Que nos salven muchos dioses

Parece ser que la viuda de un pastor protestante protestó porque se hubiese incluido el nombre de su marido en la celebración de los funerales de Estado que, bajo el rito católico, convocó el Gobierno de España tras el accidente aéreo de Barajas. Es de aceptar que la viuda estuvo en su derecho al mostrar su disconformidad.

Dicho lo que antecede, ya le gustaría al autor de estas líneas que, en el día de su muerte y posteriores, se rezase por él, o por lo que de él quedase, desde muy diversas fes y religiones, implorando la salvación de su alma a los muy diversos dioses cuya existencia se da por demostrada. Algunos de ellos son únicos y verdaderos, como sucede en el caso de los tres con representación fija en Jerusalén. Otros, no tanto. Unos y otros, únicos y verdaderos, múltiples y cuestionados, adorados bajo diversos ritos y confesiones, pueblan la imaginación humana, acaso también su inteligencia, y llevan a sus fieles a ocupar el mundo de conflictos como los que se afirma que pretenden evitar. El de la viuda es un ejemplo más. Y no por culpa de ella.

Ya le gustaría al autor de estas líneas el consorcio implorante al que alude. Al menos desde la perspectiva que le facilita lo oído en no pocas de las homilías dominicales del muy reverendo cura párroco rector de la basílica pontevedresa de Santa María, el ya extinto don Peregrino Reboiras Torrado. La basílica, situada justo encima del lugar en el que estuvieron en su día los astilleros en los que se construyó la nao Santa María (que no carabela) en la que Colón habría de arribar a las que consideró Indias Occidentales, guarda la inmarcesible memoria del reverendo que solía afirmar, sin cortarse un pelo, que "Dios, Dios, queridos hermanos, no es tan tonto como parece". Ningún Dios es tonto, al menos en principio. Las tonterías las adjuntamos los humanos.

La negativa de la viuda a que, desde lo colectivo, se rece por el alma de su marido en un rito que no sea el suyo propio es algo a lo que tiene perfecto derecho. Lo mismo que la buena predisposición del articulista para que, pese a su agnosticismo recurrente, se rece por su salvación desde muy diversas confesiones. Malo ha de ser que alguno de los muchos dioses existentes no se apiade de su alma pecadora y la conduzca a un lugar sereno. Así que, llegado el caso, recen por él judíos y musulmanes, católicos y budistas, cienciólogos y cualesquiera otros creyentes que tengan a bien hacerlo, de forma que lleguen a percibir el aliento de su alma agradecida --no otra cosa es ella, un aliento-- soplándoles en la oreja, como una brisa, reconocible y dulce, e incluso, si lo permiten, en el caso de las más hermosas mujeres, un poquito más abajo, en la nuca, justo en el borde con el que las gueisas marcan la frontera entre su rostro blanqueado y su cuello de alabastro; esa finísima, armónica y equilibrada línea que puede enloquecer a un santo, si pretende recorrerla con la vista un tiempo mayor que el recomendado. Muy poco, ciertamente. Sea, pues, así, si ese es el quid de la cuestión, la finísima línea, que separa también el ámbito de lo público del de lo privado. La fe personal y la confesionalidad colectiva.
Se dice así, de modo algo lírico, pues otro asunto, algo épico, es el de si se deben celebrar o no funerales de Estado. Y sí, sí deben celebrarse. Claro. La cuestión es si deben hacerse, al menos en un Estado aconfesional y democrático, bajo los auspicios de una única creencia religiosa por muy secular y mayoritaria que sea entre su ciudadanía. La respuesta es no, no debe ser así, si se quiere obrar en consecuencia con la condición aconfesional del propio Estado.

Alguna vez, en algún lugar, si es que no lo hay ya, habrá un enorme templo con el suficiente número de altares como para que en él, al mismo tiempo, se celebren ritos de las más diversas confesiones, mientras sus fieles, mezclados entre ellos, recen cada uno a su Dios, sus propias oraciones, en sus diferentes lenguas, según sus peculiares ritos, sin molestar por ello a sus vecinos y sin que ningún Dios se dé por ofendido y, ni mucho menos, lo haga ninguno de sus ministros respectivos o se descarríe ninguna oveja de los tantos rebaños de fieles convocados.

Es probable que ese templo, esa construcción, ya exista y que sea el estado propio de una democracia parlamentaria; es decir, una situación, no un lugar, en el que todos los ritos y creencias sean posibles, todas las fes, defendibles, y la condición humana, debidamente ensalzada. En tal templo no deben ser considerados admisibles los funerales de Estado celebrados bajo una única adscripción religiosa. Quizá debiera pensarse, con tiempo y calma, en una ceremonia civil para tales ocasiones. Una ceremonia debidamente regulada, en sus diferentes grados y requisitos, unas honras fúnebres celebradas en conmemoración, esto es, en el ejercicio de la memoria común, de los grandes hombres y mujeres de Estado, de los grandes tribunos o de los grandes artistas, también de las víctimas de esta o aquella naturaleza, cuando las trágicas circunstancias de su desaparición así lo requieran. Después, cada uno, bajo el amparo del Estado, en ese enorme templo de los derechos del hombre así ejercidos, rece a su Dios, implore su benevolencia o su perdón, encomiende el alma del difunto como le plazca o le convenga, que Dios, el suyo o el de otro, hará oídos sordos o sonreirá atento, según le plazca y mejor lo entienda, pues efectivamente no debe de ser tonto, como don Peregrino Reboiras afirmaba sin ambages.

Alfredo Conde, escritor.