¿Qué podemos hacer con el paro?

El economista francés Daniel Cohen, nada sospechoso de derechismo, se preguntaba en un libro de hace unos años qué ocurriría si, esta noche, la policía hiciese una redada y se llevase a nuestros cinco millones de parados a una isla desierta. Dejando de lado traumas personales y familiares, ¡qué maravilla! ¡Mañana tendríamos una tasa de paro del cero por ciento! ¿Y dentro de un año? Cohen aventuraba que volveríamos a tener, más o menos, otro 21% de parados. ¿Por qué? Porque los desempleados también gastan y, con su marcha, la demanda agregada caería. Y porque los que conservarían su puesto de trabajo podrían presionar por salarios más altos, al haber desaparecido sus competidores, de modo que perderíamos capacidad competitiva.

Y en la isla desierta, ¿qué pasaría? Para empezar, el primer día, la tasa de paro nacional sería ¡del 100%! Pero al cabo de un rato un barbero se pondría a cortar el pelo a los recién llegados, otro contrataría a unos cuantos para construir una casa, un tercero se ofrecería a hacer la comida… Dentro de poco tiempo, la tasa de paro se habría reducido, e incluso es probable que fuese inferior al 21% del país del que provenían.

¿Cuentos de economistas? Cohen explica que en 1962, con la independencia de Argelia, volvieron 900.000 repatriados a Francia. Y después de 1989 medio millón de rusos marcharon a Israel, donde la población creció de golpe un 12%. Y con la independencia de las colonias portuguesas, regresaron 600.000 a Portugal, más 200.000 militares que se quedaron sin trabajo. ¿Qué pasó en todos esos países? Que la tasa de paro se disparó al principio, pero volvió a caer pronto. Los parados no robaron empleos a los que ya estaban, sino que crearon empleos nuevos, como en la isla desierta. Y Cohen concluía su historieta diciendo que el problema es la incapacidad para crear empleo.

Vale, profesor Cohen. Pero ¿cómo se crea empleo? Nos contestará que, que si no crece el producto interior bruto (PIB), nos costará mucho crear más puestos de trabajo. Pero nos dirá también que el crecimiento del PIB es tanto la causa como el efecto de la creación de empleo, como muestran los ejemplos anteriores. Tras la segunda guerra mundial, Japón y Alemania tenían graves crisis humanas, económicas y políticas, y su capacidad productiva destruida, pero se aplicaron no a dar generosos seguros de desempleo, sino a ahorrar para dotarse de capital, innovar y volver a crecer.

¿Cómo solucionaremos el problema del paro? No, desde luego, echando la culpa a la falta de iniciativa de Europa, como proponen los sindicatos: el problema es nuestro, y buscar chivos expiatorios fuera solo fomentará el victimismo y la inacción. Tampoco con parches como el cheque prácticas que el Gobierno aprobó el pasado viernes. Porque el 42% de parados que tenemos entre los jóvenes de 20 a 24 años no se debe a que resulte muy caro para las empresas contratarles en prácticas. Hemos dicho ya muchas veces que no volveremos a los años felices de antes de la burbuja inmobiliaria, entre otras razones, porque nuestro mercado de trabajo, tal como funciona hoy, no es capaz de encontrar puestos de trabajo para, digamos, cuatro de los cinco millones de parados que tenemos.

Lo primero es, pues, reconocer nuestro problema, no engañarnos con argumentos ideológicos o políticos. Aquí no hay soluciones de izquierdas o de derechas: este es un problema de todos. Afortunadamente, tenemos ya excelentes propuestas para la reforma laboral que necesitamos. ¿Para resolver el desempleo de aquí a fin de año? No: para ponernos en condiciones de crear empleo, como hicieron Alemania y Japón, en condiciones más difíciles que nosotros, lo mismo que Francia, Israel o Portugal. ¡Ah!: y podemos.

¿Qué habría que hacer, en concreto? Los expertos han sacado ya muchas listas de reformas que habría que emprender con rapidez. Donde me parece que hay un acuerdo casi unánime es en la reducción de la amplia gama de contratos que tenemos en España. Su origen no es un estudio sereno sobre los contratos que hacen falta, sino la respuesta urgente a la última presión política. Suprimamos todos ellos, o casi todos. Lo que diferencia a unos contratos de otros es, sobre todo, los costes de despido, que están también en la base de la elevada temporalidad que nos aqueja. Moraleja: reduzcamos los costes de despido, que no han impedido que los despidos se produzcan, y que obstaculizarán la creación de empleo, cuando haga falta.

Y modifiquemos la negociación colectiva, que dificulta la adaptación de las empresas a las condiciones de la demanda y el crédito. No se trata, claro, de dar todo lo que las empresas pidan, pero sí permitir una flexibilidad razonable. Y pongamos más énfasis en las políticas activas de empleo, sobre todo en la formación. Y seamos más exigentes con los parados que no aceptan una oferta de empleo, que los recursos no abundan, y hay que administrarlos mejor. Bueno, eso no es todo. Pero, al menos, sirve para que el nuevo Gobierno vaya empezando a tomar medidas.

Por Antonio Argandoña, profesor del IESE. Universidad de Navarra.

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