Qué otro mundo era posible

El fracaso moral y económico del socialismo real obligó a la izquierda a buscar un modelo con el que oponerse al orden salido de la Guerra Fría. Los que trabajamos en departamentos de ciencia política fuimos testigos de un 'casting' infructuoso de teorías e ideologías que pudieran erigirse en una alternativa a las democracias liberales capitalistas. Así, cuando la crisis financiera de 2008 generó unos niveles de descontento que Occidente no había conocido en décadas, la izquierda se hallaba aún sumida en el desconcierto, incapaz de ofrecer una propuesta creíble. El ciclo de protestas que inauguró el 15M representó el paroxismo de esta desorientación. En las protestas, sorprendió la facilidad con la que una parte de los occidentales se entusiasmaron con ideas maximalistas y vaporosas. La crítica a la irresponsabilidad de los actores económicos y políticos durante la crisis se llegó a confundir con la imaginación de una existencia sociopolítica transfigurada. Pero la fuerza de la normalidad se impuso rápidamente. A pesar de la insatisfacción, los occidentales estamos menos dispuestos que nunca a destejer nuestras vidas, y todavía aceptamos con naturalidad la autoridad de las instituciones.

Qué otro mundo era posible
NIETO

El problema fue que no solo la energía psicológica y moral que requieren las revoluciones estuvo ausente. Cuando el populismo recogió parte de este descontento, pretendió aglutinar en su concepto de pueblo estas demandas insatisfechas. Su discurso defendía el poder real de la política para legislar la abundancia. «Sólo el estado prerevolucionario –dice Cioran– es auténticamente revolucionario». Como era de esperar, la flexibilidad de lo real se entumeció en cuanto entraron en los gobiernos. Más allá de la plebeyización de la política y de la exacerbación de las luchas simbólicas, estos partidos solo pudieron presentarse como restauradores inverosímiles de las conquistas de los estados de bienestar. Entre los que proclamaron que «otro mundo [mejor] es posible», resultó un lugar común despachar como una simplificación la noción del «fin de la historia» de Francis Fukuyama –la teoría de que la humanidad será incapaz de encontrar una alternativa satisfactoria a la democracia liberal–. Se trataría, para los críticos, de un claro ejemplo de la desmesura con la que los vencedores de la Guerra Fría interpretaron su propia victoria, intentando naturalizar un orden global contingente.

La realidad, sin embargo, es que el «fin del fin de la historia» se parece mucho más a un adagio reduccionista que la propia teoría de Fukuyama. Al contrario de lo que suele pensarse,' The End of History and the Last man' (1992) dista mucho de ser una eufórica proyección indefinida del orden liberal, y contiene una exploración profunda y lúcida de las condiciones que pueden lastrar su expansión, su realización completa o su mantenimiento. Los críticos han tendido a sobredimensionar la predicción contenida en la tesis: «En el fin de la historia ­no es necesario que todas las sociedades se conviertan en sociedades liberales exitosas, sino, simplemente, que terminen con sus pretensiones ideológicas de representar formas diferentes y superiores de sociedad humana». Las impugnaciones de la izquierda populista han terminado materializándose en «correcciones» al marco existente. Como advirtió Tocqueville, la libertad y la igualdad son valores en tensión, y «no existe un punto fijo o natural –dice Fukuyama– en el que la libertad y la igualdad lleguen a un equilibrio, ni una forma de optimizar ambos simultáneamente». Es lógico, entonces, que una contienda por el ajuste continuo entre las cantidades de una y otra siga produciéndose en las sociedades poshistóricas.

Los críticos han confundido la presentación de la inevitabilidad del liberalismo con su celebración incondicional. Partiendo de una antropología de inspiración platónica, Fukuyama defiende que la satisfacción de nuestros deseos no es la única fuerza que mueve la historia. «Además, los seres humanos buscan el reconocimiento de su propia valía», búsqueda que constituye «una forma de afirmación personal, una proyección de los valores propios en el mundo exterior, y genera sentimientos de indignación cuando otras personas no los reconocen». Siguiendo las teorías de Hegel y de Kojève, el autor estadounidense interpreta la historia política a la luz de esta lucha por el reconocimiento. Si el liberalismo constituye el estadio final de la humanidad es porque habrá conseguido satisfacer mejor que ningún otro régimen la parte 'thymotica' del alma en la mayoría, sustituyendo el reconocimiento superior de unos pocos por el reconocimiento igual de los muchos. El primer Fukuyama se debate con una suerte de demonio interior nietzscheano que, por momentos, parece convencerlo de la superioridad del violento hombre histórico sobre el burgués poshistórico. La posibilidad de que los individuos encuentren «la vida de la esclavitud sin amo –la vida del consumo racional–, en último término, aburrida» permanece abierta.

El fondo de las correcciones al orden liberal que propone la izquierda alternativa no tiene que ver con la insatisfacción última que produce este reconocimiento igual, sino, al contrario, con la crítica al liberalismo por no haber sabido materializar sus ideales. Aunque uno de los debates más interesantes sobre los nuevos derechos gira en torno a si estos constituyen una negación sustantiva de la visión liberal o su desarrollo último, lo cierto es que la izquierda ha presentado sus luchas como la implementación efectiva de derechos que pensábamos tener ya reconocidos.

El problema es que, más allá de la igualdad política, los humanos seguimos otorgando distinta valía a las cualidades, bienes y éxitos de las otras personas. La incapacidad para producir un cambio socioeconómico de calado ha llevado a la izquierda a concentrar su atención en corregir todo ese reconocimiento desigual que resulta imposible –e indeseable– erradicar de nuestra vida mental. En su libro de 1992, Fukuyama vislumbra el peligro de este exceso de 'isothymia' (el deseo de ser reconocido como igual), aunque se muestra moderadamente optimista: «Si mañana las pasiones isothymicas intentan prohibir las diferencias entre lo feo y lo hermoso, o fingir que una persona sin piernas no solo es espiritualmente igual sino también físicamente igual a alguien con el cuerpo entero, entonces el argumento se refutará a sí mismo con el tiempo, de igual manera que ocurrió con el comunismo. Esto no es algo con lo que debamos sentirnos cómodos, pues la refutación de las premisas 'isothymicas' del marxismo-leninismo tardó siglo y medio en completarse. Pero la naturaleza es un aliado en esto».

De entre las nuevas amenazas verosímiles al triunfo final del liberalismo, no se encuentra ninguna que provenga de la imaginación de una alternativa coherente y viable de izquierdas. La tesis de Fukuyama no se ha visto desmentida, sino reforzada por la forma en la que sus partidos han gestionado el descontento generado por la crisis de 2008. Si la izquierda radical acaba devolviéndonos a la historia, no será gracias al triunfo de su modelo inexistente, sino llevando al límite las pasiones propias de las sociedades liberales.

Guillermo Graiño Ferrer es profesor de Teoría Política de la Universidad Francisco de Vitoria.

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