Qué hacer con el Consejo General del Poder Judicial

La Justicia es una señora embarazada permanentemente de problemas. Testimonio acaso de su fecundidad, pero lo cierto es que todos le agradeceríamos una cierta contención. A veces, sin embargo, del parto sale una criatura rolliza. Tal es el caso de la sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo del pasado 27 de noviembre por la que se anulan algunos nombramientos de magistrados en ese Alto Tribunal. Como se sabe, la promoción a esa elevada categoría dentro de la carrera judicial se alcanza por el nombramiento del Consejo del Poder Judicial, refrendado por el ministro de Justicia, constituyendo ésta su atribución más importante, pues las demás del Consejo podrían ser asumidas sin dificultad por otros órganos del Estado (tal ocurriría con la potestad disciplinaria o la de formación de jueces).

La singularidad de la nueva sentencia radica en que se ha erigido la falta de motivación en un vicio irremediablemente anulatorio. Algún ingenuo podría preguntar: ¿pero es que en España se designa a un magistrado del Tribunal Supremo sin motivar las razones de tal nombramiento? Por raro que parezca, así es: el acceso de un magistrado a una plaza en ese Tribunal -plaza codiciada por varios al mismo tiempo, como es lógico-, se puede llevar a las páginas del BOE sin explicar por qué se prefiere a uno y se posterga a otro.

El asunto viene de lejos. Ya una sentencia del mismo Tribunal Supremo de 30 de noviembre de 1999 abordó esta cuestión. Se trataba entonces de cubrir la vacante de la Presidencia de una Audiencia Provincial, a la que concurrían tres magistrados. El Consejo nombró a uno de ellos sin más motivación que la referencia escueta a sus propias competencias contenidas en la ley. Fue precisamente la Asociación Jueces para la Democracia la que interpuso entonces el recurso, invocando la exigencia de que los actos discrecionales debían ser motivados. El Tribunal Supremo lo desestimó porque los nombramientos de carácter discrecional se fundan en motivos insusceptibles de control jurisdiccional, ya que «la simple expresión del ejercicio de la facultad discrecional es el verdadero fundamento o motivación de aquél».

Esta forma de razonar -tan de brocha gorda- no pasó desapercibida en medios profesionales solventes, y así, Mariano Bacigalupo le propinó un enorme varapalo desde una revista especializada propugnando que en tales nombramientos se exigiera la acreditación de los fundamentos formales y materiales de la resolución adoptada.

A tales críticas hay que agregar las que se han formulado, ya con mayor amplitud y alcance, en algunos libros capitales dedicados en los últimos años a la Administración de Justicia en España, como es el caso del demoledor -y acaso por ello bastante silenciado- de Alejandro Nieto El desgobierno judicial (Trotta, 2004). A la voz y a las denuncias de Nieto se hallan unidas las bien sonoras de los catedráticos Francisco Rubio Llorente y Ramón Parada Vázquez, o la del magistrado Andrés Ibáñez, entre otras.

Es muy probable que sea en parte el humus producido por estas reflexiones poco complacientes las que hayan llevado al Tribunal Supremo a rectificar (a mi juicio, in melius) su doctrina anterior en la sentencia de 29 de mayo de 2006, reiterada en otra posterior de 27 de noviembre del mismo año (no referidas al ascenso al Tribunal Supremo, sino a otros nombramientos discrecionales). El argumento ha sido en todos estos casos el de que «precisamente porque el margen de actuación del Consejo es amplísimo no puede ser ilimitado, pues son límites de su actuación la observancia de los trámites procedimentales, el respeto a los elementos objetivos y reglados, la eventual existencia de una desviación de poder, la interdicción de los actos arbitrarios y los que incidan en una argumentación ajena a los principios de mérito y capacidad...». De otro lado, el Tribunal Supremo recuerda algo elemental, y es que el artículo 137.5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial establece que «los acuerdos de los órganos del Consejo siempre serán motivados».

Llegamos así a la última de estas sentencias, la del 27 de noviembre, relacionada ahora con magistrados de la Sala de lo Social del Tribunal Supremo. Se anulan de nuevo los nombramientos realizados por el Consejo tras una meritoria argumentación que concluye señalando: «Una importante meta constitucional debe ser disipar cualquier sombra de sospecha sobre que la proximidad ideológica, partidaria o simplemente asociativa, pueda ser el componente principal de las decisiones que sobre nombramientos judiciales ha de adoptar el Consejo General del Poder judicial; y que la justificación y objetivación de los nombramientos judiciales, en los términos de profesionalidad que han sido apuntados, es el mejor camino para ahuyentar aquellos riesgos de sospecha y fortalecer esa confianza social en la Justicia sin la cual no puede hablarse de verdadero Estado de Derecho». La sentencia contiene algunos votos particulares de especial relevancia por el prestigio profesional de quienes los firman. Pero sus razonamientos, a mi juicio, no logran desvirtuar el núcleo esencial del bien trabado fallo de la mayoría.

Aunque éste no será el final del camino, pues la polémica continuará, pienso que esta doctrina se irá perfilando con el tiempo para adquirir contornos más precisos y seguros. Lo indudable es que no se podrá volver a los nombramientos en puestos clave de la organización judicial construidos sobre esos conceptos flexibles y de escaso rigor tantas veces empleados por el Consejo como los de «amplia cultura jurídica», «dilatada trayectoria profesional», «elevado carácter técnico de sus resoluciones»...

A la vista de esta evolución, se impone una pregunta. Si tenemos que motivar las decisiones, si tenemos que observar un procedimiento riguroso, si hemos de valorar unos méritos, ¿no estamos en puridad inventando el concurso, aunque la sentencia trate de evitar esta palabra? Porque lo cierto es que lo llamemos como queramos, los argumentos del Tribunal Supremo usados en las sentencias citadas nos llevan a descubrir el mediterráneo del concurso o, si se prefiere, un sucedáneo bastante logrado. ¡A estas alturas! Y ¡a tales horas!, podría añadirse como don Quijote a la vista de los leones.

Por ello, la forma más sencilla de evitar embrollos sería rectificar el artículo 326 de la Ley del Poder Judicial que dispone que «la provisión de destinos de la carrera judicial se hará por concurso... salvo los de presidentes de las Audiencias territoriales, Tribunales Superiores de Justicia y Audiencia Nacional y presidentes de Sala y magistrados del Tribunal Supremo». Con suprimir la salvedad, bastaría para acomodarse a las exigencias del Alto Tribunal. En el concurso o su sucedáneo se establecerán los criterios que han de servir para el ascenso de un magistrado, y en los mismos ha de quedar claro qué es lo que se valora y cómo se valora.

Ahora bien, llegados a este punto surge otra pregunta que ya produce un agobio mayor y una suerte de desazón constitucional. Para resolver este tipo de concursos ¿necesitamos 20 profesionales elegidos por las formaciones políticas en el Parlamento? ¿No sabemos que, como ha escrito Rubio Llorente, «la tendencia a incrementar su propia fuerza está en la naturaleza de los partidos, como está en la de los intermediarios financieros aumentar sus beneficios»? Personalmente tengo el pálpito, desde mi pequeñez provinciana, de que, al final, nos veremos obligados a hacer acto de contrición y reconocer sin más «el fracaso del autogobierno judicial», título precisamente de un libro de Iñiguez Hernández de inminente publicación (en Aranzadi-Civitas).

Ante tantas voces que por aquí y acullá, desde distintos rincones del espacio político, reclaman la modificación de la Constitución, ¿no es el momento de incluir al Consejo entre tales preocupaciones y, llegado el caso, pensar en el alivio que produciría aligerar el organigrama?

Francisco Sosa Wagner, catedrático de Derecho Administrativo.