y práctica cuyo objeto es la búsqueda del bien común de los ciudadanos, de modo que éste no sólo sea la tarea del poder político sino también la razón de ser de la autoridad política. Con agudeza Max Weber distinguía entre los políticos que viven para la política y los que viven de la política.

A mí me producen admiración y nostalgia aquellos políticos que surgieron en la Europa de la posguerra, como Adenauer, Monet, Schuman, Churchill y tantos otros que supieron levantar de las cenizas bélicas esa Europa próspera, liberal, civilizada y culta. Todo ello a base de esfuerzo, inteligencia, carisma, ilusión y honradez. Esas virtudes, junto a la veracidad, perseverancia, patriotismo y tolerancia, son las que debe poseer un buen político. De ahí lo difícil que resulta encontrar buenos políticos. Y es que ser político, de verdad, es una vocación de entrega y dedicación a los demás, y no al propio provecho material o espiritual. Bien es cierto que la política es un reflejo de la sociedad, por lo que ésta debe tener esos valores, pues si no los tiene es difícil que salgan buenos políticos. De un modo casi brutal, pero acertado, Aristóteles y luego Maquiavelo opinaban que cuando un hombre se aparta de la ley y la justicia se convierte en el peor de los animales.

En el plano contrario resulta estremecedor recordar cómo la insensatez, soberbia e irresponsabilidad de los grandes dirigentes europeos llevaron a una infausta e injustificada I Guerra Mundial que llenó de tinieblas y muertos a la próspera Europa. Solo en la batalla de Verdún hubo un millón de muertos. Esos políticos que llevaron a cabo ese holocausto sirven de ejemplo del enorme daño que pueden hacer unos malos gobernantes que no piensan en el bien común.

Dicho lo anterior, no es difícil concluir que para ser un buen político es preciso estar formado por las cualidades antes expresadas y además aprender el oficio. ¿Y eso es así? Desgraciadamente no. Aparte de no existir ni centros ni programas de formación política, muchas veces se acaba en la política por descarte, por no encontrar hueco en el trabajo civil. Y así muchos políticos se montan en un coche oficial o estrenan despacho en su juventud y pasan años y años en esa ocupación, sin haber probado antes lo que es ganar el pan con el sudor de su frente y en competencia con otros. Sería muy positivo que los que acceden a cargos públicos hubieran pasado por una de las ocupaciones del sector privado, como el resto de los mortales.

Otro de los grandes males de nuestro sistema político es la omnipresencia y omnipotencia de los partidos, que designan a los políticos a su antojo, de modo que el elegido no responde ante los ciudadanos sino ante el aparato del partido. La obediencia y sumisión es lo que normalmente se premia, más incluso que la dedicación, valía y desempeño del interesado. Tenemos muchos ejemplos de políticos muy valorados por la opinión pública y defenestrados por los partidos, por díscolos.

También es importante que los políticos que trabajen con dedicación y esfuerzo en la «cosa pública» tengan un sueldo homologable al de la vida civil. Por justicia y por salud moral, ya que se evitarían –aunque no del todo– muchos desmanes de corrupción.

Evidentemente que el corrupto, aunque se le pagara bien, puede caer –y cae– en la tentación. Pero aparte de reseñar que mucha corrupción viene del paroxismo regulador, lo cierto es que hay que ponerse en serio a impedir que esa plaga nos arruine en la confianza y respeto que debería tener el político cara a los ciudadanos. Y digo lo de la regulación porque cuando por ejemplo, en sectores muy intervenidos, se produce el milagro de ganar una fortuna sólo con la firma de un funcionario, la comisión está servida. Cuanta más regulación más tentación. Hay, con seguridad, una gran mayoría de políticos honrados, pero los casos de corrupción ahora tan presentes hacen un daño terrible a la democracia, a la estabilidad social y política y a la confianza ciudadana. Quizá la corrupción sea el mayor azote de la salud de la democracia. Suele decirse que se prefiere a un listo que haga cosas aunque sea algo sinvergüenza, a un tonto virtuoso que no hace nada. Pero eso es un sofisma. Hay que tener listos virtuosos, que los hay, que hagan cosas útiles para la sociedad y no roben.

Resulta asimismo muy importante que los políticos, especialmente los líderes, tengan proyectos claros e ilusionantes, no solo basados en la protección social sino también en metas que tengan que ver con los valores que deben animar a los ciudadanos, como son el orgullo de ser españoles, el deseo de vernos respetados y queridos en la esfera internacional, la voluntad de hacer colectivamente tareas y proyectos que nos hagan más admirados etc., etc. Pero además deben los líderes políticos responder de lo que hacen sin echar balones fuera. Huir del populismo que, como dice Ariño, «se apresuran los que lo practican, en cuanto pueden, a ocupar las instituciones y transformarlas en organizaciones “populares”, con una pretendida presencia en ellas de lo que llaman “la gente”. Lo que la democracia “popular” ha supuesto allí donde ha existido ha sido la ocupación del Estado por el partido y la identificación de aquel con éste». La democracia representativa, que desde hace tiempo es el mejor invento para la salud cívica, la ejercemos para que gobiernen los elegidos, no para que disfruten de las gabelas del poder y nos devuelvan la patata caliente.

Tienen también los políticos el deber de luchar y dedicar sus energías al engrandecimiento de la Nación y no poner el punto de mira en los intereses del partido. Muchas veces los intereses del partido no coinciden con los intereses generales y aunque es doloroso para los políticos abandonar aquellos por éstos, tienen que hacerlo con generosidad y patriotismo. Hay muchos ejemplos –demasiados– en que ocurre lo contrario y ello empequeñece la talla moral de los que toman las decisiones partidistas.

Y finalmente en la crisis que hemos pasado y que aún perdura, en la que la clase alta no tiene clase, la clase media no tiene medios y la clase trabajadora no tiene trabajo, nos hacen falta políticos de altura, con ambición de mejora, carisma, valentía, honestidad, conocimientos, empatía y entrega. Seguro que es posible.

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea es numerario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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