¿Qué está diciendo Italia?

El resultado de las elecciones italianas debería constituir un mensaje claro para los líderes europeos: las políticas de austeridad que han implementado están siendo rechazadas por los votantes.

El proyecto europeo, idealista como era, siempre constituyó una iniciativa verticalista. Pero fomentar el gobierno de los países por tecnócratas, en una aparente burla de los procesos democráticos, y endilgándoles las políticas que conducen a la miseria pública generalizada, es algo completamente distinto.

Mientras los líderes europeos rehúyen el mundo, la realidad es que gran parte de la Unión Europea está en una depresión. La pérdida del producto en Italia desde el comienzo de la crisis es tan significativa como la de la década de 1930. La tasa de desempleo entre los jóvenes griegos supera actualmente el 60 % y la española, el 50 %. Con la destrucción del capital humano, el tejido social europeo está desgarrándose, y su futuro está siendo puesto en peligro.

Los médicos de la economía dicen que el paciente debe mantener su curso. Los líderes políticos que sugieren alternativas son tildados de populistas. La realidad, sin embargo, es que la cura no está funcionando y no hay esperanza de que lo haga –esto es, sin resultar peor que la enfermedad. De hecho, llevará una década o más recuperar las pérdidas incurridas durante este proceso de austeridad.

En breve, ni el populismo ni la cortedad de miras han conducido a los ciudadanos a rechazar las políticas que se les han impuesto. Lo han hecho al comprender que estas políticas están profundamente equivocadas.

Los talentos y recursos europeos –su capital físico, humano y natural– son los mismos hoy que antes de la crisis. El problema es que las recetas que se imponen conducen a una masiva subutilización de esos recursos. Sea cual fuere el problema europeo, una respuesta que implica desperdicios a tal escala no puede constituir la solución.

El diagnóstico simplista de la aflicción europea –que los países en crisis estaban gastando por encima de sus posibilidades– está claramente, al menos en parte, equivocado. España e Irlanda tenían superávits fiscales y bajos índices de deuda respecto de sus PBI antes de la crisis. Si Grecia fuese el único problema, Europa podría haberlo resuelto fácilmente.

Un conjunto alternativo de políticas ya ampliamente discutidas podría funcionar. Europa necesita un mayor federalismo fiscal, no solo una supervisión centralizada de los presupuestos nacionales. Por cierto, es posible que Europa no requiera la relación de dos a uno entre el gasto federal y el estatal que se da en Estados Unidos; pero claramente necesita un gasto mucho mayor al nivel europeo, a diferencia del actual minúsculo presupuesto de la UE (reducido aún más por los defensores de la austeridad).

También es necesaria una unión bancaria. Pero tiene que ser una unión verdadera, con seguros comunes para los depósitos y procedimientos comunes de resolución, así como una supervisión común. También habrá que tener eurobonos, o un instrumento equivalente.

Los líderes europeos reconocen que, sin crecimiento, el peso de la deuda continuará creciendo, y que la austeridad por sí sola es una estrategia anticrecimiento. Sin embargo, han pasado años y no se ha puesto una estrategia de crecimiento sobre la mesa, aún cuando sus componentes son bien conocidos: políticas que se ocupen de los desequilibrios internos europeos y del enorme superávit externo alemán, actualmente a la par del chino (y proporcionalmente más del doble respecto de su PBI). Concretamente, eso implica aumentos salariales en Alemania y políticas industriales que promuevan las exportaciones y la productividad en las economías periféricas de Europa.

Lo que no funcionará, al menos en la mayoría de los países de la zona del euro, es la devaluación interna –es decir, forzar los salarios y los precios a la baja– ya que esto aumentaría el peso de la deuda para los hogares, las empresas y los gobiernos (que en su inmensa mayoría mantienen deudas en euros). Y, como los ajustes en los diversos sectores ocurren a distintas velocidades, la deflación alimentaría masivas distorsiones en la economía.

Si la devaluación interna fuese la solución, el patrón oro no hubiese constituido un problema durante la Gran Depresión. La devaluación interna, combinada con austeridad y el principio del mercado único (que facilita la huida de capitales y la hemorragia de los sistemas bancarios) es una combinación tóxica.

El proyecto europeo fue, y es, una gran idea política. Tiene potencial para promover tanto la prosperidad como la paz. Pero, en vez de fomentar la solidaridad en Europa, está sembrando discordia al interior de los países y entre ellos.

Los líderes europeos reiteradamente prometen hacer todo lo necesario para salvar al euro. La promesa de hacer «todo lo necesario», efectuada por el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, logró brindar una calma temporaria. Pero Alemania ha rechazado continuamente todas las políticas que proporcionarían una solución en el largo plazo. Los alemanes, parece, harán todo, excepto lo necesario.

Por supuesto, los alemanes han aceptado a regañadientes la necesidad de una unión bancaria que incluya un seguro común para los depósitos. Pero el ritmo al que acceden a esas reformas está desfasado del de los mercados. Los sistemas bancarios en muchos países ya tienen respiradores artificiales puestos. ¿Cuántos más estarán en terapia intensiva antes de que la unión bancaria se haga realidad?

Sí, Europa necesita una reforma estructural, como insisten los defensores de la austeridad. Pero es una reforma en los acuerdos institucionales de la zona del euro, y no las reformas dentro de los países, lo que producirá el mayor impacto. A menos que Europa esté dispuesta a implementar esas reformas, puede tener que dejar morir al euro para salvarse a sí misma.

La Unión Económica y Monetaria de la UE fue un medio para un fin, no un fin en sí mismo. El electorado europeo parece haber reconocido que, si continúan los acuerdos actuales, el euro está socavando el propio propósito para el cual supuestamente fue creado. Esa es la sencilla verdad que los líderes europeos aún no han comprendido.

Joseph E. Stiglitz, a Nobel laureate in economics and University Professor at Columbia University, was Chairman of President Bill Clinton’s Council of Economic Advisers and served as Senior Vice President and Chief Economist of the World Bank. His most recent book is The Price of Inequality: How Today’s Divided Society Endangers our Future. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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