Que no nos distraigan

Después de un brutal ataque homófobo que había conmocionado a todo el país, el descubrimiento de que el suceso no era real, nos ha dejado a todos aún más conmocionados. La derecha, que se frota las manos, ha visto en este giro de guión una ocasión perfecta para poner en cuestión las conquistas de uno de los países europeos más tolerantes con la diversidad y más orgullosos de sus avances en materia de derechos LGTBI. Habrá provocaciones para rato. Pero nosotras y nosotros, quienes consideramos que la homofobia sigue siendo un problema suficientemente importante como para dedicarle nuestro tiempo, nuestras horas de militancia y nuestra inteligencia política, creo que, en lugar de entrar al trapo, deberíamos aprovechar para reflexionar sobre algunas cosas. Hace unos meses, tras el asesinato de Samuel, un grupo de activistas escribieron un manifiesto al que nos adherimos muchos y muchas.

Una de las cosas que ya apuntaba ese manifiesto lo ha señalado también el feminismo crítico muchas veces: los mensajes de pánico no son buenos aliados para hacer política. Ni política feminista, ni política LGTBI. Lo que ha pasado con este caso revela lo volátiles que son ciertos discursos de la alarma y del peligro y lo importante que es no hacer política a golpe de caso mediático, lo cual acaba siendo muchas veces un boomerang que nos golpea a la vuelta. Más allá de si la denuncia ha acabado siendo falsa, incluso si el caso hubiera sido real, cabe preguntarse ¿Era un buen caso para hacer política a partir de él, para tomarlo como modelo, para ejemplificar el problema social que debemos abordar? Es normal que ante una agresión tan sádica, premeditada y brutal como la que conocimos hace dos días, todos y todas salgamos a la calle a expresar nuestra indignación, y siempre que algo así pase, saldremos a denunciarlo. Ahora bien, no es menos cierto que justamente los ejemplos más extremos, más mediáticos y más capaces de acabar en un programa de sucesos, pueden no ser los más representativos de la realidad social que tenemos delante y pueden contribuir a distorsionar el enfoque del problema. Un caso en el que hay ocho encapuchados en un portal recibirá mucha más atención de los medios que otras formas de homofobia más habituales y persistentes y está claro que los hechos especialmente alarmantes son más rentables en la política del tweet rápido y los vídeos virales. Pero creo sinceramente que las izquierdas tenemos que pensar qué discursos queremos construir al margen del oportunismo político, las lógicas de Twitter y las olas de los medios e imaginar nuestros proyectos políticos no al calor de los casos judiciales. Me parece enormemente problemático contribuir a alimentar imaginarios en los que la violencia homófoba es cosa de un grupo de ultras de Vox que salen “de caza”. Y me lo parece, justamente, porque creo que no debemos distraernos, porque tenemos que tomarnos muy en serio la homofobia y seguir con el trabajo de fondo.

La homofobia puede ser enfrentada con radicalidad cuando la concebimos no tanto como algo que hacen grupos organizados, nazis o ultras de Vox, sino cuando la pensamos como una cuestión estructural. La homofobia es un problema social cuando permea el sentido común de una sociedad y, por lo tanto, cuando no solo tiene que ver con vándalos, radicalizados y locos, sino con nuestras abuelas, nuestros vecinos del quinto y nuestros propios amigos. ¿Y cómo se deshace la homofobia de nuestros familiares, vecinos y amigos? Pues de forma radicalmente distinta a como se combate a un grupo de encapuchados de Vox. Una perspectiva del problema nos lleva a hacer políticas para abordar unos prejuicios sociales que forman parte de la normalidad y que nos incluye a todos y todas. Otra perspectiva nos lleva a dibujar la homofobia como una excepción monstruosa contra la que tenemos que poner en marcha una política igualmente excepcional y, por lo tanto, eminentemente punitiva y penal. Como muestra de que estamos en esa deriva valga la foto de estos días, con parte del asociacionismo LGTBI y los partidos de izquierda llamando a una alerta antifascista y centrando sus propuestas en índices de “delitos de odio”, comisiones de seguimiento de “delitos de odio” o cuerpos policiales especializados en “delitos de odio” -un concepto jurídico, por cierto, sobre cuyos pros y contras urge un debate en profundidad. Como muestra de que otros recogerán esos frutos basta ver quiénes se han dedicado a hacer más o menos lo mismo: Abascal alertando del auge de la inseguridad y Espinosa de los Monteros denunciando una cacería contra los suyos y advirtiendo que “estos delitos de odio se van a perseguir”. ¿No vemos que nos estamos metiendo en una trampa?

En el fondo es muy tranquilizador imaginar que el mal —el machismo, el racismo, la homofobia— solamente está del otro lado y depositar todas esas cosas en un otro radicalmente distinto a nosotros. Pero no nos distraigamos. Lo mejor que podemos hacer contra los ultras de Vox es hacer política contra la LGTBIfobia de nuestros vecinos, nuestros amigos y nuestras abuelas -y analizar, por cierto, qué tiene que ver la homofobia con la forma hegemónica de la masculinidad. Vacunar a una sociedad contra el odio es poner en marcha medidas educativas y culturales, invertir en formación a personal público y dedicar presupuestos a políticas que quizás no dan mucho rédito en Twitter y que no saldrán en programas de grandes audiencias pero que las izquierdas, más aún si están en el Gobierno, se tienen que poner a hacer.

La cara B de esta deformación de la imagen del mal, de esa caricaturización de los malos, es, por supuesto, una imagen igualmente maniquea de “los buenos”. Pensar el mal como una cualidad concentrada en una pequeña parte de la sociedad requiere, al otro lado, nuestra absoluta virtud. Y bajo la necesidad de la bondad sin mácula de los nuestros (en este caso las personas LGTBI) una denuncia falsa es destructiva, demoledora, simplemente inconcebible. “No puede ser”, “¿No será un montaje policial?”, se oye decir estos días. No podemos asimilar que un chico gay, es decir uno de los nuestros, se haya inventado una denuncia. Y por eso, por cierto, Twitter ha sido —cómo no— el escenario de las respuestas punitivas y castigadoras de quienes ya han dejado de considerarle de los suyos. Si este caso ha hecho tanto daño, no es solo por un error individual. Son también los marcos identitarios y la santificación de las víctimas en los que nos hemos instalado desde la izquierda los que hacen que una denuncia falsa sea ahora tan devastadora.

Necesitamos menos políticas de la urgencia y la alarma, menos populismo tuitero, más cuidado y responsabilidad con las apelaciones al miedo y más políticas de fondo. Necesitamos una mirada menos moral y más estructural. Hacer política transformadora es hacerla contando con el racismo, el machismo o la homofobia —como, por supuesto, el error o la mentira— no están solo al otro lado. Pensar que el mal va con capucha y esvásticas y exigir a los nuestros la virtud y la santidad, es más bien ir a las cruzadas. No nos distraigamos de lo importante porque si vamos por ese camino sólo acabará sacando tajada Vox.

Clara Serra es filósofa e investigadora en la Universitat de Barcelona.

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