Aunque encubierta por el protagonismo que van alcanzando las polémicas con nombre y apellidos, lo verdaderamente relevante de lo que va a ocurrir en la derecha española en los próximos años es la reapertura de un conflicto ideológico de gran hondura. Un conflicto ideológico que ya está en marcha y cuya resolución será fundamental para el conjunto de España, para la vida de los españoles.
Puede resumirse así: ¿quiere el PP convertirse en el PNV o en la CiU del «resto de España» o quiere dar continuidad al proceso político que hizo posible la transformación de Alianza Popular en el Partido Popular? ¿Quiere tener a AP sólo como punto de partida o también como punto de destino, una AP pasada por los fumaderos de lo posmoderno, con la merecida decadencia electoral a medio plazo asociada que ya conocemos y que sólo la inepcia del Gobierno socialista podría retrasar?
Con sus matices y sus etiquetas, éste va a ser en breve e inevitablemente el debate de fondo. Es inevitable porque somos muchos quienes tenemos opinión al respecto y quienes, salvadas todas las cautelas que la prudencia aconseja, no creemos que evitar hablar del asunto contribuya en nada al bien común. Más aún, somos muchos los que sentimos un malestar irreprimible cuando se nos sugiere que el bien del país pasa por el silencio continuado e incondicional y que el uso de un signo de interrogación delata una actitud subversiva. Todas las alertas de quienes ya hemos pasado por eso y encontramos en el PP nuestro sitio hace muchos años se disparan ante ese tipo de expresiones. A veces la única salida de tono es el silencio.
Para muchos, ganar no es lo más importante; lo más importante es saber para qué se quiere ganar. Es más, muchos creemos que sólo se puede ganar cuando se deja claro para qué se quiere ganar y se pide a los electores un mandato transparente. Y está muy bien que sea así.
El tránsito desde Alianza Popular hasta el Partido Popular fue la consecuencia de dar una respuesta concreta y acertada a la pregunta anterior, y por tanto de rechazar, tan cortésmente como se quiera pero con toda claridad, lo que se venía haciendo: el PP no debía ser un partido nacionalista español encargado de custodiar los privilegios de nadie, sino un partido nacional español. Esto en dos sentidos: primero, su programa político debía ser básicamente el mismo en toda España, incluidas Cataluña y el País Vasco, cuya excepcionalidad política no es consecuencia de la presencia en ellas de un discurso español bien construido, sino exactamente de lo contrario. Y no es lo mismo dejarse apoyar por el nacionalismo que apoyarlo a él, ni es lo mismo aceptar resignadamente ese apoyo como resultado de un proceso electoral que da los números que da que proponerlo como servidumbre deseable. Segundo, se quería una nación en el sentido político moderno: una nación de ciudadanos libres en la ley e iguales ante ella que se niegan a reconocerse inferiores ante quienes alegan ser superiores por herencia, por lengua o por cualquier otra cosa.
El PP se erigió en el partido de la ley y en el partido contra los privilegios en sentido amplio, y, por tanto, en el partido del desarrollo para todos y de la movilidad social para todos. Antes de ello y sin ser socialistas, muchos no teníamos en eso que llamábamos España, nuestro país (porque éramos unos optimistas irredentos), otro papel diferente al de ser espectadores. El PP es para muchos el partido para el que España significa todos, significa iguales y significa libres.
Pero desde las últimas elecciones generales ha tratado de desarrollar un modelo de partido diferente, aunque, paradójicamente, sólo ha tenido éxito cuando ha sido continuista con el modelo anterior e incluso con sus representantes más notables, y ha fracasado cuando ha tratado de aplicar el nuevo modelo.
Ese nuevo modelo pretende dos cosas. Primero, homogeneizar el voto en todas las Comunidades Autónomas, para lo cual se considera útil disminuir la oposición al nacionalismo, con la idea de obtener más voto catalán y más voto vasco. Segundo, centrar el partido, es decir, ganarse la confianza de los votantes que se sitúan en el intervalo 5-6 de la escala ideológica.
Salvo error u omisión, un año y medio después de ese giro podemos constatar algunas cosas. En las elecciones europeas de 2009 el peso del voto vasco y del voto catalán en el conjunto del voto del PP disminuyó con respecto a 2008, igual que ocurrió con el voto andaluz. Este dato esencial quedó enmascarado en el resultado general, que se debió a que las mismas Comunidades Autónomas que ya habían votado al PP en 2008 volvieron a hacerlo en 2009, y a que en éstas la abstención fue menor que en las demás. Lo que significa que la capacidad de crecimiento del PP en sus Comunidades buenas es ya muy escasa, mientras que la capacidad de crecimiento del socialismo en las suyas, aún es muy grande. A esto hay que añadir que la evolución del censo electoral probablemente generará más voto socialista que voto popular y que las únicas materias en las que el electorado cree que el PP puede hacerlo mejor que el PSOE son algunas económicas (no todas), pero lo previsible es que en 2012 esas materias preocupen menos que ahora a los españoles.
El caso vasco es muy llamativo: tras algunos episodios poco edificantes, pasar de 210.000 votos en 2005 a 146.000 en 2009 no puede mostrarse responsablemente como un éxito electoral. Menos aún cuando en 2001 el PP obtuvo 326.000 votos.
En segundo lugar, atendiendo a los barómetros del CIS, los mismos que estiman una ventaja electoral popular, desde octubre de 2007 hasta octubre de 2009 el votante que se sitúa en el centro de la escala ideológica no sólo no cree que el PP lo esté haciendo mejor sino que ha ido perdiendo la confianza en él. De entre esos votantes centristas, quienes tienen mala o muy mala opinión del PP han pasado de ser el 39,7% a ser el 46,5%. Y quienes tienen mala o muy mala opinión de su líder han pasado del 72,9% al 80,02%. Insisto, esto entre el votante que se sitúa en el 5-6 de la escala.
Hay un dato que sorprendentemente está fuera del debate político español, pese a que su representación gráfica permite incorporarlo a él con mucha facilidad. Se trata del gráfico que el Centro de Investigaciones Sociológicas elabora desde hace años acerca de la confianza de los ciudadanos en el Gobierno y en el principal partido de la oposición. Su última actualización sigue mostrando al Partido Popular por debajo del Gobierno, y al conjunto del sistema en su punto de mayor descrédito de toda la historia.
A esto se añade una sorpresa más: el punto ínfimo que ha alcanzado la oposición coincide con un notable proceso de derechización de la opinión pública, que, además, cree que el PP es hoy más de derechas que hace un año. Sin embargo, no confía en él.
Sin duda alguna, todo esto justifica sobradamente abrir cuantos debates sean precisos para devolver a la política española a la buena senda. El Partido Popular, como cualquier partido, no es más que un instrumento de eso. Un debate en el que deberán tener su lugar argumentos ideológicos, electorales, estratégicos y tácticos. Todos tienen su importancia. En suma, un debate político de verdad, que no amenaza ni a corto ni a medio plazo la posición de nadie, aunque esto es siempre secundario frente a lo anterior. Lo que amenaza la posición de todos es que el debate no tenga lugar. Pero lo tendrá.
Por lo pronto, y visto lo ocurrido en las últimas semanas, parece legítimo preguntarse si el nuevo modelo de partido que se impulsa desde hace algo más de un año es el fruto de un proceso de elección racional o una mera consecuencia del estado en que el PP llegó al congreso de Valencia. ¿Se podía haber elegido en ese momento un modelo de partido que concediera más peso a la dirección nacional? ¿Se juzga ahora que ese modelo era bueno? ¿Se pretende rectificar? ¿Se pretende un modelo asimétrico que conceda autonomía sólo a algunas ejecutivas territoriales y no a otras? ¿Eso es fruto de una elección racional o sólo es fruto de un cambio de circunstancias?
Todo esto importa e importa mucho. Porque no se trata de saber quién se encontrará sobre quién cuando todos hayamos alcanzado el fondo del barranco por el que vamos despeñándonos. Quien sólo se hace esa pregunta merece ser quien esté debajo.
Miguel Ángel Quintanilla Navarro, politólogo.