¿Qué iglesia encontrará el Papa?

¿Cómo es la Iglesia española? No podemos comprenderla si no tenemos presentes los últimos cincuenta años, en los que han tenido lugar acontecimientos que han significado un vuelco para España entera y de manera especial para ella: el Concilio Vaticano II, la transición política, la unidad europea, la posmodernidad y la globalización. Esto hay que verlo además sobre el trasfondo de las trasformaciones aceleradas, diríamos revolucionarias, que el mundo ha vivido en esos decenios: tránsito de una sociedad, agraria, a una sociedad industrial y finalmente a una sociedad posindustrial o sociedad del conocimiento, de la información y de la ciencia.

En la Iglesia perduran personas, instituciones y acciones correspondientes a esas tres fases, cada una de las cuales llevó consigo una forma de predicar el Evangelio, de crear signos religiosos y de erigir instituciones. Los medios de presentación del Evangelio son bien distintos en cada una de ellas. ¿En qué se parecen las grandes urbes y las nuevas ciudades dormitorio a la vieja aldea con la plaza, el ayuntamiento y la iglesia centrados en torno a la misa dominical, como expresión de la fiesta, del encuentro y de la convivencia interhumana? Tendríamos que analizar ese conjunto de trasformaciones que han llevado consigo un desplazamiento y una quiebra en la Iglesia, exigiéndole nuevas formas de presencia, de palabra y de acción. ¿Cómo ha respondido a ellas?

La Ilustración, los movimientos sociales y la modernidad han obligado a la Iglesia a repensar las instituciones, acciones y formas de su relación anterior con la sociedad: todo eso ha tenido que integrarlo y articularlo en solo años. Y no se rehace en cinco decenios lo que es fruto de catorce siglos. Todo esto sumado a las crisis generales de conciencia, a la secularización, al despertar de los nuevos imperios con sus milenarias religiones, como Japón, India y China, a la presencia beligerante del islam, a los diversos fundamentalismos, a la desaparición de Dios en el espacio público político de Europa, al ecumenismo de las culturas, a la afirmación de las minorías sin voluntad de integración dentro de la cultura y el universo occidental al que emigran. Añadamos el nuevo clima político español, nada sensible a la realidad religiosa como tal.

La Iglesia española es hoy de una casi inabarcable complejidad y riqueza. En su dimensión estructural yo distinguiría cinco niveles de esa única Iglesia, una cuando tiene unidad de Credo, de Evangelio, de sacramentos y de autoridad. Primero tenemos la que podríamos llamar Iglesia ministerial (obispos, sacerdotes, colaboradores en el universo parroquial); luego, Iglesia corresponsabilizada en publicidad (órdenes religiosas, institutos seculares, con su inmenso complejo de organizaciones, presencia en la marginación, instituciones educativas); Iglesia de comunidades (aquellos movimientos y formas de articular la fe y la entrega al Evangelio mediante la formación de minorías, que ayudan a profundizar y celebrar esa fe, superando la inmersión en la increencia y ateísmo circundantes); la Iglesia laical (la mayoría de los fieles, que viven su vida cristiana en los marcos generales de la Iglesia, muchos de los cuales se integran en asociaciones, fraternidades, cofradías); la Iglesia remanente o en los márgenes, sin romper ni adherirse al centro (son los que nacieron y crecieron con la fe, pero que por falta de cultivo, desidia, duda o simple distancia la han olvidando, mas no quieren romper el cordón umbilical con ella, ya que es el universo simbólico desde el que piensan, aun cuando no confiesen la fe eclesial y no sean coherentes con su moral en la vida diaria). Esas expresiones de eclesialidad forman la única Iglesia con un pluralismo que contrasta con la uniformidad que determinó la primera mitad del siglo anterior. Todas ellas forman la real, cordial, familia de la Iglesia: conocerse y reconocerse, aceptarse amorosa y críticamente entre sí es hoy imperativo sagrado.

¿Cómo es esa Iglesia vista por dentro? El por dentro, es decir la fe, esperanza y caridad de cada hombre, solo Dios lo conoce. Vista desde lo que aparece, hay riqueza de vida frente a las asechanzas exteriores, empeñadas en decir que a la Iglesia le quedan tres telediarios. Hay que descubrir la posibilidad, gloria y gozo de poder creer en libertad a la altura de la Ilustración, de la modernidad y de la globalización; hay que alegrarse con todo realismo de pertenecer a una Iglesia presente en las fronteras de la pobreza, de la marginación y de los lugares de peligro, como pueden ser enfermos de sida, la soledad de las personas marginadas, el mundo rural, pobres y emigrantes. La sociedad española se quedaría hoy sin respiro moral si la Iglesia dejase esos lugares donde los hombres sufren, enferman, esperan, están y mueren solos. Iglesia de la oración (comunidades contemplativas); Iglesia de la misión (miles de misioneros religiosos, religiosas y seglares dispersos por todo el mundo); Iglesia de la acción (¿qué hay comparable en España a esas dos admirables instituciones que son Cáritas y Manos Unidas?); Iglesia de la educación (miles de centros en todos los niveles formativos). Sobre la Iglesia repercute hoy gravemente la falta de horizonte y proyecto político, la degradación moral de parte de la sociedad, la perversión de ciertas decisiones de Gobierno, la desesperanza generalizada, la pérdida de confianza en los líderes sociales, eclesiales e intelectuales.

La primacía para la Iglesia hoy es ante todo la transmisión de la fe por cauces nuevos. Se han alterado los viejos: la madre, la familia, la escuela y la parroquia. Hoy estos han cambiado: educan la calle, la música y la información por sus diversos y complejísimos cauces, la sociedad anónima. ¿Cómo se va a resituar la Iglesia y qué nuevos cauces instaurará? Hay que pasar a una transmisión personal y comunitaria, acompañar a las inmensas parroquias con pequeñas capillas dispersas, constituir a cada madre, a cada familia, a cada creyente, a cada grupo, en protagonistas de esa fe ofrecida y explicitada, acreditada y contagiada. Hay que pasar de la costumbre, del anonimato y de la mera institución a la personalización clara, gozosa y pública, a la Iglesia fraternal que sea de todos, no de los curas, sino en la que también hay curas.

Otra primacía es la comunión eclesial. Más allá de los grupos ideológicos, de las actuaciones de la Iglesia en cada región, de la afinidad o diversidad política, nos unen las realidades santas del Cristo viviente y de su Santo Espíritu. Hay que redescubrir la fe como don y posibilidad admirables en el servicio a Dios y a los hombres. La tercera primacía es la cultura, la teología, el pensar y proponer la fe con una formación e información a la altura del tiempo histórico. Hay que mostrar con palabras, pensares y hechos que Dios es pensable, creíble y amable; que vivir ante Él y desde Él es la suprema posibilidad del hombre, clave de sentido y raíz de esperanza.

Esa Iglesia recibe como gracia de Dios a Benedicto XVI: urgiéndonos a la reforma moral y al coraje intelectual, conjugando razón y Evangelio, Ilustración e Iglesia. No en vano sus dos primeros libros traducidos al español se titulan «El Dios de la fe y el Dios de los filósofos» y «La Fraternidad cristiana». Oírle será un gozo y una gracia de Dios, un aguijón y un desafío.

Olegario González de Cardedal