Existen no pocas distancias e ironías entre lo que creemos reclamar de los políticos y lo que -para bien o para mal- finalmente reclamamos de ellos. Valga como ejemplo una virtud en plena bajamar: pedir gravedad a nuestros hombres públicos parecería hoy un propósito tan desnortado como pedirle contención verbal a un tuitero o una licenciatura en Bíblica Trilingüe a Neymar. Sin embargo, tras ir serpeando de Cicerón a los Padres Fundadores y de Maquiavelo a De Gaulle, aquella antigua gravitas de estirpe republicana aún mantiene un cierto prestigio residual. Incluso en tiempos de política más bien lampiña, todavía juzgamos a los políticos por su elocución -por su empaque y compostura- en la tribuna. De las jóvenes promesas tendemos, por instinto, a pensar si llenarían el traje de presidente, y ya hemos observado a alguno con suficiente reprís para alternar el esmoquin y la camiseta con mensaje. Véase que los mismos parlamentarios admirados por una apostura juvenil casi angélica -de Disraeli a Pitt el Joven, de Suárez a González- irán dejando atrás su pose de Sorel para sedimentar en nuestro juicio con la hechura natural del elder statesman. Es una paradoja: en nuestra vida pública, a todos nos gustaría beneficiarnos de figuras con la sabiduría senatorial de un Harold Macmillan o un Helmut Schmidt, pero he ahí que la inmediatez y la sobreexposición -el baño demótico de la entrega sentimental a la masa- recortan la vida útil del político y lo condenan al acacharramiento prematuro. Ítem más: pedimos, no sin razón, que las cúpulas se abran, que los partidos se renueven, mientras se nos hace inevitable cierta culpa al pensar que un Konrad Adenauer pasaría por un viejo cascarrabias al lado de, pongamos, Alberto Garzón.
Ciertamente, Adenauer también sería a nuestros ojos modelo acabado de la casta: de alguna manera, parecemos dar por bueno que la experiencia mejora toda actividad, con la sola excepción de la política. Tan longevo, al anciano canciller le hubiésemos reprochado que se eternizara en el cargo; al mismo tiempo, de haber buscado una salida en la empresa privada, no se nos hubiera caído de los labios el clamor contra las puertas giratorias. Es un equívoco dentro de otro: anhelamos líderes con visión para 'hacer política' a la vez que aureolamos el perfil del experto frente al del político de carrera, todo ello sin descuidar -por supuesto- nuestro desdén por los tecnócratas. En cuanto al sueldo, ya se sabe: deseamos tener en el ágora a los mejores, pero nuestro ideal sólo está completo si cobran como cobrarían los peores.
¿Y si, en el fondo, no hay en nuestras actitudes un sustrato de desprecio a la excelencia? En teoría, exigimos que nuestros políticos sean mejores que nosotros; en la práctica, los castigamos cuando no son iguales que nosotros. Dicho de otro modo, sabemos que deberíamos buscar en los hombres públicos el espejo de nuestras virtudes y, sin embargo, con frecuencia nos consuela que reflejen nuestros mismos defectos. Por ejemplo, cualquiera firmaría tener tribunos preparados y leídos, pero ay de aquel o de aquella que deje asomar alguna querencia culta: su arrogancia nos resultaría insultante, su alarde lo llevaría al particular pudridero que reservamos al político-intelectual. Al revés, ya hemos visto que un paso en falso sobre Kant es capaz de soliviantar a media España como si del claustro profesoral de Marburgo se tratara. En cualquier caso, cuando los políticos más sabios buscan disimularse, tampoco estamos dando incentivos al político estándar para sustituir las tablas de Excel por Plutarco. Algo similar sucede con lo que va de la palabra escrita a la palabra hablada: deploramos, con lamento de cornejas, el abaratamiento del lenguaje público, pero quizá debiéramos plantearnos hace cuántos años que no prestamos atención al discurso íntegro de un político. ¿Estamos dispuestos a escuchar una castelarina? Mientras añoramos el vigor oratorio de un Churchill, sólo cabe imaginar los vídeos de Youtube en mofa de su frenillo al pronunciar.
A la vox populi cibernética, naturalmente, el propio Churchill no le hubiera durado ni dos retuiteos: le gustaban demasiado las irreverencias -por no mencionar los habanos o las copas- como para permitirle hoy mayores horizontes que los del alcalde pedáneo. Ocurre que nos complacemos en ser una sociedad desprejuiciada y -a la vez- mantenemos un remanente de puritanismo tan rígido como arbitrario en torno a lo que un político puede hacer o decir sin causar escándalo. Más aún: el premier británico bien podría servirnos de recordatorio de que hay más cosas en el cielo y en la tierra de la política que las que piensan los asesores de telegenia o marca personal. Sin embargo, a nadie se le ocurriría enviar o convocar a una tertulia a «ese viejo que viste raro y bebe vino con el desayuno». Y quizá diera lo mismo, en tanto que las tertulias servirán siempre para escarnecer a los políticos: si no van, porque su mensaje no se difunde; si van, porque su mensaje se banaliza. Esto es, queremos a nuestros políticos fuera de sus torres de marfil y también decimos quererlos fuera de la televisión de casa. Para cuadrar la incongruencia, luego damos a esos mismos programas audiencias millonarias.
Con todo, quizá el mayor desfase entre lo que reclamamos a los políticos y lo que finalmente les premiamos radique en nuestra postura ante las llamadas promesas políticas. Descendamos al caso. Es pacífico aceptar que, de la Transición a nuestros días, vivimos -pese a tantos vaivenes- en la España menos injusta que se ha conocido. Sin embargo, el prestigio de la catástrofe y sus heraldos se mantiene vivo como en tiempos de los arbitristas. Baste considerar la prima moral que, en detrimento del ideal de moderación, ha recibido la indignación en estos años: una pasión en ocasiones noble, pero nunca una virtud pública y menos -como hoy- la virtud pública por antonomasia. No en vano, la indignación es ajena a ese sistema de equilibrado de pasiones en conflicto que es la democracia. Y lo es por su misma naturaleza: la indignación presupone una sobrestimación de la bondad política propia. Por eso le es inherente un grado de intransigencia práctica. Por eso guarda una lógica que nuestros profetas del malestar sean, al mismo tiempo, voceros de las promesas más utópicas. Y por eso debemos sopesar la credibilidad que les concedemos: al fin y al cabo, si somos demócratas -como afirmó Niebuhr- es porque nunca vamos a hallar a personas tan buenas como para darles un poder indefinido.
Frente a la comprensión de la política como el asalto a los cielos, el propio Niebuhr recomienda un viraje a la modestia: entenderla como un modo de encontrar soluciones aproximadas a problemas insolubles. En nuestros mejores años, los españoles supimos atenernos al gradualismo de la reforma frente al maximalismo de la ruptura. Por desgracia, hoy tendemos a premiar a los paladines de la utopía y a castigar a quienes no ocultan «la roca dura de la realidad política»: ese dato de experiencia según el cual la transformación de la realidad responde mejor al prosaísmo de las políticas posibles que al ardor de un utopismo inviable o de una ira tan santa como intransitiva. Esos trabajos de la moderación no constituyen un planteamiento muy sexy, pero transparentan un entendimiento de la política como esfuerzo de la razón, ejercicio de la responsabilidad y compromiso con una virtud ciudadana. Así nos abren una perspectiva al tiempo grandiosa e inquietante: ser más dueños de lo que nos pasa. Y, de paso, nos libran de una ironía no menor, como es premiar a la nueva política por aquello que castigábamos en la vieja: prometer lo que es imposible de cumplir.
Ignacio Peyró es periodista y escritor. Ha publicado Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (Fórcola).