Que la sangre no llegue al río

Frente al embalse de Rialb, en el que cabe más agua de la que Barcelona consume en un año, el alcalde del pequeño municipio de La Baronia comentaba su asombro cada vez que suben los regantes de las planas de Lleida a visitar la presa y hablan del agua del embalse como si fuera suya (por algo pagan ellos la presa). Mientras tanto, años después de terminar la presa, su ayuntamiento aún se desvive para obtener las compensaciones que se le habían prometido, y considera el agua más suya que de cualquier otro (por eso soporta el gran sacrificio de tenerla en su municipio). Un buen día, llegan hombres de la Administración de Catalunya y dicen que Barcelona necesita el agua del río Segre que alimenta el embalse, porque tienen el mismo derecho a ella que cualquier habitante del país, y tanto al ayuntamiento como a los regantes no les hace ni pizca de gracia: es su agua...

Y, en materia de agua, la historia no acaba aquí, porque cualquier territorio y cualquier colectivo tienen motivos para dar un puñetazo en la mesa: el agua les pertenece, sea porque no tienen, o porque tienen y no quieren perderla o quieren más, o porque pasa cerca de su casa, o porque pagan impuestos como todos... En eso estamos y por esa vía vamos, si pensamos que cada vez la sociedad pide más agua (más población, más regadíos, más usos), y cada vez habrá menos para repartir (nuevos usos del suelo, cambio climático...).

Pero ¿de quién es realmente el agua? ¿Quién tiene más o menos derecho a servirse de ella? A decir verdad, el agua no es de nadie o, si se quiere, es del planeta: una gota pasa del mar al cielo, a las plantas o las personas, y va de la montaña al llano y de Europa a Oceanía. No solo esto, sino que el deterioro de las masas de agua empieza a obligar, si queremos preservarla y mantener nuestra salud, a una actitud y un trato distintos, que deberán iniciar nuestros países desarrollados; por esta línea va la directiva 2000/60 CE marco del agua, en la que trabajan hoy nuestros gobiernos.

En buena lógica, la directiva dice que es en el interior de las cuencas donde hay que disponer las medidas de mejora de gestión, y define la cuenca como la superficie de corriente de agua con una única salida al mar. La organización hidrológica del Estado español ya va en esta línea, y una parte de la ciudadanía también lo ha entendido así antes de que la misma directiva existiera. Por esto, pocos o muchos hemos rechazado los grandes trasvases que amenazaban la salud de las cuencas y, sobre todo, su punto más sensible: la parte baja, los deltas; por lo que nos alegramos cuando el trasvase del Ebro se cayó del Plan Hidrológico Nacional. Ahora bien, seamos claros: el Plan Hidrológico vigente hoy día contiene un aumento de aprovechamientos de agua de la cuenca del Ebro (promovidos por la misma Administración responsable de su gestión) que será bastante más importante y más negativo que el mismo trasvase, y en este tema la responsabilidad pública de quien corresponde aún está por ejercer.

Porque el objetivo humano que nos ocupa o, si se quiere, el objetivo de la directiva marco, no es que no haya trasvases, sino que garanticemos la calidad del ciclo del agua (lo que nos lleva a rechazar los grandes trasvases), encajándolo, naturalmente, con nuestras necesidades colectivas de agua. Trasvases, en definitiva, ha habido desde que se conocen los acueductos, y hoy mismo hay en marcha trasvases políticamente visibles y conocidos, y otros que son invisibles y no diré, del mismo modo que hay cuencas políticamente visibles (la del Ebro nacional aragonés, por ejemplo) y otras invisibles. Posiblemente convendría, pues, que, lejos del todo o nada a que nos obliga el juego de las fuerzas políticas de todos los colores, nuestra sociedad y sus gobernantes fueran capaces de contar con soluciones más razonables, que en algún momento pueden llegar a ser indispensables.

La sequía pasajera que sufrimos se puede arreglar a base de lluvia o de talonario, y puede llegar a solucionarse, incluso, pagando lo que sea (entre todos) y sin molestar a nadie. Pero los gobernantes y técnicos sabrán o deberían empezar a saber algo sobre si este puede ser un problema más permanente y empezar a disponer, en consecuencia, soluciones de fondo razonables. Quizá ahora sería un buen momento para aprovechar la conciencia social que deriva de los sacrificios reales o supuestos, y de entrada no estaría mal que no se siguieran fomentando nuevos consumos de agua que hacen aumentar los problemas o alimentar esperanzas de aguas que a veces ni tan solo existen.

Las prisas y las actuaciones políticas desafortunadas, como mí- nimo del actual episodio de sequía, pueden complicar cualquier solución razonable. Pero, más allá de los puñetazos en la mesa iniciales de los distintos usuarios y territorios, diría que estos son capaces de escuchar y entender que en una mesa larga y abierta seguramente todo el mundo podría salir ganando. Todo ello sabiendo que en materia de agua quien sea el faraón tiene la última palabra...

Ignasi Aldomà, profesor de la Universitat de Lleida, autor de La lluita per l'aigua a Catalunya.