¿Que gobierne la lista más votada?

Hace ya unos años que en el PP algunos le vienen dando vueltas a una fórmula magistral para resolver buena parte de sus problemas que, como todo el mundo sabe, no siempre coinciden de manera milimétrica con los nuestros. Me refiero al intento de consagrar como norma de conducta política el criterio de que gobierne la lista más votada. Al margen de que la solución se da de bruces con los principios que inspiran el sistema político vigente, creo que es interesante caer en la cuenta de algunas implicaciones de esa idea que explican la clase de errores de fondo que están en la recámara de tal intención.

Empezaré por recordar la costumbre general, a derecha y a izquierda, de ensalzar el éxito del candidato o el partido más votado diciendo que ha ganado las elecciones por el mero hecho de haber tenido más votos que otros, cuando esta es una afirmación que dista mucho de ser cierta, porque en el sistema vigente en nuestra monarquía parlamentaria no se elige a ningún presidente sino a los miembros del Parlamento, ni a ningún alcalde, sino a los miembros del consistorio. Cosas de la democracia y de las leyes, que son reglamentos que permiten representar la realidad política y tratan de facilitar la formación de gobiernos estables, pero que, como es obvio, ni representan la realidad sin deformarla, un defecto que se puede achacar a cualquier mapa, ni pueden garantizar por sí mismos la gobernabilidad.

Las críticas a nuestro sistema electoral han menudeado, casi siempre con poco fundamento. Un argumento muy común se basa en sostener que el sistema prima a los nacionalistas, lo que no es sino una perezosa falsedad, porque quien ha favorecido a los nacionalistas de manera habitual ha sido el carácter casi cainita de las dos grandes formaciones del sistema dispuestas a hacer lo que fuere con tal de evitar que el rival pueda respirar. En esto, quien ha ido más lejos que nadie ha sido Pedro Sánchez que no ha dudado en hacer lo que a él mismo le parecía impensable y no le dejaba dormir, con tal de llegar al gobierno, y no creo que haya que extenderse mucho en explicar hasta qué punto ha lo ha hecho. Pero ha sido el que ha llevado más lejos esa tentación, no el único que ha optado por tal vía. Rajoy podría contar cómo perdió su reino no por caerse de un caballo, sino por confiar en la lealtad de los que había comprado sin pararse a pensar que otros que les dieran más podrían robarle el apoyo obtenido.

De todas maneras, nuestro sistema ha dado muestras de ser bastante flexible porque ha permitido resultados muy diferentes que reflejaban el éxito de las distintas propuestas. Desde los inicios hasta 1982 hubo cuatro partidos, dos grandes y dos menores (AP, UCD,PSOE, PCE); desde 1982 hasta 1993 el PSOE de González fue un partido hegemónico; luego el famoso bipartidismo imperfecto que ha durado hasta 2015, y, por fin, un parlamento muy dividido desde 2015 hasta ahora mismo. De cara al futuro, los sondeos parecen apuntar a una situación en que tres partidos bastante distintos obtengan en conjunto cerca del 80% de los escaños, salvo que alguien acierte a encontrar la fórmula política capaz de romper esa tendencia. Proponer que gobierne la lista más votada no ayudará nada a cambiar el panorama, aunque puede que incite a empeorarlo.

La conclusión más obvia de este somero análisis es que el sistema permite formaciones muy distintas y que forzarlo a aceptar el criterio facilón de hacer que gobierne la fuerza más votada puede ser política ficción, una especie de mentira piadosa para mostrar hasta qué punto son perversos los malos de preferencia, es decir, los adversarios de ese que gana sin ganar porque no tiene mayoría parlamentaria suficiente.

¿Qué es lo que oculta esa propuesta, digamos, presidencialista? En primer lugar, disimula una evidente impotencia: se quiere buscar una salida de socorro porque no hay confianza en lograr una mayoría de verdad como las que se han dado en ocasiones anteriores cuando las políticas parecían tener algo más de ambición. En segundo término, la fórmula solo tiene sentido si se considera como algo por completo contra natura la posibilidad de que haya pactos de gobierno que impliquen a fuerzas rivales, lo que ocurre, por ejemplo, con las grandes coaliciones que son frecuentes en Alemania. Claro es, se dirá, que en España no hay alemanes, pero no creo que eso sirva para considerarnos ni más inteligentes ni más dichosos.

Convendría reparar en que la razón por la cual se rechaza cualquier pacto que pueda implicar a la derecha y a la izquierda, por entendernos, se basa en dos consideraciones que debieran rechazarse. La primera es suponer que estamos en un estado de guerra y que, de la misma manera que Zelenski no puede pactar con Putin, es preferible que el país se vaya al carajo, más todavía, si cabe, a que puedan entenderse los eternos contendientes naturales; pero si la política es algo es el modo de perfeccionar las sociedades, es decir, es lo contrario de la guerra, que las destruye. La segunda razón tal vez sea todavía más inconfesable, el temor en unos y en otros a que si hicieren tal cosa pudieran ser devorados por sus adláteres y claro está que hasta ahí podíamos llegar.

En la cultura política vigente en España se da por descontado que todo pacto es una felonía, del mismo modo que se supone que cualquier forma interna de pluralismo en los partidos supone una asquerosa traición a lo único que no cabe discutir, el afán de victoria. Pero ese afán infinito por llegar a la Moncloa tiene cada vez menos atractivo para muchos votantes, al menos en el centro derecha: como ha recordado Miguel Ángel Quintanilla, el «suelo» electoral del PP en la etapa 1993-2011 está por encima del «techo» de la etapa 2015-2019, 9.850.000 votos frente a 6.150.000 como media, y algo parecido cabría decir del gran partido rival. ¿No les parece que da que pensar?

Esta merma de adhesiones solo puede explicarse por la ausencia de verdadera ambición política, por la pereza de instalarse en fórmulas gastadas, por el empeño en seguir hablando de posiciones meramente ideológicas y abstractas sin apenas compromiso con las necesidades y deseos de los ciudadanos, pero también con las limitaciones reales que se derivan de no vivir en Jauja. Esta castración de cualquier imaginación política suele llevar, en consecuencia, a la desdichada costumbre de hacer cuando se llega al gobierno algo que puede llegar a ser lo contrario de lo que los electores esperaban.

En esta perspectiva, la propuesta de que gobierne el que tenga el mayor número de votos reduciría a menos que nada la capacidad de los parlamentos para hacer leyes y controlar al Ejecutivo y la de los consistorios para determinar la política municipal. La representación se vería reducida a una caricatura mayor que la vigente, en que los que mandan en los partidos, dictan la política como si el parlamento no existiera y, de nuevo, podemos ver en Pedro Sánchez el campeonísimo de la tendencia, un personaje que, por ejemplo, ha cambiado sin pestañear una política exterior de decenios sin consultarlo con nadie y dando por hecho que la mera idea de debatir esa cuestión sea un despropósito.

Hacer política es imposible sin tener objetivos y da la sensación de que muchos políticos depauperan su oficio hasta el punto de convertirlo en un puro ascenso por la cucaña, sin necesidad de proponer nada ni de convencer a nadie. Cuando se tiene objetivos se pueden sugerir horizontes diferenciados a los electores y eso hace posible que, si no se logran mayorías suficientes, cuando llega la hora de gobernar pueda ser necesario entenderse con el adversario y hacerlo de forma que los ciudadanos comprendan que se busca un bien superior. Porque cualquiera puede entender que ganar las elecciones en un país en ruinas es peor que perderlas en un país que prospere, aunque no gobierne la lista más votada.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político.

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