¿Qué ha estado deteniendo a la izquierda?

¿Por qué los sistemas políticos democráticos no respondieron con la suficientemente antelación a los agravios que los populistas autocráticos han explotado con éxito? ¿Por qué no respondieron ante la desigualdad y ansiedad económica, la disminución del estatus social percibido y, ante el abismo entre las élites y los ciudadanos comunes? En caso de que los partidos políticos, en especial los del centro izquierda, hubieran ido tras la consecución de una agenda más audaz, tal vez se habría evitado el surgimiento de movimientos políticos nativistas de derecha.

En principio, una mayor desigualdad produce una demanda de una mayor redistribución. Los políticos demócratas deberían responder imponiendo impuestos más altos a los ricos y gastando lo recaudado en los menos favorecidos. Esta intuición se formaliza en un documento bien conocido en economía política, mismo que fue escrito por Allan Meltzer y Scott Richard: cuanto más amplia sea la brecha de ingresos entre el votante en la mediana y el votante promedio, mayores serán los impuestos y mayor será la redistribución.

Sin embargo, en la práctica, las democracias se han desplazado en la dirección opuesta. La progresividad de los impuestos a la renta ha disminuido, la confianza en los impuestos al consumo regresivos ha aumentado, y la imposición de impuestos al capital ha seguido a una carrera global hacia la baja. En lugar de impulsar la inversión en infraestructura, los gobiernos han aplicado políticas de austeridad que son particularmente dañinas para los trabajadores poco calificados. Se rescató a grandes bancos y corporaciones, pero no se rescató a los hogares. En Estados Unidos, el salario mínimo no se ha ajustado lo suficiente, lo que le permite su erosión en términos reales.

Parte de la razón para esto, al menos en Estados Unidos, es que la adhesión del Partido Demócrata a la política de la identidad (destacando la inclusión a lo largo de líneas de género, raza y orientación sexual) y a otras causas socialmente liberales se produjo a expensas de asuntos básicos relativos a ingresos y empleos. Como Robert Kuttner escribe en un libro de reciente publicación, lo único que faltó en la plataforma de Hillary durante las elecciones presidenciales del año 2016 fue clase social.

Una explicación es que los demócratas (y los partidos de centro izquierda en Europa occidental) congeniaron demasiado con las grandes finanzas y las grandes corporaciones. Kuttner describe cómo los líderes del Partido Demócrata tomaron una decisión explícita de llegar al sector financiero después de las victorias electorales del presidente Ronald Reagan en la década del año 1980. Los grandes bancos se tornaron en instituciones particularmente influyentes, no sólo a través de su influencia financiera, sino también a través de su control de puestos clave en el ámbito de formulación de políticas durante los gobiernos demócratas. Las políticas económicas de la década de 1990 podrían haber tomado un curso distinto, si Bill Clinton hubiera escuchado más a su Secretario de Trabajo, Robert Reich, académico y defensor de las políticas progresistas, y menos a su Secretario del Tesoro, Robert Rubin, un ex ejecutivo de Goldman Sachs.

Sin embargo, los intereses creados sólo sirven para explicar parte del fracaso de la izquierda. Las ideas han desempeñado por lo menos un papel importante. Después de que los shocks de la oferta de los años 70 disolvieran el consenso keynesiano de la era de la posguerra, y los impuestos progresivos y el Estado de bienestar europeo pasaran de moda, el vacío fue llenado por el fundamentalismo de mercado (también llamado neoliberalismo) del tipo defendido por Reagan y Margaret Thatcher. Aparentemente, parecía que la nueva ola había capturado la imaginación del electorado.

En lugar de desarrollar una alternativa creíble, los políticos del centro izquierda se dejaron absorber dentro de la nueva forma de hacer las cosas. Los Nuevos Demócratas de Clinton y los Nuevos Laboristas de Tony Blair actuaron como porristas alentando la globalización. Los socialistas franceses se convirtieron inexplicablemente en defensores de la liberación de los controles sobre los movimientos internacionales de capital. Su única diferencia con respecto a la derecha fueron los edulcorantes que prometieron en la forma de más gasto en programas sociales y educación – mismos que rara vez se hicieron realidad.

El economista francés Thomas Piketty ha documentado recientemente una transformación interesante en la base social de los partidos de izquierda. Hasta finales de la década de 1960, los pobres generalmente votaban por los partidos de la izquierda, mientras que los ricos votaban por la derecha. Desde aquel entonces, los partidos de izquierda se han visto cada vez más capturados por la élite bien educada, a quien Piketty llama la “izquierda brahmánica”, para distinguirlos de la clase “Mercante” cuyos miembros aún votan por los partidos de derecha. Piketty argumenta que esta bifurcación de la élite ha aislado al sistema político de las demandas redistributivas. La izquierda brahmánica no es amigable con la redistribución, porque cree en la meritocracia – es decir, cree en un mundo en el que esfuerzo es recompensado, y cree que es más probable que los bajos ingresos sean el resultado de un esfuerzo insuficiente que de la mala suerte.

Las ideas sobre cómo funciona el mundo también han jugado un papel entre los que no pertenecen a la élite, al amortiguar la demanda de redistribución. Contrariamente a las implicaciones del marco de Meltzer-Richard, los votantes estadounidenses comunes no parecen estar muy interesados en aumentar las tasas impositivas marginales superiores o en mayores transferencias sociales. Esto parece ser cierto incluso cuando están conscientes – y preocupados por – el fuerte aumento de la desigualdad.

Lo que explica esta aparente paradoja son los muy bajos niveles de confianza que tienen estos votantes en la capacidad del gobierno para enfrentar la desigualdad. Un equipo de economistas halló que los encuestados “preparados de antemano” por referencias a grupos de cabildeo o el rescate financiero de Wall Street muestran niveles significativamente más bajos de apoyo a las políticas contra la pobreza.

La confianza en el gobierno generalmente ha estado disminuyendo en Estados Unidos desde la década de 1960, con algunos altibajos. También existen tendencias similares en muchos países europeos, especialmente en el sur de Europa. Esto sugiere que los políticos progresistas que prevén un papel activo del gobierno en la reestructuración de las oportunidades económicas se enfrentan a una batalla cuesta arriba para ganar al electorado. El miedo a perder esa batalla puede explicar la timidez de la respuesta de la izquierda.

No obstante, la lección que los estudios recientes nos enseña es que las creencias sobre lo que el gobierno puede y debe hacer no son inmutables. Son susceptibles a la persuasión, la experiencia y las circunstancias cambiantes. Esto es tan cierto para las elites, como lo es para las no élites. Sin embargo, una izquierda progresista que sea capaz de enfrentar a la política nativista tendrá que ofrecer una buena narrativa, además de buenas políticas.

Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy School of Government. He is the author of The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy, Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science, and, most recently, Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy. Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.

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