¿Qué necesita la Argentina para que se castigue la corrupción?

Publicado por La Nación, este es uno de los cuadernos de Óscar Centeno, el chofer que trabajaba para el Ministerio de Planificación Federal durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. Credit Agence France-Presse — Getty Images
Publicado por La Nación, este es uno de los cuadernos de Óscar Centeno, el chofer que trabajaba para el Ministerio de Planificación Federal durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. Credit Agence France-Presse — Getty Images

La versión argentina de la Lava Jato, la operación que reveló una red de corrupción en Brasil y buena parte del continente, empieza así: de febrero de 2005 a octubre de 2015, cuando el kirchnerismo comenzaba a despedirse del poder, un chofer registró en una serie de cuadernos los eventos de su vida cotidiana. Desde su visita al proctólogo a las veces que acompañó a su jefe a retirar sobres, paquetes, bolsas, maletines y valijas repletas de dinero de sobornos y aportes ilegales a las campañas. Su nombre es Óscar Centeno y trabajaba para el Ministerio de Planificación Federal. Cuando, este año, su minucioso registro llegó a las manos de la justicia argentina, se generó el terremoto político que hoy se conoce como los “cuadernos de la corrupción”.

Apenas estalló el escándalo, algunas piezas empezaron a moverse: un grupo de empresarios —incluido un primo del actual presidente Mauricio Macri—, se acogieron al régimen del arrepentido, la versión argentina de la delación premiada brasileña, y admitieron que entregaron dinero ilícito a funcionarios kirchneristas. Y el lunes 13 de agosto, la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner fue llamada a declarar a tribunales.

El caso de los “cuadernos de la corrupción” podría ser el inicio de una revolución política, el punto de no retorno de este país sudamericano para combatir la impunidad en casos de corrupción. Pero será difícil que así sea.

La opacidad en el manejo del dinero público ha afectado la calidad de la democracia y economía argentinas, al punto que el gobierno duda en ir a fondo contra la corrupción para evitar las consecuencias económicas —y por tanto electorales— que podría causar. Mientras tanto, el desencanto social y la desconfianza en el sistema político siguen aumentando.

Para seguir la senda de la Lava Jato, se suman otros escollos. La ley del “arrepentido” no es tan atractiva como su equivalente de Brasil. A diferencia de la delación premiada, quien confiesa bajo la ley argentina no siempre evita la prisión, lo que hace menos redituable admitir delitos. A esto se añade que en el país no existen algunas herramientas legales indispensables —como una ley de extinción de dominio—, o las hay, pero son débiles —como una ley de responsabilidad penal empresaria—. Y esto dificulta la ruptura de la omertà, el pacto mafioso de silencio sellado entre delincuentes, y explica, en parte, por qué los empresarios no están contando todo lo que saben.

Por si fuera poco, en la Argentina se combinan otros factores que se dieron en Brasil: no tenemos un juez con determinación como Sérgio Moro, los exfuncionarios clave no han cedido y el gobierno de Macri no solo no ha sancionado a las empresas corruptas, sino que ratificó sus contratos de obra pública.

El juez a cargo de la investigación es el controversial Claudio Bonadio. Mientras el kirchnerismo ocupaba la Casa Rosada, Bonadio fue perseguido con saña, pero sobrevivió a la destitución y ahora avanza contra sus antiguos detractores. No sorprende que durante su declaración ante el tribunal, el 13 de agosto, Fernández de Kirchner pidiera apartarlo del caso por presunta parcialidad manifiesta.

Los empresarios que desfilan por los tribunales, mientras tanto, repiten a coro el mismo latiguillo: que ellos solo entregaron los sobornos porque los obligaron a aportarlo para las campañas electorales del kirchnerismo y que temieron todo tipo de represalias personales y laborales si se negaban. El problema con esa versión es que muchos de ellos ganaron fortunas con los Kirchner y, para ser víctimas, salieron muy beneficiados. Durante los doce años y medio como ministro de Planificación, Julio de Vido distribuyó entre los empresarios más de 210.000 millones de dólares en contratos de obra pública y subsidios.

Mientras tanto, los exfuncionarios clave en este escándalo lo niegan todo. Pese a que Juan Manuel Abal Medina, el exjefe de gabinete de Fernández de Kirchner, admitió que recibió dinero de los empresarios para financiar las campañas de los Kirchner y de sus candidatos entre 2005 y 2015, los dos supuestos actores estelares de los enjuages —el exministro De Vido y su lugarteniente Roberto Baratta— arguyen que Macri los persigue por razones políticas.

Incluso cuando otro exfuncionario, Claudio Uberti, confesó que recaudaba bolsos de dinero y los entregaba al entonces presidente Néstor Kirchner en la Casa Rosada, De Vido y Baratta guardaron silencio. Por lealtad o por miedo, ese mutismo entorpece el avance de la justicia. Este candado judicial se volvió aún más difícil de abrir ayer, cuando el Senado rechazó suspenderle a Fernández de Kirchner la inmunidad parlamentaria que le impide a la justicia allanar algunas de sus propiedades como parte de la investigación.

El presidente Macri, mientras tanto, le pidió en público al Poder Judicial que “demuestre que no hay impunidad en la Argentina”, pero espera que las novedades que llegan de tribunales compliquen a su opositora sin producir las mismas consecuencias económicas que tuvo la investigación de corrupción en Brasil. Después de Lava Jato, la economía brasileña se ha contraído hasta en un 3,8 por ciento. Así que el ministro de Transporte de Macri, Guillermo Dietrich, aclaró ya que las empresas que aparecen en “los cuadernos de la corrupción” conservarán sus proyectos de obra pública y podrán competir en futuras licitaciones hasta que la justicia no dicte una sentencia firme, lo que podría tomar años.

En cambio, en Brasil se castigó a las empresas implicadas en el escándalo al declararlas inidôneas: imposibilitadas para competir por nuevos contratos con el Estado durante años.

Si la Argentina de verdad quiere castigar la corrupción y detener la opacidad, debe generarse una mayor presión social. Las elecciones presidenciales de octubre de 2019 ofrecen una situación inigualable para reclamar el fin de la impunidad: podrán votar por los senadores, diputados y candidato presidencial que prometan perseguir hasta el final los sobornos.

Los ciudadanos deben demostrar que combatir la corrupción será determinante para definir su voto y obligar a los políticos a impulsar y reformar leyes, darles más herramientas y presupuesto a los fiscales y castigar a los empresarios corruptos.

Dejar este proceso judicial a medio camino sería un error: confirmaría, una vez más, que en la Argentina existe todo un sistema montado para la corrupción y la impunidad.

Hugo Alconada Mon.

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