¿Qué ha fallado en Cataluña?

¿Cómo es posible que siendo los catalanes tan listos, tan despiertos, tan organizados y modernos pudieran cometer los errores que han cometido?, nos preguntamos el resto de los españoles ante la baraúnda que han armado, tras ser famosos por «hacer de las piedras panes», según el refrán. La explicación más común es atribuirlo a su bipolaridad que hace pasar del seny a la rauxa sin solución de continuidad, también según la sabiduría popular. Me parece, sin embargo, demasiado simple para un asunto tan complejo y, tras darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que tiene mucho más que ver con las cualidades catalanas antes citadas, debidas a su vez a un hecho histórico que los nacionalistas catalanes se empeñan en ocultar: que, a diferencia de las demás comunidades españolas, llamadas antes regiones, Cataluña nunca ha sido un reino, es decir, un embrión de Estado. Emergió como «marca» (la Hispánica) del Imperio Carolingio, pasó luego a formar parte del Reino de Aragón, con condados de distintos tamaños e influencias, con el de Urgell, primero, y el de Barcelona, después, como primus inter pares, aunque siempre bajo la Corona aragonesa, y si hubo catalanes que la ciñeron, fue como reyes consortes, no como monarcas catalanes.

Este hecho, hoy anecdótico, tiene, sin embargo, una enorme trascendencia político-psicológica: los catalanes no tienen experiencia de gobierno por no haber gobernado nunca. Tienen, en cambio, una enorme experiencia en el comercio y la industria, hacia donde volcaron sus esfuerzos y afanes, sobrepasando al resto de las regiones españoles, haciendo de la necesidad virtud, con la consecuencia de ponerse a la cabeza del desarrollo nacional al llegar a la edad contemporánea. Lo corrobora que a la otra región que tampoco fue reino, el País Vasco, formada por señoríos unidos a la Corona de Castilla, le ocurrió exactamente lo mismo, incluso en su reivindicación independentista al entrar España en crisis tras desintegrarse su imperio.

Con lo que no contaba uno y otro territorio, mejor dicho, sus habitantes, es que su experiencia de gobierno era, y sigue siendo, prácticamente nula. La mejor prueba es que uno y otro nacionalismo, el catalán especialmente, han pintado la independencia como una especie de edén, donde se comen perdices y se vive feliz. Cuando gobernar, en su doble sentido de autoregirse y relacionarse con los otros Estados, es una de las artes más difíciles sobre todo en democracia, donde hay que coordinar los intereses y los deseos de la entera población, cuya diversidad, por más semejanzas que haya, constituye el gran desafío de todo gobernante. Lo están comprobando vascos y catalanes antes de ser independientes. Incluso si hubiere una mayoría pro independencia –algo que habría que calibrar muy bien para no cometer un error garrafal– poner de acuerdo al campo y a la ciudad, a conservadores y progresistas, a internacionalistas y xenófobos resulta tan difícil que ya Bismarck definió la política de Estado como «el arte de lo posible», aunque debería haber dicho «de lo imposible», al no poder contentarse a todos. Es como los independentistas catalanes proclamaron la República catalana sobre supuestos que no se ajustaban en absoluto a la realidad y tuvieron que recoger velas de inmediato porque ninguno de los supuestos en los que la habían asentado se sostenía. Ni el Gobierno español iba a aceptar la declaración de independencia cruzado de brazos, entre otras cosas, porque no tenía poderes para hacerlo, ni la Unión Europea iba a admitir la mutilación de uno de sus miembros, ni la comunidad internacional iba a reconocer tal cambio de fronteras, como ellos habían previsto. Más grave, si cabe, fue el desengaño interior: en vez de acudir en tromba empresas extranjeras a invertir en Cataluña, como habían anunciado, huyeron despavoridas las empresas catalanas, incluidas las punteras, mientras los indicadores económicos se desplomaron. El secesionismo ha sido la mejor máquina para empobrecer Cataluña, rebajar su prestigio y enfrentar a sus ciudadanos, los tres índices para calcular el nivel de una nación.

¿A qué se ha debido esta caída en barrena de la región hasta ayer más moderna y próspera de España? La primera y principal causa es la ya citada: los catalanes no tienen experiencia de gobierno, y al no tenerla, le aplican las normas de lo que realmente saben: el comercio, los negocios, las transacciones de todo tipo. Sin haberse enterado de que se trata de labores completamente distintas y en muchos aspectos, opuestas. Se puede ser un gran comerciante, un gran fabricante, un gran hombre de negocios y ser un pésimo gobernante. Las normas y reglas que rigen en una y otra actividad tienen poco que ver, como muestra el fracaso de personalidades al pasar de un mundo a otro. En el comercial y empresarial, lo que se busca es la ganancia, el provecho, la cuenta de resultados, sin dar mucha importancia a cómo se logra. Gobernar, en cambio, significa aunar voluntades, no dividirlas, convencer, no solo vencer, hallar el denominador común de un pueblo por encima de las naturales diferencias que pueda haber entre sus individuos y comunidades. Esa cualidad que Artur Mas vendía como la gran baza catalana cara a la independencia, la «astucia», sirve de poco cuando se trata de crear un Estado-nación de corte moderno. Los catalanes no tienen experiencia en ello por no haber gobernando, ni siquiera autogobernado. Han cedido esa labor al resto de los españoles, dedicándose ellos a producir y comerciar, lo que hay que reconocerles han hecho muy bien. Pero conducen con luces cortas, no saben organizar la seguridad interior, ni un Ejército, ni las relaciones internacionales, ni todo eso que podríamos llamar «las pesadas cargas del Estado». Acabamos de comprobarlo ante el fracaso rotundo que han cosechado en esos terrenos pese al dineral que se han gastado en ellos. Un andaluz, un gallego, un castellano, un aragonés, un valenciano y el resto de las variedades del español tiene más idea de lo que es política de Estado que un catalán. Digo esto no en sentido peyorativo, porque el catalán tendrá mejor idea comercial que ellos, y el mundo moderno se funda precisamente en el comercio. Aparte de caminar hacia los grandes bloques en vez de hacia las viejas naciones, el mayor fallo del nacionalismo catalán. Tras ser los más modernos, son hoy anacrónicos.

Si los españoles, ahora ya en sentido general, fuéramos capaces de aprender de nuestros errores, la lección que aprenderíamos del último lance, aún no terminado, es que si España ha sobrevivido a los muy diversos desafíos a lo largo de cinco siglos es precisamente por su pluralidad, por necesitarse unos a otros para compensar las deficiencias que todos y cada uno tenemos, en vez de divergir y pelearnos, como venimos haciendo. Eso sí, sin privilegios de ningún tipo para nadie. Me temo, sin embargo, que pese a aún estar colgados del abismo, no acabemos de deshacernos de ese complejo que nos hace creernos superiores a los vecinos. Lo sentiría, porque si España necesita a Cataluña, Cataluña necesita aún más a España. Lo dice su élite, que no es la clase política, sino la empresarial, que ya ha votado por España con los pies.

José María Carrascal, periodista.

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