¿Qué hemos hecho para merecer esto?

EL 22 de agosto de 1980, Francisco (69 años) y María Luisa (58), padres de cuatro hijos, reciben una carta de la organización terrorista nacionalista vasca ETA en la que, bajo amenaza de muerte, les da un plazo de quince días para irse de Irún. Dos años antes, como acredita la Dirección de la Guardia Civil, ambos figuraron en los panfletos que con el nombre de «Informe Euskadi» fueron lanzados en la ciudad con datos de «personas acusadas de pertenecer a colectivos que habitualmente eran objetivos de ETA». En concreto, su profesión, domicilio y teléfono, además de las mentiras y calumnias habituales en ETA para justificar un posterior asesinato, anunciado en la propia carta: «Algunos no hicieron caso anteriormente de advertencias parecidas y se les trató como les correspondía».

Esa misma mañana se personan en la comisaría del Cuerpo Nacional de Policía con el anónimo recibido. En la certificación policial que da fe de los hechos consta el texto íntegro de la carta. En el marco de otro procedimiento judicial, un inspector de la misma comisaría declaró que la amenaza era cierta y grave, y que debían marcharse.

A primeros de septiembre, agentes de dicha comisaría se personan en su domicilio, conminándoles a abandonar inmediatamente la ciudad por su seguridad, lo que hacen esa misma tarde: escoltados, son acompañados al tren rumbo a Madrid, donde residen familiares. Dejan atrás cuatro hijos, domicilio, amigos, raíces y consulta profesional. Delante, el vacío.

Treinta y ocho años después, sus hijos solicitan a la Dirección General de Víctimas del Ministerio del Interior el reconocimiento de la condición de amenazados por terrorismo a título póstumo. Nada más. Sin embargo, el Estado se cubre de gloria desestimando «la solicitud de ayuda presentada», cuando no pidieron ninguna.

La justifican por la inexistencia de «medios de prueba tasados para confirmar la existencia de amenazas: sentencia firme, apertura de diligencias judiciales o incoación de proceso penal para el enjuiciamiento del delito», exigidos por el art. 3 bis de la Ley de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo «para que opere el sistema de ayudas y prestaciones reguladas por la ley». No es el caso.

Varios son los motivos que originan este tipo de resoluciones incomprensibles e inaceptables para las víctimas del terrorismo de ETA. Uno, que los órganos del Estado no han entendido nunca la verdadera dimensión de aquel. Así, los amenazados por ETA no tuvieron visibilidad y existencia legal ¡hasta 2011!, aunque de modo insuficiente y deficiente, como revela el caso que relato, porque esa Ley ignora –no existen– a los miles de amenazados, fallecidos o no, que quisieran únicamente ser reconocidos como tales sin pretensión económica o asistencial ninguna. La Ley lo hace imposible al exigirles inadecuadamente los medios de prueba requeridos para el sistema de ayudas y prestaciones que contempla.

Además, la Ley desconoce totalmente el contexto social y político padecido por los miles de amenazados por ETA. En el caso que relato, seis días después de comparecer en la comisaría de Policía, ETA asesinó a un vecino. Ese mismo año fueron 47 los asesinados en Guipúzcoa.

Sólo desde el desconocimiento y la ignorancia puede exigirse que los afectados pierdan el tiempo en denuncias judiciales (inútiles por otra parte, como revelan los más de 300 asesinatos todavía sin resolver). ¿Qué más debían haber hecho Francisco y María Luisa? ¿Permanecer en Irún después de agotar el plazo de 15 días que les daba ETA para irse? ¿Esperar a un martirio seguro? ¿Cómo puede pretenderse y exigirse que hicieran más de lo que hicieron, esto es, denunciar los hechos en la comisaría de Policía; denuncia que a la Dirección General de Víctimas le parece irrelevante como medio de prueba? ¿Por qué se exige a las víctimas que hicieran lo que nunca hizo el Estado? No deja de ser una triste ironía: el Estado inexistente durante décadas de terror en el País Vasco exige en 2018 requisitos que él no estaba en condiciones de asegurar ni de garantizar cuando tienen lugar los hechos que describo. ¿Realizó el Estado alguna investigación oficial efectiva respecto de tales hechos? ¿Inició de oficio actuaciones para conocer la autoría de la amenaza? No consta, pero existiendo más de 300 asesinatos de ETA sin resolver, intuimos que no.

Ni la Memoria ni la Verdad ni la Justicia son posibles si se niega a una víctima del terrorismo su existencia como tal, el haber sido victimizada. Eso sucede en este caso. El Estado, que abandonó a su suerte a Francisco y a María Luisa (como a tantos otros) cuando fueron victimizados por ETA, los remata ahora negándoles la reparación moral que les debe. Demoledora expresión de la memoria y del relato que tanto cacarean y tanto desconocen los poderes públicos y quienes los ostentan. Antes y ahora.

Carlos Fernández de Casadevante Romani es catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Rey Juan Carlos.

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