¿Qué hacemos ahora los peruanos con la vida y la previsible muerte de Alberto Fujimori?

En lo que va del siglo XXI, América Latina ha visto morir a cinco dictadores. El paraguayo Alfredo Stroessner y el chileno Augusto Pinochet en 2006. Siete años después, en 2013, les tocó el turno al venezolano Hugo Chávez y al argentino Jorge Rafael Videla.

Tres años más tarde, murió el patriarca de la dictadura más longeva de la región, Fidel Castro, que ascendió al poder en 1959 y no se apeó de él sino hasta 2006, cuando gravemente enfermo cedió el control del país a su hermano Raúl Castro, primero de forma provisional y luego, definitivamente, en 2008. Falleció ocho años después, en 2016. Cuba, gobernada ahora por el ex número dos de Raúl Castro, sigue siendo una dictadura conocida por reprimir violentamente a sus opositores.

De todos ellos, el único que murió en la cárcel fue Jorge Videla. El único que murió en el poder, Hugo Chávez. Hay un abismo enorme entre estas dos muertes, no solo porque ocurrieron en lugares radicalmente distintos: uno confinado en una solitaria celda del Penal Marcos Paz en las afueras de Buenos Aires; el otro en una privilegiada habitación del Hospital Militar de Caracas. También porque Videla murió repudiado por la mayoría de sus compatriotas y a nadie, ni dentro ni fuera de Argentina, se le hubiera ocurrido reivindicar el sangriento legado de su dictadura a su muerte. El periodista Francisco Peregil, corresponsal de El País en Buenos Aires, escribió entonces: “En un país tan dividido (...) ayer se produjo un gran consenso: el excomandante en jefe del Ejército, el que fuera presidente de hecho entre 1976 y 1981, murió donde tenía que morir, tras ser juzgado y condenado en democracia”.

Por su parte, Chávez murió aclamado y llorado por buena parte de sus compatriotas, que —como escribió en su momento el periodista venezolano Rubén Machaen— parecían haber perdido a un “papá”. Otro periodista venezolano, Albinson Linares, describió con precisión en su libro El último rostro de Chávezel duelo que siguió a la muerte del dictador: “Del 5 al 12 de marzo Venezuela vivió un duelo oficial donde ciudades y pueblos quedaron sumergidos en un tiempo hueco entre el llanto y la quietud. Eran horas nonas, donde una parte del país veía desde la televisión a la otra parte que le rendía tributo a Hugo Chávez en los funerales de Estado más fastuosos de la era moderna de la nación”.

He pensado mucho últimamente en estas muertes y en cómo fueron procesadas, haciéndome siempre la misma pregunta: ¿Cómo vivirá el Perú la próxima y previsible muerte de su último dictador, Alberto Fujimori, un hombre de 83 años, aquejado de diversas enfermedades, que ha pasado más de una década en prisión? La pregunta ha tomado un cariz distinto ante su liberación, cortesía de un cuestionado fallo del Tribunal Constitucional (TC) peruano, que restaura el indulto humanitario concedido en 2017 por el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski.

Como todo en el Perú, el indulto y la consecuente libertad del exdictador han partido al país prácticamente en dos. Según dos encuestas publicadas la semana pasada, días después de que se conociera la decisión del TC, entre 52% y 48% de los peruanos está en contra del indulto, mientras que entre 43% y 46.3% se encuentra a favor.

Como indicó hace unos años el antropólogo, sociólogo y politólogo Julio Cotler, uno de nuestros intelectuales más respetados, buena parte de la identidad del país “está signada por el fujimorismo”. Lo dijo en 2012, pero estas palabras de Cotler siguen siendo ciertas 10 años después: “La economía está marcada por las reformas que impuso, la política sigue el patrón personalista que implantó y, por último, para que funcione el sistema político se requiere del aval de Fujimori: nombrar al Defensor del Pueblo o a los miembros del Tribunal Constitucional depende, en buena medida, de las negociaciones políticas que se lleven a cabo con su representación política”.

Incluso, la inagotable crisis política en que vive el Perú desde hace cinco años se originó en buena medida debido a la disputa de los dos principales propietarios de esa “representación política”, sus hijos Keiko y Kenji Fujimori, que hasta hace poco luchaban de forma descarnada por el legado del padre y el control del partido que lo reivindica.

La sombra de Fujimori planea sobre nuestra débil democracia desde hace más de 20 años, luego de que abandonara el poder al huir a Japón en 2001, en medio del escándalo de corrupción desatado por los videos de su mano derecha, Vladimiro Montesinos, quien compraba lealtades políticas para su socio con torres de billetes en una mal iluminada oficina del Servicio de Inteligencia Nacional y se grababa en el esfuerzo. Y esa sombra no tiene visos de abandonarnos.

Pese a sus condenas por secuestro, homicidio calificado y delitos de corrupción, y a que cuenta aún con distintos juicios pendientes, la imagen y legado del exdictador es todavía motivo de disputa entre los peruanos. Y, al parecer, la balanza no se inclina del lado de quienes condenan sus fechorías. En 2017, un estudio de opinión de la consultora GfK preguntó a los encuestados si consideraban a Fujimori “un gobernante de mano dura, que perpetró crímenes contra la población e implantó una dictadura” o “un gobernante de mano dura, que acabó con el terrorismo y disminuyó los conflictos sociales”. 37% eligió la primera opción; 55% la segunda.

No se ha vuelto a hacer un estudio similar, pero me inclino a pensar que los resultados hoy no serían muy diferentes.

¿Qué ocurrirá cuando muera en los próximos años, previsiblemente fuera de la cárcel, Alberto Fujimori? ¿Sería mejor que el exdictador muriera en prisión cumpliendo sentencia por sus delitos o que muriese en su casa gozando de la clemencia de un Estado democrático pese a todo, pero que en parte debe su endeblez y precariedad a su legado?

No son preguntas nada sencillas. Y, lastimosamente, no veo a muchas personas haciéndolas ni mucho menos buscando respuestas.

Por supuesto, no veo en ese empeño a nadie del gobierno de Pedro Castillo, preocupado en su mera supervivencia frente a los varios escándalos de corrupción que van semana a semana cerrando el cerco en torno al presidente. Un gobierno que, además, manejó de forma torpe hace solo unos meses la muerte del excabecilla del grupo terrorista Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, cuyos restos fueron cremados casi dos semanas después de un debate tan intenso como innecesario y previsible.

Visto los antecedentes, me asusta pensar cómo lidiaría este gobierno con el fallecimiento de nuestro último dictador en una celda a su cargo. Y, pese a que no colaboran en absoluto varios de los seguidores de Fujimori —entre ellos su médico personal y actual congresista del partido liderado por su hija, quien han aprovechado la ocasión para reivindicar una dictadura injustificable—, me parece que una hipotética muerte en la cárcel, hoy más lejana debido a la discutible rehabilitación de un indulto injustificado en su momento, paradójicamente acercaría a Fujimori más a la adoración mortuoria que produjo Hugo Chávez que al repudio generalizado que produjo Jorge Videla a su muerte.

Quizá sin saberlo, y aun habiendo obrado de forma poco responsable y transparente, los tres magistrados que han decidido poner en libertad a Fujimori nos han hecho un favor a largo o mediano plazo. Quizá una muerte en libertad agitará algo menos las inflamadas llamas de la hoguera política peruana.

No tengo cómo saberlo con certeza, lo que sí sé es que deberíamos empezar a prepararnos como país para cuando llegue el momento, porque incluso en ese escenario la muerte del exdictador pondrá a prueba, una vez más, las endebles costuras —o hilachas— de nuestra democracia.

Diego Salazar es periodista y autor del libro ‘No hemos entendido nada: Qué ocurre cuando dejamos el futuro de la prensa a merced de un algoritmo’.

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