¿Qué quiere decir soberano?

Superior, supremo o soberano son vocablos de idéntica raíz filológica, indicadores del poder mayor de todos, el que se impone a cualquier otro. Por eso se aplicó a los monarcas absolutos y, por error, a los reyes en democracia, que apenas son monarcas (o jerarcas supremos únicos) y que han dejado de ser soberanos. La burguesía ascendente acabó, en el siglo XVIII, con la soberanía regia y trasladó el concepto a la nación, es decir, al Estado. La soberanía dejó de ser un atributo personal y se convirtió en una abstracción aplicada a otra abstracción (nación, pueblo). De esa forma se le escamoteaba a la democracia (régimen odiado por los burgueses) su principal conquista, el sufragio universal: un hombre (o una mujer), un voto. En su lugar se habló de la soberanía nacional e, incluso, de la soberanía popular, pero ni las naciones ni el pueblo existen más que como entes de ficción. Su soberanía es tan retórica como sus respectivas identidades. Existen las personas, los habitantes, los ciudadanos. Ellos son los portadores de deberes y derechos. Esos son los únicos soberanos en una democracia entendida como el procedimiento de lograr unas mayorías que ejerzan el derecho a decidir con respeto de las minorías.

En España fue Pi y Margall quien acusó de trampa antidemocrática la supuesta soberanía nacional. El artículo 42 del proyecto constitucional de la Primera República (Estado federal) rezaba así : «La soberanía reside en todos los ciudadanos». El socialista Besteiro, en el debate del frustrado Estatut catalán de 1918, veía anticuado discutir sobre si la soberanía correspondía a Catalunya o a España: «La libertad nos corresponde a todos y la soberanía a ninguno». La Constitución de la Segunda República (1931) ya ni siquiera menciona la soberanía nacional o la popular. Se limita a proclamar que todos los poderes del Estado emanan del pueblo. La actual Constitución recoge la idea de que son los ciudadanos los únicos que pueden ser considerados en una democracia como el poder primario y supremo (artículos 23.1 y 168.3). Pero se contradice cuando afirma que «la soberanía nacional reside en el pueblo español». Los constituyentes reconocieron que la fórmula es decimonónica y no quiere decir nada, pero el temor de las derechas a una «soberanía nacional» de las nacionalidades les hizo caer con gusto en esa fictio iuris del viejo ideario burgués antidemocrático. Sin embargo, la ideología democrática de las izquierdas impuso, en la práctica, un Estado federante, que responde a un esquema organizativo horizontal basado en la competencia, frente al vertical y jerárquico del centralismo autoritario.
El artículo 2, al reconocer el derecho a la autonomía de las nacionalidades, les reconoce a sus ciudadanos un poder soberano para decidir y gestionar cuantas competencias crean convenientes para su autogobierno territorial. Es falso e interesado mantener que la autonomía no es soberanía, como creen los nacionalistas españoles y catalanes. El senador progresista Villar Arregui defendió frente a la derecha que ni la nación española ni las nacionalidades eran soberanas en sentido metafísico y abstracto, sino que todas ellas compartían, por acuerdo o pacto (foedus) constitucional, una misma soberanía concreta al ejercer conjuntamente poderes políticos de Estado (las comunidades autónomas son Estado) y unas competencias determinadas en sus estatutos.
¿Cómo se puede ser soberano si solo se es autónomo? El soberanismo catalán comparte con el nacionalismo soberanista español idéntica confusión conceptual sobre un vocablo que ya no significa, en democracia, lo que significaba sin ella. Los catalanes que aprobaron el proyecto del Estatut vigente fueron soberanos en su Parlament y volvieron a serlo (esta vez junto con otros ciudadanos del Estado no catalanes) en su aprobación definitiva en las Cortes Generales. La decisión soberana de Catalunya o de España no existe. La de la ciudadanía mayoritaria de una u otra, sí. Y no tiene más límite que el trazado por el artículo 150.2 de la Constitución: las competencias materiales de titularidad estatal que «por su propia naturaleza» no sean susceptibles de transferencia o delegación.

Nada, hoy, más variable que el haz competencial del Estado. No se queda en los huesos por transferir competencias a las comunidades autónomas, sino que aumenta su corpulencia real y concreta al responsabilizar a los ciudadanos de cada una de ellas. Solo entonces la ficción de una soberanía nacional residente en el pueblo español tendrá, aunque obvia y redundante, cierta semejanza con la realidad. Y la no menos ficticia soberanía de Catalunya no necesitará ser invocada para constituir un Estado en propiedad. Es más factible, pese a ser lento y difícil, adelgazar al de hogaño que no que este pueda aceptar una secesión. Los catalanes hemos decidido soberanamente que el creado en 1978 nos resulta propio. En él seguiremos mientras la mayoría de nuestros conciudadanos lo consideren apropiado.

José Antonio González Casanova, catedrático de Derecho Constitucional.