¿Qué pasó en Chile?

Partidarios del ultraderechista José Antonio Kast se manifiestan tras conocer los primeros resultados de la primera vuelta de las elecciones celebradas en Chile el domingo.IVAN ALVARADO (Reuters)
Partidarios del ultraderechista José Antonio Kast se manifiestan tras conocer los primeros resultados de la primera vuelta de las elecciones celebradas en Chile el domingo.IVAN ALVARADO (Reuters)

Con el 99,9% del voto escrutado van a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Chile los líderes de dos formaciones nuevas: José Antonio Kast (27,9%) del Partido Republicano —ultraderecha conservadora en los valores y muy liberal en política económica–, y Gabriel Boric (25,8%) de Convergencia Social —coalición de partidos de izquierda y centroizquierda que ganaron peso en la campaña por el cambio constitucional—. Aunque la cobertura mediática se ocupa de la polarización del electorado, lo que destaca es su ausencia (53% de abstención). ¿Cómo entender la conexión entre la apatía y el estallido de 2019? ¿Cómo explicar que tras el mayoritario Apruebo a la nueva Constitución, en 2020, poco más de un año después encabece las preferencias un líder de la extrema derecha que reivindica la dictadura? Cinco claves: la despolitización de Augusto Pinochet dejó sus frutos; la turbopolítica domina la esfera pública y se traduce en una volatilidad extrema; el voto voluntario favorece la polarización y también incentiva la abstención; el estallido social fue un síntoma grave, sobrefestejado por las expectativas de transformación generadas y subestimado en sus condicionantes; finalmente, los resultados de las presidenciales ponen en riesgo el proceso constituyente y con ello la redefinición de la democracia en Chile. Veamos cómo encajan las piezas.

Uno. Revive el legado de Pinochet. El objetivo de la Constitución de 1980 era recluir la política para las generaciones futuras. Aquella Constitución afirmaba en su articulado que “Chile es una república democrática” y que “el Congreso nacional se compone de dos ramas: la Cámara de Diputados y el Senado”. ¿Por qué estas referencias, estudiadas en los currículos escolares durante los años ochenta, en un país sin democracia ni poder legislativo? Claudia Heiss ha sugerido que el régimen quería educar a las futuras generaciones. No fue solo un “modelo de civismo”. La principal herramienta para dejar las cosas bien atadas fue el sistema electoral elaborado por Jaime Guzmán (un referente intelectual y otrora padrino del actual líder de la extrema derecha José Antonio Kast, que en la campaña ha reivindicado el legado de la dictadura). Guzmán ideó un sistema que combinaba la elección binominal y la exigencia de supermayorías para cambiar no solo las leyes fundamentales sino también muchas otras que de esta manera quedaban bloqueadas a cualquier reforma. El sistema (eliminado durante el último Gobierno de Michele Bachelet) incentivó a los partidos a agruparse en dos grandes coaliciones que salvo en casos muy excepcionales se repartían el primero y el segundo cargo en disputa; luego, las supermayorías requeridas impedían el cambio. La política servía de poco. Unas élites promovieron esa estrategia y otras se acomodaron bien a ese cómodo ejercicio del poder. Bachelet impulsó reformas entre las que además de cambiar el sistema binominal por uno proporcional introdujo el voto voluntario. Hasta las elecciones de 2009 la participación superaba siempre el 85% (unos datos que no reflejaban la participación real debido al requisito de registro obligatorio). Desde entonces ha quedado por debajo del 50%, con la excepción del plebiscito constitucional de octubre, que alcanzó el 51%. El domingo, en unos comicios realizados mientras se debate el proyecto constituyente, esto es, fundamentales para definir el futuro institucional del país, la participación cayó 4 puntos (47%).

Dos. La turbopolítica. Definida como aceleración de los tiempos políticos debido a la concatenación de hechos excepcionales, se afianza sobre el declive de las grandes afiliaciones y la apelación a las emociones y el escándalo. Los partidos tradicionales pierden apoyos, emergen nuevos partidos y nuevos liderazgos y la discusión pública gira alrededor de consignas extremas: la venezuelización de Chile contra el fascismo. Sebastián Sichel, el candidato de la derecha agrupada en Chile Vamos—coalición entre la Unión Demócrata Independiente (UDI), Renovación Nacional (RN), Evolución Política (Evópoli) y el Partido Regionalista Independiente Demócrata (PRI)— hoy en el Gobierno, apenas obtuvo el 12,7% de los votos. La candidata del centro-izquierda agrupada en Unidad Constituyente —Partidos por la Democracia (PPD), Radical (PR), Socialista (PS), Demócrata Cristino (PDC) y Ciudadanos (CIU), entre otros— y actual presidenta del Senado, Yasna Provoste, obtuvo un 11,7% de los votos. Más claro: los principales representantes de las dos grandes coaliciones que se alternaron en el poder desde 1989 no reúnen sumados el 25% de los votos emitidos. Lo más emblemático de esta elección turbulenta proviene de la candidatura de Franco Parisi que, con dos años sin pisar Chile y sin haber ejercido su derecho al voto por no haberse registrado en el consulado correspondiente, obtuvo el 12,8% de los votos. Con su Partido de la gente, participó de forma telemática. ¿Bastan las redes sociales y la televisión para conseguir semejante respaldo sin ni siquiera tomarse el trabajo de visitar el país (donde por cierto tiene algunas causas judiciales de diverso orden abiertas)? Ahí encajan los hechos excepcionales, la manera en que han ido imponiendo urgencias, sustos y saltos de bando en unas campañas atravesadas por los Papeles de Panamá y el fallido juicio político al actual presidente Sebastián Piñera, los discursos xenófobos de la extrema derecha, el conflicto mapuche y el apoyo de ciertos sectores de la extrema izquierda a Nicaragua, Venezuela y Cuba. Ahí encontró eco la apelación al orden del candidato de la extrema derecha (que también aparece en los Papeles de Panamá). A la izquierda, las consignas que movilizaron a los alineados no lograron atraer a los desafectos ni a quienes optaron por otras formaciones.

Sobre estas bases, tres, el voto voluntario favorece la polarización, apunta a movilizar emociones mientras desincentiva a los moderados.

Cuatro, el estallido social fue una señal de hartazgo sobreleída en sus potencialidades. Un problema para el progresismo global es su necesidad de utopías. Un estallido social puede tener el potencial de abrir el sistema político, pero es una señal de que el sistema va muy mal, que no contiene en sí mismo los instrumentos para el cambio. Se deben construir. La necesidad de hornear a fuego lento las condiciones sociales, políticas e institucionales para el cambio chocan contra las resistencias a este cambio, de las que abundan evidencias. Esto es lo que muestran estos resultados electorales.

Cinco, esto no termina, pero ahora qué. Habrá segunda vuelta el 19 de diciembre. A Boric curiosamente lo votaron apenas 800.000 personas más que en las primarias. Piso alto y techo muy bajo. Dependerá del candidato y su coalición poder apelar a más sectores de la población. La derecha chilena, que pareció en algún momento apostar por la renovación y la modernización, no parece muy dispuesta a sacrificar sus intereses económicos en defensa de los derechos humanos y la democracia. Muchas preguntas abiertas también en relación con la centroizquierda. Sería hora de bajar a negociar y contener, porque la Constituyente sigue su trabajo mientras el Parlamento refleja la gran fragmentación y variedad de posturas. No será fácil alinearlas con las reformas que se están promoviendo por la vía constitucional. La necesidad de responsabilidad política es acuciante. América Latina no necesita otro Jair Bolsonaro.

Yanina Welp es investigadora asociada en el Albert Hirschman Centre on Democracy, Graduate Institute en Ginebra (Suiza) y directora editorial de Agenda Pública.

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