Que nos devuelvan la mujer

Esto que uno escribe aquí, después de ver cierto anuncio de Dolce & Gabbana en el que cuatro hombres de gimnasio y aceites observan cómo un socio simula violar en el suelo a una mujer de altos tacones, quiere ser, entre otras cosas, una defensa de la verdadera publicidad.

Esto quiere ser una defensa de la verdadera publicidad y de las mujeres que, como demuestran las colegas Pilar Rahola y Mònica Terribas, ya no necesitan que las defienda ningún hombre. O sea, que lo que uno pretende aquí es animar a aquellos publicitarios y diseñadores a quienes les gustan las mujeres que nos las devuelvan, porque, sin ánimo de ofender a nadie, habrá que aceptar que a algunos, como a Tom Wolfe, no nos gustan los hombres con tetas. Algunos sospechamos que la pandemia de anorexia que sufrimos tiene mucho que ver --aunque sea involuntariamente-- no con las tallas, sino con que a algunos diseñadores no les gustan las muchachas sino los muchachos. Opción personal e íntima que, eso sí, no debe ser impuesta por decreto.

Esto que uno escribe quiere ser una llamada a mis viejos colegas, los llamados creativos y directores de arte, para que, si les gustan las mujeres, no se arruguen. Y antes de proseguir con este desahogo me niego a tener que justificar que nunca he distinguido entre heterosexuales y homosexuales. La verdad no está en las declaraciones públicas o artículos periodísticos, sino en las biografías. Son los hechos y no las palabras los que nos retratan mejor. Punto.

Así como en la radio fue Luis del Olmo el primero que descubrió la fuerza persuasiva que tienen las llamadas tertulias --que son el instrumento político más eficaz--, en el llamado mundo occidental son muy pocos los que se han ocupado de valorar seriamente la fuerza persuasiva que tiene la publicidad más allá del producto que pretende anunciar. Porque esa es la madre del cordero, que decían las abuelas con moño. Precisamente de eso que algunos falsos entendidos llaman equivocadamente subliminal es de lo que deberían ocuparse ciertos analistas de las profundidades que a veces se ocupan de la publicidad.

Algo que muchos anunciantes parecen desconocer es que lo que mejor venden los anuncios publicitarios no es el producto que anuncian sino todo lo demás que no es producto. Por eso el mejor anuncio de publicidad es el que no parece un anuncio. El mejor anuncio para ciertos relojes, por ejemplo, es cuando alcanzamos a verle al príncipe Felipe la marca de reloj que usa.

La publicidad, pese a los analistas antes aludidos, siempre ha ido por libre. La mejor prueba de ello es que algunos diseñadores de moda la están utilizando para vendernos su estilo de vida, no sus vestidos. La publicidad siempre ha ido, pues, por libre y el resultado es que hasta que esos diseñadores que parecen odiar a la mujer no han llevado los evidentes argumentos de sus pasarelas a los anuncios, a las campañas de publicidad, publicadas en la prensa escrita, nadie se había dado cuenta hasta ahora de que, si no hay desprecio en muchas de esas imágenes, sí hay voluntad de ocultación. Algunos vigías de Occidente se han dado cuenta de todo esto hace solo un rato, pero hace ya algunos años que tanto los anuncios en la prensa escrita como algunos reportajes de moda van a lo suyo, que es, como ya se ha dicho, borrar a la mujer no solo de la iluminada pasarela, sino de la circulación.

Ocurre que el anuncio en prensa --por eso el papel nunca morirá-- permite dedicarle el tiempo suficiente para entender su verdadero argumento. Es, pues, la prensa escrita --si se está por la labor-- la que permite descubrir que hace ya demasiado tiempo que algunos diseñadores nos están dando gato por liebre. En vez de moda nos dan fotografías que incluso hacen muy felices a esos pederastas que últimamente están siendo cazados por su afición a internet. Nos pasamos el día condenando a esos viejos nuestros, que van a la búsqueda de carne fresca a Thailandia o Cuba, y a determinados y reincidentes diseñadores les permitimos que nos cuelen a través de sus anuncios lo que son algo más que anuncios de prendas de vestir.

La publicidad es tan poderosa que incluso educa sin querer. La publicidad es tan poderosa que uno se atreve a afirmar que ha hecho mucho más por combatir el racismo que Martin Luther King. Y, desde luego, lo ha hecho sin pretenderlo. Seguro. La publicidad nunca ha pretendido combatir el racismo, salvo en las campañas destinadas a ese fin que son, fatalmente, las menos eficaces.

La publicidad ha ayudado a combatir el racismo porque sus creativos necesitan el concurso de modelos negros, chinos o japoneses para que las imágenes sean más eficaces. Para que el chocolate, por ejemplo, parezca que lleva más cacao. Desde que Nueva York es la obsesión de tanto pueblerino mental, la presencia de modelos negros en un grupo de amigos sirve para proyectar imágenes de supuesto cosmopolitismo. La publicidad no crea moda, se apropia de todo lo que está de moda. Por eso en algunos espots aparecen niños chinos o negros. Porque las adopciones están de moda. Solo por eso.

Queremos que la publicidad nos devuelva la mujer. Valor, colegas.

Arturo San Agustín, periodista.