Qué hacemos en Cataluña

No quisiera caer en el tópico de ser original si digo que en Cataluña el Gobierno tiene que hacer poco y sin que se note mucho; otra cosa es el Partido Popular. Desde luego este comentario deprimirá al más pintado. No obstante, lo vengo repitiendo desde hace un año, en que manifesté que con Artur Mas no había que negociar sino tratar y que él sacaría sus propias conclusiones. Ya las tiene. Y ¿ahora qué?

Menéndez y Pelayo pensaba que el español tenía tendencia a la acción y un editorialista del Newsweek hace poco parecía confirmarlo: «España es más el fruto de sus excesos que de sus carencias». Con estos antecedentes lo normal es que se diga en la calle que hay que hacer algo. Pero una sociedad no es sólo acción, también es reflexión y organización, y las más desarrolladas combinan con equilibrio esas características. Reflexionemos por tanto primero y organicemos bien después lo que vayamos a hacer (solo buenas cosas) porque Cataluña somos nosotros mismos.

Cosa distinta es que parezca que no se hace nada. Quizás sea esto lo que alarma. Pero el Gobierno hacer, sí que hace: ha conseguido para no perder la compostura que a los catalanes los asusten otros. Que nadie piense que si un día Joaquín Almunia expone que no cabe un encaje europeo con una Cataluña independiente es porque tiene un mal día o que si el catedrático Antoni Zabalza ( ElPaís 2012/Esade 2013) presenta un saldo real fiscal catalán incontestable, es porque necesitaba hacer otra tesis doctoral, o que si un marroquí predica entre sus compatriotas el soberanismo subrepticiamente en Barcelona y amanece en Rabat, es por pura casualidad...

La dura realidad es que en Cataluña, con una de las mayores autonomías de Europa, los independentistas han prendido un fuego totalitario que consume a familias enteras: hijos que han dejado de ir a comer a casa de sus padres, amigos que prefieren no quedar, novios que rompen, miedo a hablar en el trabajo. El fenómeno es tan preocupante que hasta el pirómano Junqueras se disfraza ahora como Mortadelo de bombero y comparte, incluso, las emociones de la «Roja» para suavizar. Pero el problema ya no son ellos, sino cómo reconducen la situación. A veces piden auxilio, pero auxilio para qué, ¿para volver al buen camino o para que les facilitemos la sedición? Imposible conocer cuándo dicen la verdad.

Para frenar esta deriva, escenarios de actuación con la Constitución en la mano hay muchos, pero lo constitucional no es pacífico. Desde luego, como siempre ocurre, para saber qué hay que hacer hay que empezar por definir lo que no hay que hacer. Y lo que no hay que hacer es lo siguiente:

a) Nada que suponga ni remotamente el uso de la fuerza en Cataluña. Por lo general cuanta más razón se tiene, menos necesidad tenemos de utilizarla.

b) Nada que recuerde a una campaña electoral con catalanes estelares, desde Boadella a Gasol, ofreciendo testimonio de su españolidad; o reclamos publicitarios dando fustazos de concienciación. ¡Qué más querrían los menos sensatos que gozar de esa oportunidad para contraatacar desde una TV3, poco democrática, veinticuatro horas al día!

c) Nada de agobiarnos y reaccionar a manifestaciones como la de la Diada o a las impertinencias cotidianas de Artur Mas. Son derechos a respetar y además no son actos de trascendencia jurídica.

Dentro de todo este desvarío hay un concepto claro: «Más difícil que frenar un intento de sedición, es lograrlo». Y para ello se precisa nuestro concurso: cometer errores de bulto que puedan manipularse y sugerir una discrecionalidad que compense sus ilegalidades. Es imposible que Cataluña se separe de España si no es revitalizando el estatut de Zapatero, improvisando el federalismo de Rubalcaba, aceptando el derecho a decidir de Cayo Lara o secundando la miopía de algunos votantes del PP con su: «no compréis productos catalanes». Sería también superfluo un referéndum no vinculante, y gratuito otro a nivel nacional que, aún ganándose, exacerbara el orgullo catalán tornándolo mayoritariamente catalanista.

Una vez señalado lo que no se puede hacer, veamos cosas que tal vez pudiéramos considerar:

Primero: observar. Las cambiantes declaraciones, plazos y propuestas de CiU y ERC demuestran su inseguridad con los pasos a dar y calan en la inquietud catalana. Cuanto más retrasen sus decisiones, que es lo que prefieren, el clima social se les hará más insostenible. Mas tiene la difícil obligación de acertar, a Rajoy le basta con la de no equivocarse.

Segundo: explicar. El presidente del Gobierno en sus comparecencias rutinarias debería lanzar algunos mensajes: a) de cariño: todos los españoles son aceptados en este país y nadie les va a impedir perseguir sus ideales aunque sean de independencia; b) de autoridad: ningún planteamiento soberanista puede perjudicar a España o a Europa basándose en el incumplimiento de la ley o de los tratados y c) de futuro: los proyectos del Estado en Cataluña –citando las cifras más significativas– seguirán materializándose como hasta ahora.

Tercero: Las respuestas que pretende dar el PP en Cataluña con el «derecho a saber» son de lo más procedentes dentro de su línea de oposición, pero inapropiadas desde el Gobierno de la Nación.

Cuarto: Poner un poco de orden. Como no se puede hacer nada hasta que la Generalidad de Cataluña incurra en actos contrarios a la ley (declaración unilateral de independencia o convocatoria de referéndum) y parece que no lo hará…, en vez de esperar a lo que no va a ocurrir, sería práctico afrontar lo ya ocurrido. Un ejemplo en materia de enseñanza: inhabilitar a los funcionarios insubordinados del Departament d´Ensenyament de la Generalitat, que tipifica el Código Penal, por incumplimientos de sentencias; y en los casos de incapacitaciones no acatadas, con agravantes y mayor razón. Seríamos más eficaces suspendiendo con determinación a esos u a otros funcionarios desleales, que apuntando al Govern cuyos ilícitos penales son por ahora calculadamente de boquilla.

Y¿si a algunos de estos desafueros correspondiera cárcel? Entonces, sin duda, los afectados deberían haberlo pensado antes. Cataluña precisa un nuevo liderazgo que recomponga la paz interior y la reintegre en España. Después de lo experimentado, veo factible ese liderazgo en una coalición entorno a Ciudadans, que durante este proceso ha sido el partido más a la altura de las circunstancias. Su líder, Albert Rivera, un hombre de identidad, cada vez se hace más evidente, y ofrece una pedagogía que Cataluña necesita para no quedarse atrás. El catalán, por lo general, es un hombre ordenado y con educación, y responde a ello. Anhela líderes con fundamento y un uso prudente del dinero. Ambas cosas las echa en falta porque, me temo, ha puesto su esfuerzo detrás de prioridades equivocadas.

José Félix Pérez-Orive Carceller

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