Qué medio siglo...

Se recuerda por estos días que hace 50 años que salió la primera edición de Cien años de soledad, en Buenos Aires, editada por Sudamericana. García Márquez ya había publicado nada menos que El coronel no tiene quien le escriba, pero no encontraba editor para los Buendía y —como él mismo ha contado— su mujer, Mercedes, vendió “sus joyitas” para mandar el original, por correo, a Paco Porrúa, pero no alcanzando el dinero envió solo la mitad. La respuesta fue que parecía todo muy bueno, pero que por favor enviara el comienzo, porque había enviado la segunda parte… Así nació lo que ya entonces bautizó Carlos Fuentes como “el Quijote americano”. Fue ese el punto culminante de un boom literario que había nacido cuatro años antes con La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, y la experimental Rayuela, de Julio Cortázar, que nos dejaba desconcertados con su extraña arquitectura.

La paradoja de la historia era que, mientras se comenzaba a vivir esa “década de oro” del ingenio creativo, nuestra América Latina se hundía en una “guerra fría” que la llenaría de sangre. En 1959 había triunfado la revolución cubana, dos años después Kennedy había intentado una respuesta positiva con el lanzamiento de la Alianza para el Progreso, pero en octubre de 1962 se vivió la dramática pulseada a raíz de la instalación de los misiles soviéticos en Cuba, con lo que la confrontación de los dos hemisferios políticos estaba al rojo vivo. Comenzaban las guerrillas por todas partes y la réplica se hizo estentórea en 1964, con el golpe de Estado en Brasil, donde las fuerzas armadas gobernarían por dos décadas, liderando una oleada militarista en el continente. Ya los militares habían derribado a Bosch en República Dominicana y a Arosemena en Ecuador. Poco después, al noble Arturo Illia, en Argentina, para dar paso al intento “integrista”, de inspiración falangista, que lideró el general Juan Carlos Onganía. En el signo estrictamente opuesto, vendrá un poco más tarde, en Perú, el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, de proclamado tinte antimperialista y un agresivo nacionalismo económico, que incluyó expropiaciones de empresas extranjeras y una reforma agraria iniciada con bombos y platillos y terminada en un rotundo fracaso.

Se había abierto un nuevo tiempo histórico. Esa batalla por la influencia mundial del bloque soviético y el occidental, tenía en Vietnam su peor escenario. Allí no solo EE UU viviría su primera gran derrota militar, sino que —como escribiera Norman Mailer— estaba en cuestión “el sueño americano”, al que el asesinato de John F. Kennedy había abierto la herida más profunda en su democracia jeffersoniana. El black power irrumpía con violencia mientras el reverendo Martin Luther King lideraba, con enorme fuerza espiritual y resonancia popular, un movimiento pacífico de reivindicación de los derechos de la población negra.

Como dijera Dickens en el célebre comienzo de su Historia de dos ciudades, “era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos. La edad de la sabiduría y también de la locura...”. Que de todo eso se vivía en corrientes contradictorias. En el arte, la cultura pop, que había arrancado en la música, se consagraba en el éxito del fantasioso Andy Warhol y el brillante Roy Lichtenstein. Ellos llevaban a la moda ese modo de ver la iconografía contemporánea que había nacido en Reino Unido y se había expandido en los EE UU, catedral del arte publicitario. Después de ellos y los Beatles, nada quedó igual en la imagen. La juventud de aquel tiempo contestatario, se expresó en la minifalda y en los multitudinarios festivales musicales, que fueron vanguardia de la libertad sexual y los paraísos artificiales de las drogas.

Otras revoluciones silenciosas también iban ocurriendo, como la difusión de la pastilla anticonceptiva, que por vez primera en la historia separó la maternidad del placer sexual. En 1967 se legalizó en Francia; se precisaría una larga década para que ocurriera en España, aún envuelta en los nubarrones del franquismo.

En ese año, además, se producían fenómenos tan contradictorios como la coronación del sha Reza Pahlevi en Irán, ceremonia fastuosa de una entonación imperial que no tendría parangón, mientras en la selva boliviana, acorralado y traicionado, moría el Che Guevara, heraldo de una idea equivocada que, sin embargo. se transformaría en el ícono de la rebeldía universal. Israel, en seis días fulminantes, en un caluroso junio, hizo valer su enorme capacidad militar ante cuatro vecinos que amenazaban su existencia. En Praga se estaba gestando “la primavera” que como periodistas vimos nacer y caer, y en París aquella revuelta que en mayo de 1968 escenificó todos los rechazos a la cultura burguesa que terminaría triunfando una década después, cuando el muro de Berlín, en 1989, ponía punto final a la aventura marxista.

Todo parece muy lejos. Y lo está. El mundo ha vivido una revolución científica y tecnológica que todo lo ha cambiado: el modo de producir (basado en la innovación constante), el de relacionarnos los humanos (conectados por redes a una información globalizada), el de trabajar (el empleo es menos fatigoso pero más inseguro), la vida diaria (aliviada por una nube de aparatos y máquinas que son la esencia de la sociedad de consumo) y la propia vida, que en 50 años ha saltado diez escalones para que la expectativa de vida universal llegue a 72 años (y pase de 80 en todo el mundo desarrollado). Sin embargo, sufrimos una nueva guerra de religión, las migraciones masivas revelan la disparidad del desarrollo, el terrorismo mantiene en vilo las grandes ciudades y la democracia, no discutida en teoría, languidece en medio de malestares sociales de variada índole. En una palabra, “son los mejores tiempos, también los peores tiempos”… Todo depende de dónde estemos y de qué día.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay.

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