Pese al respaldo internacional con el que cuenta, el Gobierno de Karzai apenas controla la mitad del territorio de su país, por lo que puede decirse que Afganistán ha entrado en la senda de los Estados fallidos.
Asistimos también a una reactivación de los atentados, aunque éstos no pueden ser atribuidos a una insurgencia unida y disciplinada. Son más bien el fruto de una variedad de elementos anti-gobierno dispersos en su naturaleza y ubicación geográfica, a los que caben añadir grupos de criminales y narcotraficantes en el norte y de talibanes en el sur. Todos ellos tienen intereses muy diversos entre sí.
El modelo de seguridad estadounidense, basado esencialmente en acciones militares, está fracasando, si no ha fracasado ya. La Operación Libertad Duradera genera enfrentamientos en casi la mitad de los distritos del país, y con ello imposibilita el acceso de la ayuda humanitaria. Así que la seguridad en Afganistán pasaría más por focalizarla en la reconstrucción, el desarrollo (dirigido a las infraestructuras y los servicios básicos para la población) y el restablecimiento del Estado de derecho. En definitiva, defenestrar la Operación Libertad Duradera y unificar todas las misiones en curso bajo un solo concepto de la seguridad: reconstrucción y apoyo al establecimiento del Estado de derecho. Y en todo caso habría que sustituir las operaciones de combate por algo más parecido a operaciones de mantenimiento de la paz con cobertura de la legalidad internacional y en el marco del consenso de la OTAN y la ONU.
La próxima conferencia de junio en París debería de convertirse en una ocasión para redefinir las operaciones. Focalizar la seguridad en las operaciones de combate no produce más que una radicalización de las posiciones y el rechazo de la población civil, y no ofrece ninguna solución a la dependencia del exterior. París podría ser el marco adecuado para consensuar un modelo de intervención internacional basado en un pacto global entre todos los actores implicados, la seguridad indirecta y la mejor coordinación de la ayuda humanitaria.
Entrar en un sistema de transacciones con los señores de la guerra parece inevitable. De hecho, es más plausible que combatirlos por la fuerza, pues teniéndolos fuera del sistema continuarán sustentando sus Estados paralelos, enfrentados a Kabul y organizados en torno al narcotráfico y las milicias bien remuneradas.
Con la situación actual, resultan muy complicados el desarme, la recolocación de las huestes de cada cual y la aceptación de cultivos alternativos (cuyo éxito, por lo demás, sería dudoso, dados los réditos que genera la adormidera). Por el contrario, intentar integrarles a cambio de incentivos tales como una mayor descentralización del poder y una reubicación de la producción del opio hacia el sector médico y farmacéutico, podría suponer el inicio del control a largo plazo de provincias convertidas en estos momentos en Estados paralelos hostiles.
La aceptación de la población local es un factor clave para la consolidación de la presencia internacional en Afganistán. En aquellas zonas en que han funcionado bien se ha instalado la visión de que las tropas internacionales les están ofreciendo infraestructuras que repercuten en su bienestar. Por ello, lo que hay que vender es la idea de que la presencia internacional está destinada al triángulo reconstrucción-desarrollo-capacitación.
La Unión Europea está en estos momentos formando a la policía afgana con la intención de que en un futuro pueda hacer frente por sí misma, y sin la ayuda externa, a la situación del país.
La necesidad de tropas internacionales en Afganistán es indiscutible, pues las fuerzas gubernamentales afganas no pueden poner orden por sí mismas. Aún más, dada la extensión del territorio, serían necesarios alrededor de 85.000 soldados internacionales, en vez de los 60.000 actuales. Pero el envío de más tropas debe ir ligado a incrementar de un modo muy sensible el apoyo a la reconstrucción y no a la extensión de los combates.
Empieza a discutirse en España la conveniencia de que nuestro país mantenga sus tropas en Afganistán, unas tropas claramente destinadas a ayudar en la reconstrucción y no a participar en ningún combate. Pues bien, en las zonas en que España está operando, nuestro país se ha ganado una amplia aceptación y es identificado con la atención a la población local y el apoyo a hospitales. La conveniencia de la presencia española en ese país también radica en su utilidad para nuestros servicios de inteligencia en la lucha antiterrorista, ya que existe un eje España-Afganistán para la formación y el reclutamiento de yihadistas dispuestos a atentar.
Los españoles no podemos abandonar Afganistán a su suerte, tanto por solidaridad con una misión justa y útil como porque nuestra presencia allí nos permite dotarnos de mayores instrumentos para la información sobre el terrorismo, para la prevención de atentados, en definitiva.
En el no menos importante marco regional, la colaboración de Pakistán, con una nueva coyuntura política más propicia, debería propiciar el control del santuario de combatientes yihadistas de Waziristán, la frontera porosa de la que éstos se sirven para penetrar en territorio afgano y luego replegarse, y donde han impulsado madrasas a su conveniencia.
María Amparo Tortosa Garrigós, experta en misiones con organismos internacionales en zonas en conflicto.