Qué hay de nuevo

El ya inminente escrutinio, que revelará cuál es la magnitud del cambio político largamente anunciado en nuestro país, aparece como la única respuesta posible a todas las dudas y preocupaciones que afectan a la vida pública. Como si el recuento electoral fuese a despejarlo todo y, en esa medida, como una invitación a que no nos hagamos demasiadas preguntas. Los propios destellos de la campaña, sin duda entretenida, han acabado restando interés a lo que está en juego, hasta el punto de que no lo sabemos a ciencia cierta. Es como si la política se hubiese reconciliado, de pronto, consigo misma y los espectadores nos hubiéramos conformado con ello. A base de ocupar minutos televisivos se ha vaciado el debate sobre lo que se quiere y lo que se podrá, sobre lo que sería mejor y lo que resultaría inconveniente. Y entre las cuestiones que se han disipado está la de las novedades que introduce realmente la nueva política. Cuando no hay que esperar al domingo para descubrirlas, sino que convendría cerciorarse de ellas antes de ir a votar.

Demos por supuesto que la nueva política, la que representarían Podemos y Ciudadanos, o si se quiere Albert Rivera y Pablo Iglesias, ha irrumpido en escena porque el bipartidismo no podía seguir acaparando la representación de la pluralidad social. El recuento de papeletas del domingo señalará hasta qué punto eso es así, y revelará también en cuánto distorsiona esa pluralidad el sistema electoral “del 78”. Al tiempo que determinará la fuerza de implosión que los emergentes induzcan en los tradicionales. Sin embargo es la otra parte de la explicación la que merecería un examen más riguroso antes y después del 20 de diciembre, la que situaría a la nueva política como “eso” que ha derribado las barreras de poder e influencia que hacían de la vieja política un bastión inalcanzable para los ciudadanos. Rajoy y Sánchez acartonados y crípticos, Iglesias y Rivera empáticos y locuaces. No se establece tanto una dialéctica entre la forma y el fondo del hecho político, como una ilusión visual entre discursos que se solapan con las maneras de conducirse en público. Como si la política “de partido” entendida al modo de las formaciones tradicionales se viese superada por algo que aparentaría ser el “no partido”: una manifestación espontánea de autenticidad ciudadana.

La pregunta inmediata es si, por seguir con las comparaciones, la nueva política es más transparente, más participativa, más abierta que la anterior. Me inclino a pensar que no o no demasiado. Las estructuras organizativas y los procesos de decisión en los partidos tradicionales describen pirámides y círculos que se encierran sobre sí mismos, mecanismos de depuración e intriga que no se desvanecen ni a base de primarias y un sentido de la disciplina que coarta el debate interno y acaba con la disidencia centrifugándola. Pero las siglas de la nueva política no han podido mejorar eso ni sobre el papel. Basta fijarse en los estatutos de Podemos o en el funcionamiento de Ciudadanos para concluir que no dejan de ser un calco del centralismo democrático y las prevenciones vaticanas. O constatar los índices de participación de los inscritos en la primera opción y la falta de información sobre la pulsión deliberativa entre los integrantes de la segunda para temer que asistimos a un juego de apariencias. No hay más que recordar cómo se confeccionaron las listas electorales.

Aun a riesgo de ser injusto, creo necesaria una aproximación más crítica respecto al simpático descaro de los emergentes antes de que sea tarde. Porque aunque a estas alturas ya no sepamos enunciar con una frase qué es lo que nos jugamos el domingo, hay algo propio de la jornada electoral: el contrato que se establece entre los electores y los electos. Cuya naturaleza, en el caso de la nueva política, resulta cuando menos evanescente. Aunque también podría objetarse que calculada. Es tan natural el cansancio por lo previsible que resulta la política tradicional –empezando por sus incumplimientos y las coartadas que ofrece a la corrupción– que da carta de naturaleza a la aparente imprevisibilidad de la nueva política como si fuese buena por ello. Quién y cómo se administrarán las confianzas depositadas en las urnas son las cuestiones que despiertan más evasivas por parte de los nuevos dirigentes políticos. La causa es muy obvia. Si los líderes de la vieja política se trastabillan a cada paso con sus respectivos programas, el gesto de rotundidad con que los emergentes defienden sus propuestas no puede disimular esa mirada perdida de quien tampoco está seguro de lo que habla. Inseguridad que se transmite sin querer hasta con las mejores maneras.

Kepa Aulestia

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