¿Qué importa el presidente de EE.UU.?

La perspectiva de un enfrentamiento electoral entre una Clinton y un Bush disgusta a la mayoría de los estadounidenses. Si ninguno de los dos partidos, republicanos o demócratas, presenta candidaturas más innovadoras, es probable que la abstención en las elecciones presidenciales de 2017 sea generalizada; el futuro presidente será elegido por una minoría y sin gran legitimidad. En el propio campo de Hillary Clinton se unen a ella –y su marido el primero– con resignación. Incluso «The New York Times», apoyo indefectible de los demócratas, anima a buscar candidaturas más innovadoras. Parece que en la izquierda nadie está convencido de que entrar en el futuro teniendo como «campeón» –expresión utilizada por Hillary Clinton para referirse a sí misma– a una pareja tan «desgastada» sea la mejor elección posible. Por otra parte, nos preguntamos: ¿por qué misteriosa razón los candidatos a la presidencia no son más numerosos en este país tan enorme, en el que tantos ciudadanos participan en actividades cívicas? Lo hacen principalmente en organizaciones filantrópicas o ejerciendo cargos locales, mientras que la política nacional solo atrae a las mejores mentes. Una brillante carrera como empresario o universitario produce en Estados Unidos más satisfacción personal, sin la obligación de someter los más mínimos detalles de la vida privada a un examen minucioso por parte de los medios de comunicación. Muchos posibles candidatos prefieren renunciar antes que revelar todas sus conversaciones telefónicas o sus transacciones financieras. Además, el largo camino hacia la presidencia pasa, en primer lugar, por la búsqueda de financiación entre los ricos y los grupos de presión, y no por una reflexión inteligente sobre el futuro de Estados Unidos.

Qué importa el presidente de EE.UU.El campo republicano está, en esta ocasión, algo mejor surtido. Paradójicamente, tienen más candidatos, porque este partido está extremadamente dividido y porque cada corriente de pensamiento –desde las más conservadoras a las más libertarias– aspira a estar representada en las primarias. Para estas próximas elecciones, la izquierda demócrata, que no tiene ninguna idea nueva que destacar, se parece mucho a Hillary Clinton, mientras que la derecha republicana, que tiene demasiadas ideas a la vez, se reconoce en una multitud de candidatos. A fin de cuentas, eso no impide que Jeb Bush, puesto que tiene un nombre, fondos, y posiciones moderadas sobre todo, parezca tan inevitable como Hillary Clinton. Esta probable rivalidad dinástica no es tan nueva en Estados Unidos como podría parecer: John Adams padre e hijo fueron presidentes; Franklin Roosevelt era primo de Thédore Roosevelt; y los Kennedy han ocupado durante treinta años los puestos clave del Partido Demócrata.

Pero esta elección tan crucial del futuro «líder del mundo libre» ¿es tan decisiva como los candidatos nos quieren hacer creer? Estados Unidos no es una monarquía y el presidente no es más que el presidente. La economía libre se le escapa por completo, a pesar de que los presidentes se atribuyan a menudo el éxito o se desembaracen de sus fracasos. El dólar está gestionado por un banco federal independiente, con más influencia sobre el crecimiento de la que tiene el presidente. La política interna es más obra de los estados federados que de la Casa Blanca. La evolución de las costumbres (matrimonio homosexual, aborto, posesión de armas, lucha contra la discriminación) depende ante todo de los jueces y del Tribunal Supremo. Al presidente le queda, principalmente, la política exterior y militar, pero aun así bajo el control de un Congreso vigilante, del Ejército, que tiende a dictar sus elecciones y a dosificar las informaciones, y de la opinión pública, que oscila entre la agresividad y el pacifismo. De tal forma que al final es difícil determinar la influencia real del presidente. Del mismo modo que Napoleón exigía a sus mariscales que tuvieran suerte, la imagen y la reputación de los presidentes de Estados Unidos dependen en gran medida de que tengan o no suerte. Ronald Reagan o Bill Clinton tuvieron la suerte de ser presidentes en una época de prosperidad económica que ellos embellecieron con sus discursos, pero nada más. George W. Bush nunca se repuso de haber sido presidente durante los atentados del 11 de septiembre de 2001. ¿Y Barak Obama? A falta de haberse enfrentado a pruebas mayores, pasará a la historia como el primer presidente negro de Estados Unidos, pero nada más. Con un poco de suerte, volverá a incluir a Cuba e Irán en el concierto de las naciones civilizadas, pero todavía no se sabe a ciencia cierta.

En el fondo, poco importa quién sea el próximo presidente o presidenta, lo cual es bastante tranquilizador. Eso significa que el mundo no estará a merced del humor de uno o de otra. En cualquier caso, la sociedad estadounidense seguirá progresando, la economía estadounidense seguirá siendo la locomotora del crecimiento mundial, los laboratorios seguirán registrando la mayoría de las patentes que anuncian nuestro futuro, el Ejército y la Marina estadounidenses garantizarán que los conflictos sigan siendo locales y que nada se oponga a la globalización de los intercambios. Milton Friedman, hace casi cuarenta años, proponía que el presidente de Estados Unidos fuera elegido al azar en una guía de teléfonos; no es que negara la democracia, pero entendía con eso que una democracia que funciona puede acoplarse a cualquier presidente, incluso a políticos tan desgastados como Bush y Clinton. Y poco importa su nombre de pila.

Guy Sorman

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *