¿Qué más debe suceder?

El desbarajustado y caótico Gobierno británico obliga a sus ciudadanos a una reclusión de 15 días si vienen a nuestro país –las ultimas noticias nos indican que estudia la posibilidad de reducir el periodo de encierro, supongo que para tener activos en el menor tiempo posible a los ministros a los que la improvisada medida les sorprendió precisamente en España–. Por nuestra parte, hemos reaccionado inmediatamente, pero no en contra de la decisión de Downing Street. Una vez más, hemos vuelto la mirada llena de desconfianza, rencor y hasta con odio hacia nuestro Gobierno. ¡Incapaz!, ¡improvisador de ocasión! o ¡cuadrilla de ineptos!, es lo menos agresivo que he podido oír estos días.

No digo que no existan motivos para el descontento y hasta para la frustración, pero deberíamos pensar también que la decisión británica es la representación viva del populismo que muchos combatimos y del nacionalismo que se opone –lo hará inútilmente– al progreso de una mundialización imparable. Nuestro Gobierno es criticable, desde luego; pero el británico da la impresión que ha logrado ser peor que los inmediatamente anteriores de signo conservador –recordemos los diversos referéndums y su espantada europea–, y para lograrlo ha tenido que hacer muchos esfuerzos. Boris Johnson ha gritado ¡viva la autarquía! y, sin necesidad de expresarlo, ha obligado a sus ciudadanos a realizar sus vacaciones en casa. Critiquemos a nuestro Ejecutivo, motivos tenemos, pero no olvidemos que el británico es el ejemplo más catastrófico de lo que supone la mezcla de nacionalismo, ignorancia y complejo de superioridad.

Cierto es que el Gobierno español debía tener en su poder un plan tranquilizador para desarrollar entre los países que aportan un mayor número de turistas a España; y, sin embargo, hemos visto a nuestra ministra de Exteriores estas últimas semanas reunida con Picardo, el ministro principal de Gibraltar y en Ankara... o realizando una merecida defensa de las Islas Baleares y Canarias, olvidándose de otras zonas de la península que reciben desde hace muchos años un gran número de británicos. Ahora bien, coincidamos en la dificultad de prever cuáles son las razones últimas de quienes basan su política en sentimientos nacionalistas y en demagogias irracionales... Johnson representa bien esa mayúscula dificultad.

Si la recuperación de la actividad turística era ya una incógnita, la decisión del premier puede ser una estocada definitiva para el sector económico que genera más riqueza en nuestro país. Hoy quedan en su dimensión exacta las declaraciones de algunos ministros despreciando todo lo relacionado con el turismo. Y parece increíble que hubiera hace unos años boicots violentos contra los turistas que venían a España. Ahora todas las expectativas y esperanzas en una pronta recuperación económica parecen difuminarse en un negro horizonte; nada de lo que necesitamos urgentemente parece a nuestro alcance. Ante ese futuro preñado de malos presagios, las primeras preguntas que me vienen son: ¿qué más nos tendría que pasar para que los grandes partidos se sienten a buscar puntos de acuerdo? ¿Seguirán despreciando los que apoyan al Gobierno lo que se nos viene encima? ¿Saldrán los opositores a la calle en alegre algarabía por el desastre económico que nos anuncia la decisión del peculiar primer ministro inglés entre otros?

Vuelve a parecerme que los críticos al Ejecutivo se dedican con fruición irresponsable a remarcar las razones de los gobiernos que han decidido recomendar, entorpecer o impedir que sus conciudadanos pasen sus vacaciones en España. Vuelven a parecerme fríos y con escaso entusiasmo los reclamos a la unidad que hace Moncloa a la oposición. Todo parece más bien un rigodón para entretenernos y ocultar la determinación de que sólo admiten adhesiones, que sólo buscan la capitulación del adversario, sea este el Gobierno o sean los partidos de la oposición. En fin, no veo motivos de autosatisfacción para los que gobiernan y no veo las razones para regodeo que creo adivinar bajo la exageración de algunas críticas. Seguro que el Gobierno no lo ha hecho bien; es más, la falta de comunicación con el primer partido de la oposición, el único que puede sustituirle, es una pesada losa en su gestión, porque es al Ejecutivo a quien corresponde la iniciativa en esta clase de encuentros, imprescindibles en momentos como los que vivimos. Si en estas gravísimas circunstancias no nos unimos en cuestiones básicas, los próximos gobernantes encontrarán desolación, pobreza, extremismo y frustración.

Las defensas y los ataques son tan desproporcionados y tan teatrales que nos hacen temer una crisis en todos los ámbitos al mismo tiempo y ello sin la fuerza necesaria para vencerla si cada uno de los protagonistas siguen prisioneros en su papel. Viendo semanas atrás al primer ministro holandés con su desconcertante sonrisa y su inquebrantable determinación en las negociaciones entre los socios de la UE, recordé un episodio de nuestra historia descrito por J. H. Elliot en su biografía sobre el Conde Duque de Olivares.

El 8 de agosto de 1628, el Consejo de Hacienda comunicaba que, como era tristemente habitual, faltaban 600.000 ducados y que el déficit anual del reino sería probablemente de dos millones. Sigue contando el historiador inglés que el Conde Duque, también como de costumbre era, fiaba el equilibrio financiero del reino a que arribara a las costas españolas una de las más mayores flotas de buques de nuestra historia, cargada con abundante oro y plata para hacer frente a la desequilibrada situación financiera. En diciembre, el Conde Duque es informado de que los barcos habían sido interceptados, en parte por la negligencia y desbarajuste de sus mandos y en parte por la intrepidez del pirata holandés Piet Heyn. El golpe sufrido fue de tal magnitud que traspasó el ámbito financiero hasta repercutir en el sentimiento de seguridad del propio reino. Atestigua la conmoción que provocó el suceso la sentencia de muerte al máximo responsable de la flota de Matanzas, Juan de Benavides, después, ¡cómo no!, de un proceso judicial que se alargó durante cinco años.

Pero, lo que más atrajo mi atención de esa anécdota no fue el desastre en sí, sino la reacción del pueblo español, que describió con sorpresa el gran pintor Rubens. Dice el pintor y diplomático en un billete dirigido a su país: «Os sorprenderíais al ver que casi todo el mundo se alegra de ello (del fracaso naval) en la idea de que esa calamidad pública puede considerarse una desgracia para sus gobernantes. Tal es el poder de su odio que pasan por alto sus propios males, o ni siquiera los sienten por el puro placer de la venganza».

Sí, la descripción de Rubens coincide con la explosión de sentimientos que han aparecido en España durante la pandemia y la crisis económica y social que ya notamos: odio justificado en diferencias, venganza pertrechada de individualismo ciego o sectarismo escondido hoy en una aclamada pluralidad. Vemos los fracasos de nuestros respectivos gobiernos como una ocasión para joviales e inconscientes saturnales. Los errores, los acólitos no los reconocen, y los opositores los aumentan indebidamente, sin darse cuenta que el pequeño rédito que les beneficie no se puede comparar, en ocasiones como la que ahora nos toca vivir, con los desastres que provocan. Padecemos una especie de ceguera que nos incapacita para ver la totalidad, prisioneros de un apasionamiento que nos impide ver nuestros defectos y las virtudes ajenas.

Los datos del paro son más alarmantes que nunca, la debilidad de los negocios la palpamos en cuanto salimos de nuestro portal, la zozobra de las empresas la contemplamos en sus balances y terminamos creyendo que todo se diluirá por una combinación mágica entre el buenismo optimista de unos y las promesas vagas de los otros. El Gobierno concebido por Sánchez no sirve para enfrentar esta crisis, la mayoría de la investidura se agrieta y depende de los antojos arbitrarios de los nacionalistas, incapaces de racionalizar sus reivindicaciones cuando huelen la debilidad del Ejecutivo. Pero tampoco sirve una oposición pensada para realizar una gestión convencional de su papel; estaban preparados legítimamente para una acción que desgastara al gobierno y les situara en la mejor posición de cara a las próximas elecciones, pero sin embargo las circunstancias les obligan a una oposición colaborativa.

Lo que está sucediendo pone a Sánchez y a Casado en una encrucijada histórica. Si deciden desempeñar sus respectivos roles como si no sucediera nada extraordinario, la factura para España sería terrible y para ellos se saldaría con el desprestigio y la seguridad de ser los protagonistas de devolver a España a nuestro pasado. El resto también lo tiene difícil, aunque sepamos seguro que algunos partidos –inscritos en la mayoría de la investidura o hasta en el propio Gobierno– no estarán a la altura, maniatados unos por su egoísmo nacionalista y otros por sus clichés populistas. Afortunadamente, otros, como el partido de Arrimadas, han demostrado que van a estar a la altura, con la dificultad añadida de recibir una herencia que no han podido asumir a beneficio de inventario.

Nicolás Redondo Terreros es ex dirigente político.

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