¿Qué nos une, ahora que no tenemos moneda ni aduanas?

Por Antón Costas, catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona (EL PAIS, 17/11/04):

¿Que sucedería con el sentimiento de identidad y la solidaridad entre los españoles si el Estado limitase su papel económico a recaudar impuestos y a transferir rentas desde las comunidades más ricas a las menos desarrolladas, renunciando a implicarse en la mejora de la competitividad y el desarrollo industrial de las economías regionales, incluyendo las más avanzadas? ¿No acabaría el Estado siendo visto por unas comunidades como el gendarme benefactor que garantiza esas transferencias de renta, mientras para otras sería un mecanismo de explotación y de empobrecimiento? ¿No pagarían los pobres que trabajan y viven en las comunidades ricas los servicios públicos, infraestructuras y pensiones de que disfrutarían los ricos de las regiones pobres? ¿No se debilitarían las simpatías entre españoles? En todo caso, ¿es posible un escenario de este tipo? Si es así, ¿qué factores podrían generarlo?

Pienso que algún riesgo existe. Los agravios comparativos entre autonomías surgidos en las negociaciones para la elaboración de los Presupuestos del Estado del 2005 serían un ejemplo. Otro ha sido la tentación de cerrar los astilleros que Izar tiene a lo largo de la geografía española. Los factores que lo impulsan surgen de tres procesos que actúan de forma independiente, pero que coinciden en su efecto de debilitar el papel del Estado en la cohesión económica territorial. Se trata de la integración europea, las políticas de privatización y liberalización y el Estado autonómico. Vayamos por partes.

La integración europea, y más en concreto el mercado único europeo y el euro, han provocado la desaparición de las aduanas y las monedas nacionales. Tal vez no somos conscientes de las soterradas consecuencias que esta pérdida puede llegar a tener en la cohesión territorial. Moneda y aduanas no eran sólo símbolos de la soberanía política del Estado. Fueron los pilares básicos sobre los que, a lo largo de los siglos XIX y XX, se construyeron las economías nacionales y toda esa malla compleja de relaciones, lazos, dependencias y simpatías cuyo resultado es la creación de sentimiento de identidad y solidaridad entre las gentes y pueblos que forman un país.

En nuestro caso, el momento decisivo se produjo en 1869, con la consolidación de las aduanas exteriores y la creación de una moneda única, la peseta. A partir de esos dos pilares, el Estado pudo construir políticas económicas (monetaria, financiera, fiscal y de tipo de cambio) y de comercio exterior (proteccionistas o librecambistas) que, mal que bien, fomentaron el crecimiento, crearon un mercado interior único y dieron lugar al surgimiento de intereses económicos generales comunes a todos los españoles.

La industria jugó un papel esencial en la aparición de ese interés general. Por una parte, la industrialización de Cataluña y el País Vasco vino acompañada de fuertes corrientes migratorias interiores que actuaron como un poderoso elemento de mestizaje entre españoles. Por otro lado, el Estado se implicó en el desarrollo local y regional, mediante la creación de empresas públicas y ayudas a la localización de empresas privadas, nacionales y extranjeras. Surgió de esta forma una economía nacional apoyada en la complementariedad de las economías regionales y en la existencia de una serie de flujos comerciales y fiscales entre las diferentes regiones. Las comunidades más desarrolladas se vieron favorecidas con un saldo comercial, al vender más de lo que les compran a las menos desarrolladas. Pero éstas, a su vez, se benefician con un saldo fiscal positivo, en la medida en que lo que pagan por impuestos y cuotas de la Seguridad Social es menos de lo que reciben a través del gasto público, las prestaciones sanitarias y las pensiones. Lo comido por lo servido.

Pero las cosas han cambiado. Con la integración, el mercado interior español se ha hecho europeo. Esto favorece que se cuestione la magnitud de los déficit fiscales sobre los que se apoya la solidaridad de rentas. Además, el Estado ha perdido capacidad para hacer políticas convencionales de apoyo industrial al margen de la UE, tal como nos lo ha venido a recordar el caso de Izar. El peligro ahora es pensar que ya no existe responsabilidad estatal en el mantenimiento y fortalecimiento del tejido industrial de las regiones.

Este peligro de inhibición del Estado se ha venido a sumar a los efectos de las políticas de privatización y liberalización sobre el equilibrio económico territorial. Las privatizaciones y fusiones en las que han participado las antiguas empresas públicas han dado lugar a una verdadera deslocalización del poder económico hacia la capital del Estado. La privatización de Seat y la fusión del BBV y Argentaria fueron ejemplos de esa deslocalización. Además, todos los nuevos organismos reguladores surgidos de la liberalización de los servicios públicos se han localizado también en Madrid. Nada de eso era inevitable. En Europa no lo ha sido. Pero aquí sí. El resultado es una estructura de poder económico de estilo latinoamericano, con una capital macrocefálica y el resto del país jibarizado. Esta centralización favorece la ecuación "Estado igual a Madrid". Y eso da alas a los viejos y nuevos nacionalismos.

Por último, el papel económico del Estado en las autonomías también se ha visto disminuido por el hecho de que éstas han pasado a gestionar un volumen creciente de competencias económicas y de gasto público, que las ha convertido en principales proveedoras de servicios sociales a la población (educación, sanidad o vivienda).

El Estado-nación que hemos conocido a lo largo del último siglo y medio se está transformando en un Estado-sandwich, en el que el tamaño de las cortezas (Unión Europea por arriba y autonomías por abajo) va aumentando, a la vez que las funciones del Estado van disminuyendo. Pero el problema es que las que le quedan son las más susceptibles de producir agravios comparativos y de afectar a la solidaridad interterritorial: recaudar impuestos, asignar inversiones y transferir rentas. En este escenario, algunos pueden caer fácilmente en la tentación de pensar que lo mejor es desprenderse de la carga del Estado y, a partir de ahora, que cada uno vaya por su lado.

¿Qué nos une, ahora que ya no tenemos moneda ni aduanas y el Estado parece haber perdido capacidad para implicarse en el desarrollo económico regional? Sin duda, siguen existiendo muchos lazos, simpatías y sentimientos de identidad y solidaridad basados en una historia común y en valores y pautas de conducta común, que nos identifican y diferencian de todos los demás países europeos, como el caso de los horarios de comida. Pero no son suficientes en el nuevo escenario.

Hay que reinventar el papel económico del Estado. Por un lado, fortaleciendo su papel dinamizador del tejido empresarial y de la competitividad de las economías autonómicas, sin olvidar las más desarrolladas. A través del Estado es posible poner en marcha grandes redes de infraestructura, tipo ferrocarriles AVE, y participar en proyectos de ámbito europeo, como el de Airbus o el consorcio europeo aeroespacial EADS. Por otra parte, poniendo en marcha nuevos instrumentos de diálogo y cooperación entre Estado y Comunidades Autónomas que permitan buscar soluciones globales a problemas comunes, como los de la sanidad o la financiación autonómica.

En este sentido, dos hechos ocurridos recientemente me sirven de ejemplo: la reunión de presidentes autonómicos y la toma de control de Repsol por parte de La Caixa. El primero tiene un valor que va más allá del simbolismo de la foto, al poner en marcha mecanismos para afrontar problemas comunes de forma multilateral, evitando la negociación vis a vis de cada comunidad con el Gobierno central, que llevaría a un escenario conflictivo y difícilmente gobernable. Como señaló el presidente de la Generalitat catalana, la foto vino a decir que las Comunidades Autónomas también son Estado. El segundo hecho tiene una carga simbólica que va más allá de su significado empresarial, consistente en que el mayor accionista de una sociedad se hace cargo de su control. Ese simbolismo está en que sea una empresa de fuera de Madrid la que controle una empresa "española" de proyección internacional. Hay que perder el recelo que en este sentido mantuvieron José María Aznar y Rodrigo Rato. Al contrario, sería bueno que se produjesen más casos de este tipo. Y que algunas empresas privatizadas retornasen sus centros de decisión a donde tienen sus principales actividades, como fue el caso de Seat o, más recientemente, la decisión de Endesa de localizar sus negocios de generación y distribución en Sevilla y Barcelona. Eso también es hacer Estado.

Reinventar el papel económico del Estado para fortalecer la cohesión territorial requiere esencialmente ser capaz, ahora en el nuevo contexto de la UE, de impulsar la competitividad de las economías autonómicas, facilitar la creación de grandes empresas nacionales con base regional y proyección internacional y aumentar la participación española en los grandes proyectos industriales y tecnológicos europeos. Ninguna otra actividad económica tiene la capacidad de la industria y los nuevos servicios avanzados para articular unos intereses generales como país y fortalecer la cohesión y la solidaridad interterritorial. La industria exige construir consensos entre todos los actores empresariales, sociales y políticos que garanticen mejoras de productividad, crecimiento y bienestar social a largo plazo para todos. Y sus empleos son más productivos y socialmente más valorados que los de cualquier otra actividad económica. Si conseguimos reinventar la política industrial percibiremos mejor lo que nos une. Y esto nos hará ver el interés en seguir viajando juntos, evitando la tentación de hacerlo cada uno por su cuenta.