¿Qué impide el federalismo en España?

El obstáculo más relevante que impide una opción federalista de democracia avanzada en España es una cultura política reaccionaria centralista de larga tradición histórica defendida a capa y espada por el Partido Popular. Sin embargo, existen en paralelo otros factores. Uno de ellos, de gran relevancia, es la existencia de una cultura política centralista transversal.

Desde el propio PP hasta importantes sectores del PSOE tienen una granítica concepción de España según un unitarista modelo de organización territorial del Estado, a imitación del modelo jacobino francés. A partir de ese modelo, el poder radica en París y Madrid y los listillos de las provincias que quieren medrar emigran a la capital para compartir las prebendas del sistema. Pero Francia no es España. En 1900 el 62% de la población española era analfabeta, y los diferentes niveles de desarrollo económico y la consiguiente modernización de España propiciaron que ese proyecto jacobino fuera cuestionado desde las dos zonas más desarrolladas, Catalunya y el País Vasco. Las miserias del franquismo aniquilaron las opciones progresistas de la Segunda República en todos los terrenos y esa visión jacobina de España se consagró, imbricándose con las concepciones compartidas de derecha radical de las familias políticas franquistas y las concepciones heredadas del liberalismo conservador de la Restauración.

Por todo ello no es extraño, aunque sí irracional, que en la avenida del Arco de la Victoria, sin número, de Madrid se radique la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Navales de la Universidad Politécnica de Madrid. En esa escuela, según su web, se prepara y expide el título de ingeniero naval y oceánico. Y las prácticas se realizan en un minúsculo estanque del jardín, donde flota, melancólica, una pequeñita barca de remos. De los hechos a las ideas, el reiterado uso del adjetivo indisoluble al referirse a la unidad de España en la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut está en esa línea.

Decía Ortega que «las ideas se tienen, en las creencias se está», y ese el problema de gran parte de la clase política española: no es consciente de las creencias reaccionarias y/o conservadoras tradicionales que condicionan sus ideas políticas sobre el modelo de organización territorial del Estado en España. El ejemplo paradigmático lo encontramos en la progresista Rosa Díez y su partido Unión Progreso y Democracia. Para ella, el progreso consiste, entre otros factores, en que el poder central recupere parte de las competencias cedidas, sobre todo en educación y sanidad, y en eliminar de la Constitución las referencias a las nacionalidades históricas y la protección de las lenguas regionales. Para mayor escarnio, UPD afirma defender un modelo federalista.

Otro ejemplo de la hegemonía de las creencias unitaristas (profundamente impregnadas de cultura antidemocrática) lo encontramos en el importantísimo sector jacobino del PSOE, del que proviene, como es obvio, la propia Rosa Díez. Para este sector, el federalismo es un argumento electoral o un eslogan -la España plural- y el tradicional unitarismo -el kilómetro cero de la Puerta del Sol- es pragmático sentido común. De ahí que ese sector abogue reiteradamente por un gran pacto estatal entre el PSOE y el PP para cerrar el tema autonómico al margen de los partidos nacionalistas periféricos, rechace la tradición cultural marxista en materia de nacionalismos y denuncie los intentos de profundización federalista de las competencias autonómicas como peligrosísima vía que propicia la secesión.

Dada esta lamentable hegemonía de las creencias unitaristas, una vez más es necesario abogar por la resurrección de olvidadas concepciones de España más auténticamente progresistas y democráticas, como la concepción federalista de Francisco Pi y Margall.

El federalismo es un modelo de organización territorial del Estado y una filosofía según la que se deben eliminar todos los obstáculos políticos, culturales, sociales y económicos que impiden a los individuos desarrollar, personal y colectivamente, su propia soberanía y potencialidades. De tal manera que los órganos de decisión política deben estar lo más cerca posible de cada uno de los individuos para que estos puedan participar en la toma de decisiones como seres libres, honrados, responsables y autónomos. Y solo cuando un problema no pudiera ser resuelto en una instancia política inferior pasaría a una superior. Todo lo contrario del kilómetro cero de la Puerta del Sol. La unidad que se lograría a partir de estas premisas sería una auténtica unidad democrática, fruto de la libre voluntad y el consenso de todas las partes implicadas. No cabrían las prepotencias ni los derechos de conquista, ni tampoco la eterna victimización.

Este hipotético cambio cultural es tan difícil como necesario y las fuerzas políticas progresistas deberían propiciarlo en el marco de una gran ofensiva de las ideas propias de la izquierda para recuperar una hegemonía hoy en manos de la derecha.

Joan Antón Mellón, catedrático de Ciencia Política de la UB.