¿Qué literatura enseñamos?

Por José María Pozuelo Yvancos, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Murcia (ABC, 01/09/04):

Avatares de la lucha electoral y estrategias políticas (más podría decirse que guerrillas de corto alcance) no permitieron en su día llevar a puerto el necesario intercambio de ideas sobre el papel de los estudios de Humanidades en el currículum de la Enseñanza Secundaria. Al final entre sindicatos, partidos y Gobierno hubo refriega pero el debate de fondo todavía no se ha producido. La reforma de Humanidades ha sido el parto de los montes, y ha dado un ratoncillo como resultado. No puede calificarse de otro modo el que toda conclusión práctica haya sido el refuerzo de una hora lectiva semanal aquí para Filosofía, allá para Lengua y el recordatorio de que la cultura clásica es precisa. Poco viaje (tampoco fueron muchas las alforjas) y sobre todo una oportunidad perdida para la reflexión sobre qué ciudadanos va a formar el sistema educativo español, en un contexto europeo y qué horizonte dar a la Historia común que como españoles podemos compartir. En un artículo de Blanco y Negro Cultural Fernando García de Cortázar llamó hace ahora un año la atención sobre un hecho grave: por la vía de los hechos, por ese sistema de planes de estudios administrados por las autonomías, que la legislación educativa ha consagrado, se está imponiendo la idea de que carecemos de una realidad histórica común. Y lo que Fernando García de Cortázar convirtió en motivo de reflexión es algo que conoce en su práctica diaria cualquier docente español en las áreas de Humanidades. Por la vía del olvido, por la dejadez y casi siempre por interesados y cicateros dictámenes de ideología local-autonomista (que afecta ya a todas las Autonomías, incluso a las gobernadas por no nacionalistas) España está liquidando el esfuerzo intelectual de los siglos XVIII y XIX, en el que fueron principales abanderados los liberales y los Institucionistas, por reconocer una realidad histórica de milenios de cultura e instituciones compartidas por todos los españoles. Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz compartían, desde sus tesis contrapuestas para responderla, una idéntica pregunta, que hoy no se hace de ninguna forma el sistema educativo español.

Es el momento de decir que esto no está ocurriendo sólo en los estudios de Geografía e Historia. También afecta a los estudios literarios y como contribución a ese debate, hoy más necesario que nunca, diré algo sobre los déficits que afectan de modo perentorio a la enseñanza de la Literatura en las aulas de toda España. Por supuesto el problema mayor no es de número de horas lectivas dedicadas a Literatura o a Lengua. Intentar reducirlo a eso es como mirar hacia otra parte. El primer problema sigue siendo el que plantearon los ilustrados del siglo XVIII y que curiosamente ha puesto de moda el debate actual sobre el canon: qué literatura enseñar y para qué. Y en España, sencillamente, ningún gobierno se lo ha planteado o ha dejado la cuestión para que la administre cada consejero en su sitio, y dentro de un marco o iderario implícito especialmente estrecho y caduco. Ha ideado la Literatura al modo como la resolvieron escuelas filológicas hoy en declive para las que la Literatura era fundamentalmente el registro culto de la Lengua respectiva. Con el poco inocente título de «Lengua castellana (o catalana, gallega, euskera) y su Literatura» ha concebido la Literatura como un uso de lengua, entre otros posibles usos, despreciando las funciones principales que el hecho literario tiene en sí mismo y que le obliga, debería obligarnos, a sobrepasar el escenario formal de su caudal retórico-lingüístico.

La Literatura ha sido siempre un factor de cohesión cultural e histórica entre los pueblos. Y goza en su propio seno de una dialéctica de fuerza a la vez centrípeta y centrífuga. A favor de la primera, la Literatura es un factor de primer orden por el que una comunidad de hombres se identifica en un conjunto de valores compartidos. Es la literatura como tradición cultural común. Tullio De Mauro ha historiado para el caso de la Italia del XIX la creación de un programa consciente, por parte de Cavour, para dar solidez por la vía literaria a la historia común de Italia, necesitada de una salida al dialectalismo en que se hallaba sumida. Por ese factor de unidad centrípeta podemos sentir que Cervantes, Rosalía de Castro, Josep Plá se vinculan más allá del canal idiomático que usan. Son depositarios de una cultura que sintieron en parte común, comunicada entre sí. Al concebir el estudio literario en el restrictivo campo de una lengua, limitando los textos a ejemplos de su uso culto, estamos obligando a nuestros estudiantes a desaprovechar las virtualidades mayores del texto literario de ser depositario de esos factores culturales supralingüísticos que pueden ayudarles a entender quiénes son y de dónde vienen, si es que se quiere que vayamos juntos a alguna parte.

Pero la Literatura vive en su interior también la enriquecedora fuerza centrífuga, por la que todo gran texto literario nos invita a salir fuera de nosotros mismos, incluso de nuestra cultura de origen y nos ayuda a entender al otro, en su diferencia. El premiado Príncipe de Asturias de la Concordia, Edward Said, recordaba en uno de sus últimos escritos un texto de Hugo de San Víctor, monje del siglo XII, que habría que traer al debate de las Humanidades. «Quien encuentre dulce sólo su patria es un tierno aprendiz; quien encuentre que todo suelo es como el nativo, es ya fuerte… El alma tierna fija su amor en un solo lugar en el mundo, la fuerte extiende su amor a todos los sitios». Cualquier lector sabrá reconocer en estas palabras la sabiduría que nutre la cultura literaria, que le da sentido, puesto que la cultura sólo es verdadera si además de la propia siente como suya la extraña, la que no le pertenece por nacimiento o por lengua. Sentir como propios a Camus, a Dostoievsky, a Kafka, a W. Soyinka, ha sido una condición que la Literatura, los creadores lo saben los primeros, cumple desde sus orígenes como ámbito común de ciudadanos unidos más allá de los vehículos de lenguaje, o de los registros idiomáticos. A fortiori debería ocurrir esto para con los autores españoles en sus diferentes lenguas, uniendo así las dos fuerzas, centrípeta y centrífuga y enseñando a los españoles que Carles Riba o Unamuno son suyos, de todos, de las dos formas posibles.

Y aquí reside la paradoja de nuestro sistema educativo. La enseñanza de internet y el empeño de nuestras autoridades en que nuestros estudiantes, que son además ciudadanos de una Europa unida, sean diestros en su uso, está coincidiendo con un predominio localista y un uso mezquinamente político-ideológico de la Historia y de la Literatura como predios reductores en beneficio de una imagen de identidad que se quiere hacer coincidir con la administrativa-autonómica. La literatura está colaborando en ese miope «estudio del entorno» que simplemente quiere poner orejeras a lo que las Humanidades son por su propia naturaleza: estudio de una historia común (fuerza centrípeta) más allá de la lengua, pero también estudio de las diferencias en las que todos nos hemos reconocido sin embargo ciudadanos del mundo (fuerza centrífuga). Los planes de estudio vigentes para la Literatura, en las diferentes lenguas del Estado, caen en el solipsismo de un mero reconocimiento retórico, de un uso idiomático que ignora la medida en que la Literatura puede continuar siendo un gran proyecto del Humanismo, para ciudadanos de una Europa que ha encontrado precisamente en la Literatura un ámbito privilegiado de conocimiento mutuo entre las lenguas y naciones que la pueblan.