¿Qué pasará en Catalunya?

Me ha telefoneado un amigo castellano, hombre sereno y reflexivo, para preguntarme acerca de algunas noticias recientes que hablan de Catalunya y los catalanes. "Oye, Francesc, ¿qué va a pasar en Catalunya con todo el lío del Tribunal Constitucional (TC) y los referendos independentistas municipales?", ha insistido mi colega. Con él, buen conversador, he charlado muchas veces de eso que en Madrid todavía llaman "el problema catalán". Ni yo le he convencido nunca de mis puntos de vista ni él ha hecho lo propio conmigo, pero nos vamos escuchando respetuosamente, lo cual ya es mucho, teniendo en cuenta la historia que nos alumbra. Ante su enorme interés por el futuro de las cosas de aquí, le recuerdo que no soy futurólogo y, luego, le propongo que - antes de lanzarnos a la especulación-analicemos lo que ahora mismo está sucediendo.

Hay tal abundancia de hechos y declaraciones, en esta semana emblemática de la Diada, que cuesta separar el grano de la paja.

Lo que viene es un resumen de lo que le he comentado a mi amigo.

Primero. La larga espera del fallo del TC sobre el Estatut ha dejado en fuera de juego a la política oficial catalana, precisamente cuando llegamos a la recta final de la legislatura autonómica y los partidos calientan motores para las elecciones al Parlament, en otoño del 2010. Ninguna formación tiene claro qué debe hacerse si, finalmente, el Estatut es tumbado, recortado o descafeinado, parcial o totalmente. ¿Por qué nadie en Catalunya puede concretar cabalmente un plan ante tal eventualidad? Porque, hablando con rigor, nos enfrentaríamos a la primera gran crisis institucional del edificio autonómico desde su creación y ello obligaría a revisar, en medio del incendio, las ideas, los programas y las estrategias de todas las siglas del arco parlamentario catalán. Y no están preparadas para esta empresa: sería reabrir la transición sin anestesia.

Segundo. La sociedad vive esta espera de manera desigual. Por un lado, la base social del catalanismo en sus diversas intensidades ha incrementado su desconfianza hacia todos los partidos, a pesar de los guiños que ERC y un sector de CDC lanzan ante este público más activo y movilizado. No se ven liderazgos mientras un alcalde es elevado a héroe. La paradoja es que ni el independentismo parlamentario, hoy en el Govern, es capaz de encauzar este malestar. Reaparece la tendencia milenarista del nacionalismo catalán que ha documentado muy bien el historiador Enric Ucelay-Da Cal. Se multiplican las acciones, se atomizan los grupos, lo interesante convive con lo ridículo. Pero esta vez, a diferencia de lo que sucedió entre los años veinte y treinta, la idea del divorcio de Catalunya y el resto de España se recubre con una sólida argumentación (ahí están las balanzas fiscales que el ministerio tuvo que enseñar a regañadientes) de base económica y social (no sólo cultural y política) y penetra en nuevas élites, alejadas generacionalmente del trauma (y del miedo) de la Guerra Civil y del catalanismo resistencial. Por otro lado, la sociedad catalana que se siente cómoda en la españolidad (votantes mayormente de los populares y los socialistas) vive al margen de dicha agitación y responde sólo a la lógica bipartidista estatal. Añadamos complejidad a la foto: junto a la consulta soberanista de Arenys de Munt hay que colocar los votos que Zapatero (más de 1.600.000) recogió en Catalunya en las últimas generales. Y, luego, junto a este cuadro, hay que ver el actual juego de mayorías y minorías en el Parlament y en las Cortes españolas.

Tercero. El eje nacionalitario sigue rigiendo la política catalana, y no es por casualidad. Por si fuera poco, como ha observado agudamente Vicenç Villatoro, lo único que arroja consensos en la política española es la agenda nacionalista (el acuerdo de gobernabilidad vasco), mientras la crisis económica, que exige altura de miras, colaboración y sentido común, es el campo de batalla preferido tanto del PP como del PSOE. Estamos en la hora del desempate: el nuevo nacionalismo español, a caballo de una lectura lo más restrictiva posible de la Constitución de 1978, trata de poner fin a lo que ve como insoportable anomalía catalana, por todos los medios oficiales y oficiosos. La Catalunya institucional no sabe responder a esta ofensiva (pasamos días y días hablando de cómo debemos manifestarnos), pero la presión produce un efecto incontrolado: el catalanismo se desplaza poco a poco hacia la hipótesis rupturista, a pesar de la escasa credibilidad de los vendedores oficiales de la independencia. ¿Quién marca la agenda? Nadie lo hace, todo se mueve a golpe de reacción, la centralidad se funde bajo los pies de Montilla y de Mas. Los partidos cambian de criterio cada cuarto de hora y transmiten mensajes contradictorios. Son demasiado vulnerables a las oscilaciones de los márgenes.

Mi amigo castellano no sabe si apuntarse a la tesis de Josep Ramoneda (si se cargan el Estatut, el independentismo crecerá) o a la tesis de Enric Juliana (mucho ruido y pocas nueces, de momento estamos ante la enésima foguerada del català emprenyat).Servidor de ustedes - puesto a usar la bola de cristal-teme lo que podría ser la síntesis diabólica y frustrante de ambos horizontes: una Catalunya subyugada por el cambio efectivo de statu quo pero sin fuerza real para unir voluntades y concretar alternativas creíbles. No quiero un país que renuncie a hacer política y fíe toda su suerte a la magia.

Francesc-Marc Álvaro, periodista y ensayista.