En 1949, un abogado y periodista de Los Ángeles llamado Carey McWilliams publicó California: The Great Exception (”California: la gran excepción”). El libro detalla con tanta destreza las peculiaridades del Estado de California que nunca ha dejado de reeditarse. El razonamiento de McWilliams se resume así: California es una cosa tan extraña que es imposible explicarla.
“No es posible saber aún cómo encaja exactamente California en el esquema general de Estados Unidos”, escribió McWilliams, con unas palabras que siguen siendo certeras. “Para entender a este tigre hay que dejar a un lado las reglas. Hay que olvidar todos los lemas de manual. California no es un Estado como otro cualquiera. Es una revolución entre los Estados. Es una anomalía, un fenómeno raro, la gran excepción”.
El carácter excepcional de California la ha convertido en blanco de los ataques de Donald Trump y los republicanos en la campaña contra su rival californiana, la vicepresidenta Kamala Harris.
La gente de Trump dice que la candidata demócrata a la presidencia es típica de una California demasiado loca y progresista para los ciudadanos normales del resto del país (en una encuesta nacional, la mitad de los republicanos han dicho que California, “en realidad, no es Estados Unidos”). Además, los trumpistas la acusan de ser la culpable del alto coste de la vida y la cantidad de personas sin hogar en el Estado; “destruyó California”, dice Trump. Harris, asegura la campaña republicana en un comunicado, es “la radical californiana que completa la toma del poder izquierdista que comenzó Joe Biden”.
Sin embargo, esas críticas no están funcionando, precisamente porque ya se sabe que California es una excepción. Es un Estado tan grande, tan enloquecido y tan variado que no resulta creíble decir que hay una única persona que lo encarna. Y, desde luego, no se puede culpar a ningún dirigente, por sí solo, de sus políticas ni de sus fracasos.
El otro inconveniente de atacar a California y su excepcionalidad es que se trata de una táctica demasiado vieja y conocida. De hecho, el primer californiano que fue candidato a la presidencia —el republicano John C. Fremont, en 1856— fue objeto del mismo tipo de ataques que ahora se dirigen contra Harris. “No conocemos ningún país en el que haya tanta corrupción, villanía, delincuencia, intemperancia, libertinaje y toda variedad de delitos, locuras y mezquindades” como en California, escribió Hinton R. Helper en un libro que fue todo un éxito de ventas ese mismo año.
Helper también hacía hincapié en el número de personas sin hogar en San Francisco, igual que hacen hoy Trump y otros detractores de California. “Nos encontramos a cada paso con la degradación, el despilfarro y el vicio“, escribió. “Docenas de vagabundos sin un centavo (…) deambulan sin cesar por la ciudad sin hacer nada y sumidos en la miseria. No tienen más lugar para descansar ni más cama que unos fardos de heno en los que se envuelven para refugiarse y dormir durante las largas horas de la noche”.
Esas diatribas contra el Estado de la Costa Oeste y sus políticos han sido constantes. McWilliams sostenía que California avanzaba demasiado rápido para la lentitud del resto de Estados Unidos. La educación superior se extendió en este Estado antes que en el resto del país (en 1912, la Universidad de California en Berkeley era la mayor del mundo). En 1962, se convirtió en el Estado más poblado y hoy tiene ocho millones de habitantes más que Texas. Y su economía nunca ha dejado de crecer, con un PIB equiparable al de Alemania.
California tiene enormes problemas: la escasez de vivienda, el mayor número de personas sin hogar del país y un coste de la vida por las nubes que hace que sea uno de los Estados con mayor índice de pobreza de Estados Unidos. El crecimiento demográfico se ha estancado, no porque la gente se vaya (tiene la menor tasa de emigración de todo el país), sino porque muy pocos estadounidenses pueden permitirse vivir aquí.
Ahora bien, al mismo tiempo, ha hecho más esfuerzos que otros Estados para resolver esos problemas: ha dedicado decenas de miles de millones de dólares a los servicios de atención a las personas sin hogar, ha aprobado un salario mínimo que es el doble de la media y, desde principios de este año, se ha convertido en el primer Estado del país que ofrece cobertura sanitaria a todos sus residentes, independientemente de su situación como inmigrantes. Los californianos superan en más de dos años la esperanza de vida del resto de los estadounidenses. También tiene las leyes de control de armas más estrictas del país.
En este contexto, los californianos hemos aprendido a recibir las críticas de otros Estados como envidia disfrazada. A Arnold Schwarzenegger, cuando era gobernador, le gustaba responder a los detractores con una sonrisa y esta frase: “Todo el mundo se compadece de los débiles. La envidia hay que ganársela”.
Esa seguridad de Arnold se justifica por la situación actual de California. Pero, cuando se habla del futuro, California se enfrenta a un problema fundamental del que Harris tiene cierta responsabilidad.
El problema es el sistema de gobierno del Estado, cada vez más roto. Desde hace décadas, la tendencia de California a instaurar nuevos derechos, nuevas normativas y nuevas enmiendas constitucionales, muchas veces mediante medidas aprobadas por los votantes, ha hecho que el Estado sea demasiado rígido para gobernarlo. Los sistemas estatales de educación, prisiones e infraestructuras se han debilitado. Las emergencias constantes provocadas por el cambio climático ponen en peligro cada vez a más comunidades.
Hace mucho que está clara la necesidad de un cambio estructural. Pero Harris, durante una trayectoria política en California en la que ocupó cargos como el de fiscal del distrito de San Francisco, fiscal general del Estado y senadora por California, eludió estos problemas y se negó a involucrarse en movimientos de reforma política o de la gobernanza.
Se limitó a hacer su trabajo de forma cuidadosa y pragmática, sin dejar ningún gran legado. No hay ningún programa ni institución que lleve la huella de Harris en California.
Esa cautela ha acabado por ser una política inteligente. Harris consiguió ganar tres elecciones muy difíciles—las de 2006 para ser fiscal del distrito de San Francisco, las de 2010 para ser fiscal general del Estado y las de 2016 para el Senado de Estados Unidos— frente a rivales más conocidos. Esas victorias impulsaron su ascenso a la vicepresidencia.
En la actual campaña presidencial, a Kamala Harris le gusta decir que quiere conseguir “lo que puede ser, sin el lastre de lo que ha sido”. Pero tanto la California que dejó atrás como el Estados Unidos que quiere gobernar están gravemente lastrados por las normas del pasado, por sistemas anticuados y por las deudas.
Y no hay nada en su trayectoria californiana, ni en las escasas propuestas políticas de la campaña, que haga pensar que, como presidenta, Harris vaya a tener una visión clara del país ni la voluntad de cambiar los tambaleantes sistemas nacionales, ni tampoco que vaya a abordar los grandes problemas del planeta.
No cabe duda de que la cautela y la moderación de Harris le están siendo útiles en la campaña, porque tranquilizan a unos votantes asustados ante el impredecible y autoritario Trump. Pero, si gana, los estadounidenses y los ciudadanos de todo el mundo quizá acaben pensando que ojalá no fuera una política tan convencional.
Los problemas que afronta van a necesitar seguramente, en la presidencia de Estados Unidos, a alguien que actúe con rapidez, que no sea convencional y que tenga la dimensión y el carácter excepcional de California.
Joe Mathews es columnista en California de Zócalo Public Square, investigador sobre la democracia y fundador y director de la publicación Democracy Local. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.