Tras las elecciones de ayer, volvemos a enfrentar la doble incertidumbre de si las nuevas Cortes serán capaces esta vez de investir un gobierno y de cuál será su composición política. Desde luego la existencia de opciones diferentes implica que la agenda que se proponga el nuevo gobierno puede ser radicalmente distinta en muchos campos muy relevantes como la política económica, la política social, las relaciones con los socios europeos, la educación, etc., etc. Sin embargo, la duda sobre qué fuerzas políticas liderarán el gobierno no debería afectar, aunque suene extraño, a las reformas que se han de emprender para luchar contra la corrupción.
Desde principios de 2013 los españoles han colocado a la corrupción como el segundo problema público del país tras el desempleo, y los principales partidos políticos han situado el combate contra la misma en un lugar destacado de sus programas electorales y de sus declaraciones públicas. Parece evidente que el nuevo gobierno, sea cuál sea su composición, tendrá que proponer de manera prioritaria un conjunto de reformas para enfrentarse a este problema. Y aquí en realidad no hay muchas alternativas de acción disponibles. No hay políticas anticorrupción de izquierdas o de derechas. Sólo hay buenas (efectivas) y malas (ineficaces) formas de combatir la corrupción. Por tanto, si el nuevo gobierno quisiera ir en serio en este terreno importa bastante poco en qué campo ideológico se sitúe. Es mucho más trascendental conocer si realmente tiene una verdadera voluntad de mejorar los niveles de integridad y decencia públicas.
Si fuera éste el caso, si el nuevo gobierno se propone realmente combatir la corrupción con eficacia, me permito sugerirle una agenda compuesta por tres elementos principales: evitar errores, reducir las oportunidades para la corrupción y rebajar la percepción de impunidad. Pero antes de desarrollar estos tres puntos, conviene partir de la idea de que luchar contra la corrupción no es un problema criminológico sin más, sino que exige la mejora del funcionamiento de nuestro sistema político en general. Por tanto, una estrategia contra la corrupción equivale a una estrategia de buen gobierno, esto es, exige mejorar la calidad de nuestras instituciones de gobierno. Y ésta no es una tarea sencilla. La prueba está en que sólo un puñado de sociedades del planeta ha conseguido construir un orden de gobernanza que deja poco espacio a la corrupción.
Pero si nos fijamos en las enormes diferencias de calidad de gobierno entre países que comparten condicionantes estructurales muy parecidos como Costa Rica y sus vecinos centroamericanos, Chile y Argentina o Estonia y Lituania, entenderemos que siempre existe un cierto margen para tomar decisiones sobre diseño institucional y para cambiar las prácticas políticas que abren oportunidades de cambios decisivos. En el caso español, la grave crisis económica iniciada en 2008 ha servido de catalizador para sacudir los cimientos de nuestro sistema político y ha avivado un profundo sentimiento de malestar con su funcionamiento que supone una coyuntura crítica favorable para introducir los cambios adecuados que permitirían mejorar la calidad de nuestras instituciones de gobierno. Para tal fin necesitamos poner en marcha una estrategia que contenga los tres puntos a que me referido antes.
Para empezar, es muy importante evitar caer en errores frecuentes. Se trata de plantear el problema de la corrupción y el buen gobierno en sus justos términos: ni demasiado amplios, ni demasiado reducidos. Tan equivocado es ampliar el foco del problema a todo el orden constitucional de 1978 o poner en cuestión los límites de la comunidad política, como si una nueva constitución o la fragmentación del país en diversas comunidades nacionales fueran a mejorar la calidad del sistema político por sí solas, como reducirlo hasta la inacción frente a la corrupción o, lo que es incluso peor, a la realización de reformas cosméticas o lampedusistas que no entran al fondo del problema y sólo buscan dar la apariencia de que algo se hace a costa de generar más frustración y malestar.
El segundo elemento de la estrategia consiste en reducir las oportunidades para la corrupción. Algunas instituciones públicas se ponen con demasiada facilidad al servicio de intereses particulares con grave quebranto del interés general: se contratan trabajadores públicos despreciando los principios de mérito y capacidad y sometiéndolos, por encima de sus deberes profesionales, a la ciega lealtad hacia quien los ha colocado; se otorgan contratos públicos no a quien haya presentado la mejor oferta para los intereses de la Administración, sino a quien se comprometa a vehicular parte de los recursos públicos obtenidos para otros fines (financiación del partido de gobierno, etc.), aunque para ello haya que aceptar modificaciones sobrevenidas del importe del contrato que acaban disparando el precio final que se paga por ellos; etc. Se trata de poner fin a la colonización política de las administraciones públicas. Para ello es crucial reforzar e incentivar la imparcialidad de los funcionarios y promover las alarmas tempranas de las irregularidades posibles mediante la protección de los denunciantes. A su vez es necesario desarrollar programas de prevención adaptados a cada organismo público para la gestión adecuada de los conflictos de interés a que se vean expuestos sus integrantes.
Por último, debemos reducir la percepción de impunidad. Hay que reforzar los controles efectivos sobre el poder ejecutivo (en sus diversos niveles nacional, autonómico y local, incluyendo todos los entes públicos). Para ello, es imprescindible vigorizar el papel de control del poder político por parte del sistema judicial. En este terreno hay mucho por hacer: garantizar la independencia/imparcialidad de tribunales, fiscalía y policía judicial; e incrementar su capacidad de acción dotándolo de más medios, reformando por completo el proceso penal (y no precisamente en la línea en la que ha ido el Ministro Catalá), alargando las prescripciones de los delitos relacionados con la corrupción e incrementando sus sanciones. Además, los demás mecanismos de control del poder del sistema político habrían de robustecer también su capacidad e imparcialidad: los órganos de control contramayoritario (como el CTBG, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, la agencias reguladoras…), los medios de comunicación (despolitización de los públicos y reducción de la dependencia política de los privados vía autorizaciones y subvenciones), y la ampliación de los órganos de control ciudadano para aumentar la responsabilidad de los propios ciudadanos en la persecución de la corrupción.
Fernando Jiménez Sánchez es profesor de ciencia política en la Universidad de Murcia y experto del GRECO (Consejo de Europa).
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1º Volver a una Intervención general del Estado, en sus tres niveles, integrada por funcionarios de carrera no elegidos ni sometidos a poder político, tanto ejecutivo como legislativo.
2º Reducir a unos pocos los asesores y, en general, los cargos de libre designación.
3º Potenciar los cuerpos de élite de la AGE, de las CCAA y de los Ayuntamientos, y siempre atendiendo a al mérito, capacidad e independencia.
4º Exigir un mínimo de conocimientos en las diversas ramas del saber a quienes se presentan a un cargo electo, atendiendo a su capacidad en las diversas áreas.