¿Qué nos ha pasado?

Vivimos una situación extraordinariamente difícil, que se alarga ya demasiado en el tiempo, que afecta transversalmente a la práctica totalidad de la ciudadanía, y que nos arrastra a la desazón, la parálisis y el enfado. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí, se preguntan unos ciudadanos desencantados, quejosos y malhumorados? ¿Existe hoy una clase política nacional y patriótica, ¡sí patriótica!, capaz de ponerse de acuerdo y enhebrar competentemente unas políticas de Estado más allá de la refriega inmediata y el regate corto? Ya lo decía la bicentenaria Constitución de Cádiz de 1812: «El amor de la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles…» (artículo 6). Hemos de impulsar, pues, nosotros, y nuestros representantes políticos, la causa nacional de una manera auténtica, desinteresada y responsable.

El desencadenamiento de la malhadada crisis tuvo un origen externo, se halló vinculada a los mercados financieros internacionales, y no todos, desde luego, tenemos la misma involucración, ni responsabilidad. Pero si somos honestos, la primera exigencia para poder afrontar las dificultades es reconocerlas, casi todos hemos sido copartícipes en cierta medida de la actual deriva ¿En qué hemos errado tan gravemente?

Las causas son distintas. En primer lugar, existen causas personales vinculadas a la pérdida/ausencia de valores, y de valores sostenidos sobre principios. A saber: el esfuerzo personal, el gusto por el trabajo bien hecho, el compromiso sincero, la generosidad de miras, la atención no sólo a la satisfacción de los derechos, sino al cumplimiento también de los deberes. Nos hemos ido deslizando por la pendiente de una vida mullida y próspera, por una cultura del hedonismo y el consumo, por una creciente frivolización y trivialidad, con una correlativa relativización de los retos y empeños en pos de un enriquecimiento rápido y fácil. El alarmante endeudamiento de las familias y la dramática caída del ahorro, denunciadas por el profesor Juan Velarde, son la mejor explicitación de lo acontecido. Con la gravedad añadida de no haber aprovechado los años de bonanza económica para hacer frente a las reformas pendientes: la energética, sanitaria, educativa, pensiones, laboral…

En segundo término, hay causas económicas. Hemos desmantelado irresponsablemente, al socaire de un liberalismo mal comprendido y peor ejecutado, un tejido industrial, nunca demasiado relevante, con la salvedad de algunas empresas multinacionales y bien diversificadas, y alejado de las imprescindibles políticas de innovación. Al tiempo, hemos hipertrofiado especulativamente el sector de la construcción y el mercado inmobiliario, mientras abríamos la puerta, sin una reflexión en profundidad, a una emigración escasamente cualificada y seguramente exagerada. Aunque lo más preocupante es la falta de formación profesional de nuestros trabajadores y la ausencia de competitividad de nuestras empresas. Las dos peores caras de la pesadilla. Y para cerrar el círculo, de nuevo por ignorancia de lo que es el liberalismo, les recomiendo el excelente libro de José María Lassalle, Liberales, hemos debilitado, cuando no desmantelado, los instrumentos de supervisión y control. Con especial responsabilidad por parte de un Estado débil, innane y residual.

En tercer lugar, hay causas políticas. Las instituciones no viven hoy sus mejores momentos. Primero, por la nociva partitocracia, donde los partidos han asaltado las instituciones y se han repartido alícuotamente sus despojos, mientras una sobredimensionada y endogámica clase política se ha alejado de las cuestiones que ocupan a los ciudadanos. Segundo, las instituciones, aunque hemos de preservarlas, ¡especialmente en momentos de dificultades, pues carecen de alternativa!, no han actuado siempre con ejemplaridad, satisfaciendo la requerida «legitimidad de ejercicio». Pero, por encima de todo, el Estado de las Autonomías requiere de una redefinición. De una parte, la crisis económica ha puesto encima de mesa la imposibilidad de financiar el modelo; ya no se trata pues, como hasta ahora, de defender sus bondades y ventajas, o criticar sus excesos y desvaríos, sino de que tal y como está diseñado no puede sufragarse. Especialmente al haber reproducido miméticamente la estructura del Estado en las diecisiete Comunidades Autónomas: Parlamentos, Defensores del Pueblo, Consejos Consultivos, Consejos Económicos y Sociales, Televisiones, Empresas autonómicas… De otra, por las disfunciones políticas surgidas por la afectación de los principios de coordinación, eficiencia, igualdad y solidaridad interterritorial. Por no mencionar la ausencia, en no ciertas ocasiones, de la bundestrüe o lealtad institucional.

La consecuencia es la sobredimensión de un sistema económicamente inviable y políticamente esclerotizado. Económicamente, la fragmentación del principio de unidad de mercado y la postergación de una economía de escala imposibilitan la irrenunciable productividad. Políticamente, una delimitación originariamente competencial confusa en el texto de la Constitución, la obsesión por los elementos diferenciadores frente a los comunes, la incesante transferencia de competencias del Estado a las Comunidades Autónomas, la existencia de estructuras superpuestas (Estado, Comunidades Autónomas, Diputaciones Provinciales, Mancomunidades, Municipios…), el anormal incremento de las plantillas administrativas y el exagerado desarrollo institucional autonómico imponen cambios. Paralelamente el Estado habrá de reestructurarse en busca de su redimensión, en un Estado que ya no es unitario ni centralizado. Lo que es predicable de unos Ayuntamientos que han de ganar en eficacia y en control. Unas reformas que obligaran, antes o después, a una revisión de la Constitución.

En este contexto, ¿qué reclamamos los ciudadanos de nuestros representantes? Tres exigencias, como en el cuadro de Pietro Lorenzetti,

La alegoría del buen gobierno: a) Decir la verdad. b) Saber explicarla. c) No pensar en el coste personal, ni en el rédito electoral. Requerimos de estadistas de verdad, y no de meros arbitristas. A mí me siguen resonando las palabras del presidente Theodore Roosevelt: «La verdadera democracia es aquella que vive, crece e inspira, y que deposita su fe en el pueblo; fe en que el pueblo no simplemente elegirá a hombres que representan sus opiniones con capacidad y fielmente, sino que también elegirá a hombres que ejercerán su juicio escrupulosamente; fe en que el pueblo no condenará a aquéllos cuya devoción a los principios los conduzca a adoptar actitudes impopulares, sino que premiará el coraje, respetará el honor y reconocerá el derecho.»

Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos.

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