Que paguen los ricos

La escasez de numerario está obligando a la clase política a un ejercicio esencialmente poético: el de inventar formas y giros que expliquen por qué se va a pedir al contribuyente más dinero… a la par que se desvirtúan o deterioran las prestaciones públicas. El desafío es nuevo en cierto sentido, y en otro no lo es. Me explico. Constaba en los papeles, desde larga data, que el sistema de protección social estaba condenado a reventar. Lo sabían los funcionarios de Sanidad, lo sabían los interventores de la Seguridad Social, y lo sabían mejor que nadie los demógrafos, los cuales miden el tiempo por generaciones y se hallan por tanto en la precisión gremial de echar cuentas sin dejarse impresionar por el corto plazo. No querían saberlo, sin embargo, los políticos, ni tampoco los votantes. Unos y otros abrieron alegremente la mano mientras sonó la calderilla en la faltriquera, difiriendo para más adelante la cuestión incómoda de qué hacer cuando la faltriquera se desinflara como el odre de una gaita en la que ha dejado de soplar el gaitero. Pues bien, en esas estamos: la crisis le ha cortado el resuello al gaitero y el odre está vacío, o lo que es lo mismo, no tintinean las monedas cuando repasamos el fondo de la faltriquera. Ha llegado momento de tener ideas, o de simularlas. ¿Qué es lo que, en el apurón, oímos decir a uno y otro lado del Atlántico?

Máximamente, esto: que paguen los ricos. El mensaje pulsa, con eficacia innegable, varias teclas a la vez. La tecla de la solidaridad cristiana, cuya expresión secularizada es el Estado Social; la tecla específicamente política, cuya expresión corporativa son los partidos de inspiración socialdemócrata; y asimismo la tecla del rencor, ya que hemos concluido, en mi opinión demasiado aprisa, que todo sería vino y rosas si los peces gordos de Wall Street no hubiesen mutado en terroríficos tiburones blancos. Pero éstas son notas a pie de página. Convengo, en grueso y sin entrar en detalles, en que es menester que hagan un esfuerzo añadido los ricos, o siendo más realistas, los menos pobres. ¿Está dicho todo? No, en absoluto.

La consigna de que deben pagar los que más tienen oculta un dato que en ocasiones el contexto permite determinar con claridad, pero que otras veces se nos queda, por así decirlo, trasconejado y como sin dibujar. Me refiero al demos. En la práctica, solo se hallan obligados por derechos y deberes recíprocos los miembros que pertenecen a una misma comunidad. Cuando la comunidad es una democracia, cabría redondear la apreciación agregando que los derechos y deberes atan a los individuos en la medida en que éstos se consideran corresponsables de un mismo orden político. Al cabo, las dos dimensiones se confunden. Las democracias sociales europeas se levantan sobre la planta de viejos reinos, constreñidos a una unidad siempre imperfecta tras un itinerario constelado de violencias exteriores e interiores. Es lícito afirmar, sin un ápice de exageración, que la necesidad común, la convivencia, y el puro deseo de perdurar unas gentes al lado de otras, han labrado formas de solidaridad que los filósofos políticos prefieren resumir como el fruto de pactos sociales o la adhesión a tal o cual carta constitucional. Sea como fuere nos encontramos con que la solidaridad es limitada, no solo porque los recursos son limitados sino porque no es verdad que la entrega que cada cual hace de sí a los demás pueda estirarse hasta abrazar al conjunto de todos los hombres. Esto lo comprendió, insuperablemente bien, Rousseau. Quizá le divierta al lector saber que la expresión volonté générale, en su acepción rousseauniana, no es de Rousseau sino de Diderot. Diderot la introdujo en Droit naturel, un artículo de la Enciclopedia en el que asevera que el hombre ingresa en el estado civil instruido por la razón y fortalecido por la sanción de una panorámica, abstracta, voluntad general. La respuesta a ese artículo es el Contrato de Rousseau, y más específicamente, una especie de brouillono borrador que Rousseau redactó hacia 1760 y que ha pasado a los anales con el título de Manuscrito de Ginebra. Señala Rousseau en el Manuscrito: «Empezamos a ser hombres después de habernos convertido en ciudadanos. De aquí se desprende qué hemos de pensar de esos pretendidos cosmopolitas que, justificando su amor a la patria por su amor al género humano, se jactan de amar a todo el mundo para tener el derecho de no amar a nadie».
La observación de Rousseau continúa siendo pertinente. Es fácil echar facha, pero mucho menos estar a la altura de la facha que se ha echado. Muchos de los que piden que se multiplique el porcentaje del presupuesto dedicado a la solidaridad planetaria; buena parte de los que intiman la supresión, por decreto, de la pobreza en África; no pocos de los que se acongojan porque no somos todos iguales, piden con ahínco idéntico, sin que se les altere un punto el rictus justiciero, niveles de protección social que solo pueden permitirse los países ricos… a condición de que no repartan, evangélicamente, su renta entre los que son pobres. Admirable, sin duda, pero manifiestamente inconsistente. Tomemos tierra, y contemplemos los hechos desde abajo.

Tanta menor resistencia opondrá a pagar más el que más tiene, cuanto mayor sea su congruencia moral con aquellos que se benefician de lo que paga. Por descontado, nada marchará a derechas si el aparato impositivo es percibido como abusivo, ineficiente o arbitrario. Pero no es menos importante, es incluso más importante, que exista un sentido de comunidad nacional. Es el perímetro comunitario el que permite anclar el sacrificio en emociones que sean algo más que el eco retórico de un amor difuso a la Humanidad. Es ese perímetro el que comprime las buenas intenciones en un propósito serio, en un compromiso de verdad. Ello sentado, debo revelarles por qué he escrito la Tercera que están ustedes leyendo. En nuestro caso, entiéndanme, en el de España, flojea harto el sentimiento nacional. Da señales rapsódicas, vergonzantes y como desafinadas, en la mitad diestra del espectro, y luego va decreciendo conforme nos corremos a babor, quiero decir, hacia el costado izquierdo de la opinión, o por lo menos, de su expresión política. Hace años, de hecho, muchos años, que nuestra izquierda, por motivos complejos y que ahora no vienen a cuento, ha decidido sustituir el sentimiento nacional por un cosmopolitismo idealista y sin destinatario claro. Por eso suena raro, suena extemporáneo en boca de muchos políticos a los que ampara el logo del puño y la rosa, el lema de que deben pagar los ricos. La propuesta, enunciada en barbecho, sin el apoyo o la autoridad de un proyecto común, insinúa que ser rico es ser, de alguna manera, culpable, y que esa culpa debería ser saldada pagando un peaje en la aduana de la Humanidad. Éstas son palabras mayores, o para ser más exactos, demasiado grandes para el ente en que la Humanidad presuntamente se ha encarnado: Alfredo Rubalcaba y sus delegados prospectivos en Hacienda. No hay correspondencia entre el continente y el contenido. No queremos ser ángeles. Nos contentamos, y es pedir mucho, con ser buenos españoles.

Álvaro Delgado Gal, escritor.

2 comentarios


  1. Estimado Álvaro:

    Lo primero es mostrarle mi agradecimiento por su artículo, ya que considero que es un un texto que tiene una solidez considerable. Le escribo a propósito de la cita sobre Rousseau, ya que me gustaría saber la referencia bibliográfica de ella misma. Le ruego qué en la medida de lo posible, me escriba un correo a la dirección que le dejo, con esta información.

    Le agradezco mucho su atención.

    Un saludo cordial.

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