¿Qué hacer contra la barbarie?

Vistos con la perspectiva que da el tiempo, Osama Bin Laden y su organización, Al Qaeda, parecen relativamente previsibles y, aunque temibles, obedecen a cierta lógica. El objetivo de Bin Laden era destronar a la familia reinante de Arabia Saudí y, respaldado por el pueblo árabe, en su imaginación, hacerse con el poder en su lugar. Esta revolución habría convertido de inmediato a Bin Laden en el protector de los lugares sagrados del islam y, en consecuencia, en el nuevo califa del mundo musulmán. Al atacar Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, un acto de guerra, Bin Laden esperaba debilitar al principal apoyo del régimen saudí, incluso empujarlo a abandonar a la dinastía Saud. En esta guerra asimétrica, Bin Laden recurrió a dos armas no del todo nuevas que ya se habían probado durante la Segunda Guerra Mundial: masacrar a civiles inocentes para desmoralizar al adversario y utilizar a kamikazes. Por horribles que fuesen estas armas y por megalómana que fuese su estrategia, era posible entender a Bin Laden. Sin duda, resulta más fácil hacer esta interpretación ahora de lo que lo fue en su momento: está claro que la respuesta occidental en Afganistán, y después en Irak, no fue apropiada, visto todo, una vez más, con la perspectiva que da el tiempo. Una destrucción dirigida contra Al Qaeda habría sido más oportuna que el intento, todavía no coronado por el éxito, de imponer el Estado de Derecho y la democracia en los dos países invadidos.

Lo cual nos lleva a preguntarnos por los sucesivos atentados terroristas perpetrados por yihadistas autoproclamados en París el 13 de noviembre de 2015, en Ankara, en Grand-Bassam (Costa de Marfil) el domingo pasado, y en San Bernardino (California) el pasado 2 de diciembre. En San Bernardino, la pareja «yihadista» afirmó pertenecer a Daesh, organización con la que, según parece, no tenía ningún contacto. Estos atentados ya no imitan a los del 11 de septiembre ni a los perpetrados en la estación de Atocha de Madrid el 11 de marzo de 2004. Aunque sean igual de bárbaros, ya no vemos dentro de qué gran estrategia se inscriben. Bin Laden era un poco racional, los nuevos bárbaros no lo son en absoluto; o, al menos, sus motivos nos resultan completamente ajenos. Esta nueva generación de yihadistas está compuesta por auténticos nihilistas, aunque ellos no lo sepan: ¿quién puede creer que sus masacres conducirán a la creación de un nuevo califato en Nigeria, Mali, Libia o Siria? ¿Quién puede creer que este nihilismo del terror congregará jamás a su alrededor a la masa inmensa de los musulmanes, árabes y no árabes, que practican un islam moderado y no yihadista?

Tenemos aquí a los occidentales, pero también a los musulmanes, enfrentados a una nueva barbarie, más irracional e imprevisible que la de Bin Laden. Aún no se ha hallado una estrategia de respuesta, de lo que dan testimonio las dudas de Occidente, que se implica un poco, pero no demasiado, en el terreno militar en Oriente Próximo y en África. Los dirigentes del mundo musulmán ya no tienen una visión clara de sus intereses: tienden a anteponer sus ambiciones nacionales y sus lealtades tribales a la defensa del islam frente al nihilismo yihadista. No nos corresponde hablar por los musulmanes, pero lamentaremos igual que ellos que las voces del islam moderado se hagan oír tan poco.

En cuanto a Occidente, no se concibe de momento ninguna respuesta aparte de la relacionada con la seguridad y muy específica. Criticar al «islam» en general, como hace en este momento en Estados Unidos el demagogo Donald Trump, no serviría más que para aumentar el número de yihadistas y, lo que es peor, conferirles una especie de legitimidad como defensores de su fe. Un discurso como el de Trump no les facilita la tarea a los musulmanes moderados y es perjudicial para nuestra seguridad porque agranda la cantera de posibles reclutas entre las poblaciones musulmanas que viven en Occidente, incluido Estados Unidos. Probablemente no quede otro remedio, durante los años venideros, que reforzar los dispositivos de seguridad, lo que, inevitablemente, restringirá nuestras libertades. La negativa de Apple a permitir que el FBI acceda a los datos de un teléfono codificado que perteneció a los terroristas de San Bernardino es algo magnífico en principio, pero en realidad, irresponsable y suicida. Los dirigentes de Apple son muy amables al querer proteger nuestra vida privada –y sus intereses comerciales– pero, sin seguridad policial, ya no tendremos ninguna vida privada. Estamos, lo queramos o no, inmersos en un conflicto de características nuevas, en el que la invocación de los viejos principios conduce de forma irremediable a la derrota.

Guy Sorman

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