¿Qué fue de la literatura?

Mario Vargas Llosa escribió hace diez años un lúcido y profético ensayo, La civilización del espectáculo, y recientemente César Antonio Molina ha publicado el extraordinario ¡Qué bello será vivir sin cultura! Ambos tratan por igual, junto con L’après littérature, de reciente publicación en Francia por Alain Finkielkraut, la desasosegante realidad de que la Cultura, la gran Cultura, que suponía un esfuerzo y una ganancia espiritual sin par del ser humano, ha dejado paso a un inane y políticamente correcto entretenimiento con la anuencia de la sociedad, la industria y la crítica.

Hace unos años un escritor y crítico literario dijo en una entrevista algo que fue para mí providencial: “Hoy día nadie publicaría a Faulkner”. Ese aserto, con el que coincidía plenamente entonces y coincido más ahora, me hizo escribir un libro entero, donde me servía del hijo español de Faulkner, Juan Benet, para explicar mis ensayos literarios a la par que homenajeaba a uno de los más grandes escritores españoles.

En efecto, hoy día muy pocos editarían un libro de Faulkner, y no lo harían únicamente por la dificultad de sus textos, que requieren una gran concentración y un ingente esfuerzo del lector, sino porque en sus novelas del sur profundo de Estados Unidos, llenas de conflictos sociales brutales y conflictos no menos estremecedores del alma humana, ni las mujeres, ni los negros, ni los discapacitados, ni los niños y tampoco los animales son tratados con los algodones (nunca mejor dicho al tratarse de Misisipi) con los que hoy es más habitual tratar esos temas.

En las novelas de Faulkner, por poner un ejemplo excelso de narrativa que ha influido y perdurado, hay negros malvados, mujeres perversas y esclavistas bondadosos, y hay incluso oligofrénicos que narran con inocencia pura lo que nuestra razón nos imposibilita siquiera atisbar.

No, casi nadie publicaría hoy esos libros, ni los de Conrad con sus salvajes africanos o malayos, ni los de Onetti con sus suicidas, sus borrachos y sus putas inmundas y espantosas, y por supuesto nadie publicaría diarios con pasajes pedófilos como los de Gil de Biedma, y nadie lo haría porque hoy día la literatura parece haberse convertido en otra cosa, un timorato entretenimiento que quiere competir con el móvil y con las plataformas de streaming, y que sirve al público únicamente aquello que demanda para consumo rápido y de ocio banal.

Alguno quizá, por joven o por indocto, no lo sepa, pero no hace demasiado la literatura era una de las bellas artes que aspiraba, entre otras cosas y como siempre recordó Faulkner, a ayudar al hombre a resistir y a aguantar, inyectándole ánimos, haciéndole recordar el valor, el honor y la complejidad de nuestra alma, la esperanza y el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que ha constituido la gloria de su pasado.

Para conseguir acercarse a eso es necesario conocer a fondo al ser humano, hay que haber leído muchísimo y hay que trabajar las frases como si fuesen la última, buscando la forma perfecta (el estilo) que haga que los libros emocionen, impacten, subyuguen y nos cambien por dentro. La literatura, que no es otra cosa que el arte de la expresión verbal, es decir, un arte, etimológicamente viene de littera y dura, palabra que permanece, y para que las palabras cumplan su objetivo hay que despojar al lenguaje de la simple anécdota y los efectismos burdos. Si la literatura cree que puede competir con Netflix, está perdida.

La literatura, en resumen, no es (o mejor dicho, no era) el arte de “contar historias”, ni el arte de entretener al personal, ni una profesión de la que vivir, sino una disciplina artística en la que los escritores de raza dejan lo mejor de sí mismos durante mucho tiempo en la soledad más absoluta, intentando acercarse a la verdad.

En el caso que nos ocupa, los libros, se ha conseguido llamar literatura a cualquier cosa, y libros que hace unos años no hubiesen pasado el primer filtro de editoriales medio solventes son ahora los libros que ganan premios, publican los sellos prestigiosos y que la crítica pone por las nubes. Libros que sólo narran anécdotas de moda (nuevo realismo social, vuelta al campo, neocostumbrismo, feminismo, elogio del pueblo, pandemia, ciudades masificadas y soledad, sexualidad desaforada, asesinos en serie) y tramas hueras de serial televisivo. Libros sin léxico rico, sin adjetivación, con sintaxis anoréxicas, frases cortas y oraciones simples.

En esta civilización del espectáculo y la herejía lo que se premia no es la calidad del libro, sino las bienhechoras intenciones del autor o la autora. Sabemos desde André Gide que con buenos sentimientos sólo se hace mala literatura, y en esas estamos, porque ¿quién se atrevería hoy a decir que es bueno un libro en el que el exitoso y heroico personaje principal es un machista recalcitrante y maltratador? ¿Puede ser malísimo un libro que habla de la muerte de una niña enferma de un tumor cerebral narrado por su madre? ¿Reseñaría alguien como obra maestra una novela ambiciosa y perfectamente escrita que narre la brutalidad de un terrateniente sevillano en su cortijo olivarero?

Todo esto, me temo, no hará sino empeorar con una futura LOMLOE, donde se establece que tanto en Lengua como en Literatura se favorezca “un uso ético del lenguaje” y una “perspectiva de género” que “ayude a desterrar los abusos de poder a través de la palabra para favorecer un uso no sólo eficaz sino también ético y democrático del lenguaje”.

El fenómeno de travestismo literario de Carmen Mola ha echado más leña al incendio que describo: no sólo se ha recomendado (sin leerla siquiera) la lectura de una serie de novelas por tratarse de una mujer, algo ya de por sí discutible, es que las muchas editoriales, antiguamente convencidas de que lo suyo no era sólo un simple negocio, sino una industria con un apellido (cultural) que le hacía tener cierta responsabilidad con el tiempo, la sociedad, el arte y la historia, se han entregado a un mercado insaciable donde, como cantaba Aute, tanto vendes tanto vales.

Algo que, no se olvide, no se hubiese podido hacer nunca sin la ayuda de una crítica empeñada en dejar de influir, fuera de juego y a menudo pagada por los grandes grupos que publican dichos libros.

Faulkner sólo vendió libros, y no muchos, cuando tuvo el Nobel, pero gracias a un editor sureño que amaba la literatura esta cambió por completo en dos continentes. Muy pocos arriesgan hoy como aquel pequeño editor de Nueva Orleans.

Demasiadas cosas están agostadas en el panorama cultural en general y literario en particular, pero si sigo escribiendo mis libros, editando modestísimamente con mi dinero los de otros que ya murieron y publicando estas tribunas es porque, como decía Faulkner (quién si no), estoy convencido de que el ser humano prevalecerá, y de que también lo hará la Cultura con mayúsculas, esa que lleva elevándonos y haciéndonos mejores muchos siglos. Y porque sé que hay ahí fuera un puñado de lectores, unos pocos escritores y dos o tres editores que todavía saber perfectamente de qué estamos hablando cuando hablamos de literatura.

Rafael García Maldonado es farmacéutico, escritor y editor. Su último libro es Si yo de ti me olvidara, Jerusalén.

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