Qué hacer con el Valle de los Caídos

La voluntad de resituar la memoria histórica y, por tanto, la interpretación sectaria, hipócrita y malsana del desbarajuste franquista que se ha ido desarrollando en estos años, ha logrado algunos resultados en la reconsideración moral y civil de las víctimas y en la eliminación de algunos testimonios que perduraban como homenajes a la indignidad de la victoria y la represión. El proceso es lentísimo, a menudo por culpa de la oposición o la abstención beligerante del PP, empeñado en reservar la historia como una munición para guerrear para posibles retornos. Pese a esto, se han retirado algunos monumentos al dictador, se han cambiado nombres de calles y plazas, se ha modificado el contenido agresivo de algunas lápidas.

Y, durante el proceso, ha sido una sorpresa darnos cuenta de la cantidad de rememoraciones franquistas que dejó en pie la transición sin ninguna advertencia crítica. Otra de las sorpresas, si damos un repaso por los pueblos castellanos, es constatar que aún hay muchos en los que la plaza del Generalísimo Franco o la calle del 18 de Julio suplantan nombres tradicionales que, quizá después de tantos años, incluso han perdido todo sentido y arraigo. ¿Y en cuántas instituciones públicas y privadas pervive la lápida dedicada a los "Caídos por Dios y por España", sin siquiera haberse generalizado con el sacrificio del otro bando?

Hay que reconocer que no es fácil lograr una limpieza total, sobre todo si se escucha a los partidos nostálgicos que no entienden la democracia como algo transformador. Aunque quizá tampoco es cuestión de preocuparse en exceso. Poco a poco todo se irá esfumando y se integrará en nuevos recuerdos transformadores. Pero hay un episodio demasiado importante para dejarlo de lado: el mamotreto del Valle de los Caídos, monumental tumba de Franco y José Antonio, construido con la explotación de prisioneros políticos, manifiesto del nacionalcatolicismo más rancio, en el mismo ombligo de esa especie de patria que cada día se proclama contra las libertades nacionales. ¿Sustituiremos los rótulos y vamos a mantener el Valle de los Caídos como una atracción para los que piensan en los recuerdos de otra España?

No creo que nadie tenga ningún programa para librarse de este monumento al fascismo y al nacionalcatolicismo. Para empezar, deberíamos saber quién paga los gastos y las amortizaciones. Aclararlo y actuar en consecuencia quizá daría soluciones provisionales. Pero no bastaría con ello. Y estoy seguro de que es difícil ofrecer soluciones radicales porque, entre todos los monumentos de la época, es el más feo, el menos reutilizable y el más difícil de derribar. Deberían tomarse decisiones muy valientes y traumáticas que de momento no figuran en la actual atmósfera política.

La fealdad del Valle de los Caídos no es solo un problema de mal gusto: es un problema de incultura polí- ticamente programada. La Universidad Laboral de Gijón y el Valle de los Caídos son los dos monumentos más significativos de la arquitectura fascista española, una arquitectura proclamada por los regímenes totalitarios, con ejemplos modélicos en Roma, Berlín y Moscú, y con imitaciones en varios satélites políticos. Corregirlos es difícil y convertirlos en un clasicismo correcto es imposible. Así pues, solo existe la posibilidad de disfrazarlos y dejarlos como una caricatura apayasada. A ver cuál es el escenógrafo que se atreve a la broma y el sarcasmo.

La dificultad de una radical reutilización que superara el símbolo y la representatividad es menos problemática. Habría que empezar por eliminar de él el culto católico y luego ensayar algunas posibilidades, desde alojar otros cultos que no rememoraran el nacionalcatolicismo sino las cuatro décadas de persecuciones religiosas e ideológicas, hasta montar en él un centro de ferias y congresos, pasando por los consabidos recursos del departamento universitario, la biblioteca y la sala de conciertos pop o la discoteca multitudinaria sin limitación de ruidos en su entorno.

La dificultad de un derribo total es evidente, pese a que el paisaje mejoraría si lo convirtiéramos en una ruina romántica con la cruz troceada y las esculturas decapitadas. Pero existe el peligro de una transferencia de imaginarios colectivos que quizá acabaría reforzando los mismos contenidos simbólicos. No obstante, hay algunas modestas aproximaciones posibles. La primera e indispensable es trasladar las dos tumbas a un cementerio normal de cualquier pueblo castellano. Sin los restos de Franco y José Antonio, todo sería distinto. La segunda es suprimir los símbolos del fascismo y del catolicismo fascista. Quizá llegaríamos a construir una semirruina sin ideología, esperando otras épocas de mayor decisión política y mayor presión popular.

En resumen: trasladar los restos respetando su intimidad espiritual, airear el tufo reaccionario de fray Justo Pérez de Urbel, disfrazar la arquitectura fascista, darle uso civilizado y democrático, abrir la puerta a la diversidad. Entre todos estos caminos, ¿no hay alguno que permita empezar a remover las injusticias del monumento?

Oriol Bohigas, arquitecto.