¿Qué hacemos para que la violencia nos importe? Escuchar a sus víctimas al oído

La policía forense de Venezuela examina la escena de tres homicidios en Caracas, en noviembre de 2016. Crédito Meridith Kohut para The New York Times
La policía forense de Venezuela examina la escena de tres homicidios en Caracas, en noviembre de 2016. Crédito Meridith Kohut para The New York Times

La policía mató a Rafael, el hijo de Luciene Silva, cuando arreglaba una bicicleta en la Baixada Fluminense, en las afueras de Río de Janeiro. Luciene y Rafael vivían rodeados de escuadrones de la muerte y traficantes de drogas, pero ella pensaba que su familia estaba segura porque no le debía nada a nadie.

Miguel Molina, un excriminal del barrio caraqueño de San Agustín, empezó a matar a los 17 años para que no lo mataran. Miguel está en una silla de ruedas con tres balas en la espalda. El chico que le disparó está muerto.

El Indio, un policía de Soyapango, un municipio en el área metropolitana de San Salvador, se mudó dos veces por las amenazas de las pandillas, pero una noche de noviembre del año pasado contaba que ahora era más fácil hacer su trabajo porque disparaba contra cualquier persona de la que sospechara fuera un pandillero.

¿Tú qué harías si la mayoría de los policías que ejecutaron a tu hijo siguieran en libertad, como le ocurrió a Luciene Silva, o si te amenazaran con que te van a matar después de asesinar a tus tíos y primos, como le pasó a Miguel Molina? Responder estas preguntas puede ayudarnos a entender que los que matan y mueren no son números, sino personas que se parecen más a nosotros de lo que pensamos.

América Latina es una región sin guerra pero escenas como estas han hecho que el número de homicidios supere al de muchas partes del mundo en guerra.

Más de 2,3 millones de personas han sido asesinadas en lo que va del siglo; casi la población de Medellín, la ciudad más violenta del mundo a principios de la década de los noventa. Sin embargo, a diferencia de una guerra, la violencia que vemos en América Latina no arrasa las grandes ciudades, no genera protestas públicas masivas y tampoco se investiga para llevar a los culpables ante la justicia.

Una razón es que las mayores tasas de homicidios de los países latinoamericanos se concentran en un puñado de calles en lugares marginados, como la Baixada Fluminense, San Agustín o Soyapango. En estos sitios la violencia se ha normalizado.

La inseguridad es una de las principales preocupaciones de los latinoamericanos, pero para muchos es más una percepción que un peligro real. Aun cuando los índices de violencia han aumentado en la región, casi nunca aumentan para todos. Por ejemplo, en Ciudad de México, los homicidios subieron un 40 por ciento en los últimos seis años, pero los asesinatos se siguen cometiendo prácticamente en los mismos lugares que antes. La mayor parte de los homicidios ocurren fuera de las zonas más acomodadas, donde los ciudadanos pueden ejercer sus derechos o al menos reclamarlos.

Aunque separados a veces por unos pocos kilómetros, entre estos dos mundos se ha creado un abismo emocional. Cuando nos enteramos de cuántas personas mueren al día ya no nos alarmamos, y si preguntamos quién muere lo hacemos para corroborar que fue otro. Cerrar ese abismo —al acercar a quienes viven en contextos de violencia y quienes viven fuera de ellos— es uno de los primeros pasos para empezar a solucionar la endemia de homicidios en América Latina.

Es casi imposible que solo por medio de un dato o estadística alguien cambie de opinión. Tampoco se le puede exigir a la población que interrumpa su vida y se sume a la causa de la lucha contra los homicidios. Pero se pueden crear narrativas para que quienes protagonizan y sufren la violencia cotidiana nos cuenten sus historias y nos ayuden a entenderlas y conmovernos con ellas. Debemos usar la empatía para movilizar un cambio de mentalidad que lleve a tomar acciones más efectivas contra la violencia.

La historiadora de la psicología Susan Lanzoni define la empatía —un sentimiento que tiene el 98 por ciento de la población mundial— como la capacidad de entender emocional y mentalmente la vida de los otros. Para especialistas en primates como Frans de Waal, la empatía es la capacidad cognitiva de desarrollar interés por otra persona y, en consecuencia, preocuparnos por ella. Aunque la muerte de un desconocido puede resultarnos ajena, conocer su historia puede ayudar a identificarnos con esa persona.

Para el filósofo Roman Krznaric, creador del Museo de la Empatía —que muestra, entre otras experiencias, cómo es ser refugiado o crecer en una zona de guerra— las historias tienen el poder de influir mentes y motivar a la acción. Una de las piezas centrales de este museo itinerante literaliza la frase “ponerse en los zapatos del otro”. Te invita a caminar más de un kilómetro con los zapatos de un refugiado sirio, un veterano de guerra o una prostituta mientras escuchas un audio con sus historias.

En septiembre de 2017, nosotros hicimos un experimento similar en Medellín. Instalamos una cabina telefónica en la que víctimas, activistas y criminales contaban sus historias sobre la violencia y después formulaban una pregunta. El receptor escuchaba y se daba cuenta de que al otro lado de la línea había personas que tomaban decisiones en contextos donde la violencia marcaba cada faceta de sus vidas. Quizás si uno se pusiera en su lugar, haría lo mismo. O quizás no, pero quienes escuchaban lograban entender por qué lo hacían.

Cuando Edna Souza contaba al receptor cómo su hijo Alef nunca regresó de casa de un amigo en Fortaleza, Brasil, y preguntaba: “¿Qué harías si la policía matara a tu hijo como mató al mío?”, la persona que escuchaba en la cabina no permanecía indiferente. Algunos respondían que no podían imaginarlo, otros que lucharían como ella hasta obtener justicia.

Cuando el exparamilitar Carlos Andrés Cárdenas contaba que se había unido al conflicto armado colombiano para defenderse de la guerrilla —que le había matado a varios amigos y familiares— y preguntaba qué hubieran hecho en su lugar, algunos respondían que también se habrían armado y otros que jamás le perdonarían el daño causado.

Hasta ahora, al abordar la epidemia de violencia en América Latina hemos caído en una simplificación: reducir el problema a lo que percibimos y convertir a sus protagonistas en estereotipos. Las víctimas son héroes y los perpetradores, villanos. Y esto ha llevado a apoyar políticas de seguridad de mano dura que han dejado altos costos de derechos civiles y humanos. Después de más de una década de guerra contra el narcotráfico, 2017 fue el año más violento de la historia moderna de México. En 2003, Francisco Flores, entonces presidente de El Salvador, anunció el Plan Mano Dura para combatir a las pandillas y, quince años después, el país más pequeño de Centroamérica es el más violento del mundo. Brasil, en donde el ejército está a cargo de la seguridad de Río de Janeiro, rompió el año pasado su récord como la nación con más homicidios del mundo: 175 personas fueron asesinadas al día. Sin embargo, conocer estas cifras alarmantes no ha disminuido la proliferación de estrategias de seguridad centradas en la mano dura por toda la región.

Las políticas de cero tolerancia a la violencia han colapsado las cárceles, han criminalizado a los jóvenes y han significado un enorme gasto público. Su fracaso es, en parte, responsable de que América Latina sea la región más violenta del mundo. No obstante, la percepción de que son una solución sigue siendo más poderosa que la realidad: el 61 por ciento de los latinoamericanos apoya políticas represivas y militaristas.

Es necesario luchar contra políticas basadas en el miedo hacia el otro y generar nuevas maneras de enfocar el problema de la violencia; narrativas que expliquen por qué matamos más que en cualquier otra parte del planeta. Solo así podremos exigir que se apliquen medidas que sí sean efectivas contra el homicidio, como la vigilancia comunitaria, el patrullaje inteligente y una reforma policial.

Esto ya ha empezado a ocurrir. En años recientes, Bogotá, São Paulo y San Pedro Sula han reducido los homicidios entre un 70 por ciento y un 90 por ciento al generar estrategias que permiten atacar la desigualdad, el desempleo y la fragilidad del imperio de la ley en lugares con altos niveles de homicidios.

Medellín es el mejor ejemplo de reducción de homicidios en la región. En 1991 murieron asesinadas 6809 personas (395 homicidios por cada cien mil habitantes). La década de los noventa fue el momento más violento de la ciudad: el narcotraficante Pablo Escobar había iniciado una guerra contra el Estado y en las calles convivía la violencia del Cartel de Medellín, los paramilitares, la policía y la de los carteles contrarios a Escobar.

Entender y comunicar es la única forma de generar empatía. Pero no hay que esperar a que más gente muera para empezar a desarrollarla. El primer paso es que todo esto nos importe antes de que la mortandad se vuelva incontenible, como ocurrió en Medellín.

A pesar de la adopción de políticas policiales punitivas, el homicidio en América Latina ha crecido hasta quintuplicar la media mundial. Los gobiernos deben entender que la respuesta no es la mano dura.

No debemos albergar, sin embargo, grandes expectativas de que el gobierno lo entienda por su propia voluntad. El cambio debe empezar de abajo hacia arriba, conectando las comunidades —periodistas, sociedad civil y academia— para abordar esta dramática realidad de manera directa, no a través de percepciones o intereses. Esto implica escuchar de cerca las historias de horror que sufren a diario miles de latinoamericanos.

Solo así se puede crear una ciudadanía consciente, a la que le importe que seamos la región donde se cometen cuatro de cada diez homicidios en el mundo y presione para poner en práctica legislaciones y políticas públicas que al fin hagan que se mate menos en nuestro continente.

José Luis Pardo Veiras y Alejandra Sánchez Inzunza son fundadores de Dromómanos, una productora de proyectos periodísticos regionales. Actualmente, coordinan En Malos Pasos, una investigación sobre homicidio en los siete países más violentos de América Latina.

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