¿Qué salida tiene el laberinto venezolano?

Reconocer o no reconocer a Juan Guaidó se ha convertido en un dilema incluso para estados que no tienen relaciones estrechas o intereses en Venezuela. Lo que antes del 23 de enero de 2019 fue un juego político interno con implicaciones regionales (entre ellas la crisis migratoria) forma ahora parte del tablero geopolítico. La crisis venezolana evoca tres fantasmas del pasado: el juego bipolar de la Guerra Fría, escenificado en la reunión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas del 26 de enero de 2019, cuando Estados Unidos se enfrentó a Rusia y China; la amenaza del intervencionismo militar de EE.UU. en América Latina; y las transiciones democráticas inacabadas de los años ochenta, cuando los países latinoamericanos abandonaron las dictaduras por la vía de la “reforma pactada” o la “ruptura”. Estos tres elementos están presentes en el choque de legitimidades de Venezuela y recuerdan la política de cambio de régimen que tantas veces ha practicado Washington dentro y fuera de América Latina con el argumento de promover la democracia.

La autoproclamación de Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela ha logrado unir la oposición e internacionalizar el conflicto político interno para intentar, con apoyo exterior, derrocar el Gobierno de un Nicolás Maduro que ha empujado el país hacia el abismo económico. Frente al uso de la violencia contra los opositores, el gran apoyo internacional que ha recibido Guaidó le garantiza de momento protección ante una posible detención por parte del madurismo, que afronta no sólo una oposición interna creciente sino también un progresivo aislamiento internacional, ya que más de 50 países reconocieron a Guaidó. Ahora, el futuro de Venezuela está en manos de las Fuerzas Armadas y los actores externos. Mientras dura este tira y afloja entre Guaidó y Maduro y sus respectivos aliados, los venezolanos sufren las consecuencias del juego político.

El conflicto recuerda al enfrentamiento bipolar que creíamos enterrado con la Guerra Fría. Rusia y Estados Unidos representan lados opuestos: Donald Trump apoya a Juan Guaidó para pilotar o diseñar una futura transición democrática y Vladimir Putin apuesta por la continuidad de Nicolás Maduro como presidente legítimo a pesar de los contestados comicios de mayo de 2018, que la oposición califica de fraudulentos e ilegales. En torno a estas dos posiciones también se dividen los países latinoamericanos, incapaces hasta ahora de proponer una solución regional ante la división de la Organización de Estados Americanos (OEA) o de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Lo mismo ocurre con la Unión Europea.

Frente a la posición de fuerza estadounidense, a la que se unieron trece países del Grupo de Lima (del que se desmarcó el nuevo presidente mexicano, López Obrador), la Unión Europea se mostró como una hidra de varias cabezas: dividida entre los que apoyan a Guaidó y pusieron un ultimátum a Maduro para la convocatoria de elecciones (incluida España); los que respaldaron sin condiciones al autoproclamado presidente; y los que apoyan la legitimidad de la Asamblea Nacional venezolana pero no reconocen a Guaidó. La apuesta de Federica Mogherini es la creación de un Grupo Internacional de Contacto que se reunió por primera vez el 7 de febrero en Montevideo. Aunque fue una iniciativa de la UE, se convirtió en una propuesta de diálogo europeo-latinoamericana, ya que Mogherini recogió el guante lanzado por Uruguay y México, que presentaron ante las Naciones Unidas una propuesta de mediación. Ocho países europeos (Alemania, España, Francia, Italia, Países Bajos, Portugal, Reino Unido y Suecia) y cinco latinoamericanos (Bolivia, Costa Rica, Ecuador, México y Uruguay) participan en esta iniciativa interregional.

Esta reunión de países con diferentes posiciones recuerda también un episodio de la Guerra Fría cuando la UE y el Grupo de Contadora, compuesto por México, Colombia, Panamá y Venezuela, mediaron en la crisis centroamericana. El Grupo Internacional de Contacto funcionará durante tres meses y en este plazo pretende sentar a las dos partes enfrentadas en Venezuela en una mesa para negociar una resolución pacífica del conflicto. En su primera declaración, este grupo de países se posicionó a favor de una salida electoral, pidió respeto por el Estado de Derecho y se comprometió a enviar ayuda humanitaria (la UE vía ACNUR). Bolivia, que junto a Cuba, Nicaragua y otros países forma parte del ALBA, se abstuvo.

¿Qué posibles salidas hay al laberinto actual? La primera es buscar un diálogo que conduzca a una salida electoral negociada, pero la oposición no está dispuesta a aceptar la permanencia de Maduro en el poder, ni éste a reconocer que su elección fue fraudulenta, consciente de que su desastroso balance de gobierno limitaría sus posibilidades electorales en unos comicios libres.

La segunda salida es la opción rupturista, buscada por Guaidó. Representa el ala más radical de la oposición, liderada por Leopoldo López, y pretende que a través de sanciones, presiones diplomáticas y/o una división de las Fuerzas Armadas, el Gobierno de Maduro se vea obligado a dejar el poder (a la hondureña o a la peruana) mediante el exilio o una amnistía ya anunciada por Guaidó.

El tercer escenario sería el peor y buscaría derrocar a Maduro a través de una intervención militar liderada desde Estados Unidos. Ello dividiría al bloque de países que reconoce a Guaidó y le quitaría legitimidad, ya que provocaría el rechazo de algunos estados latinoamericanos y europeos hasta ahora proclives a un cambio, incluida España.

La cuarta posibilidad apunta a un estancamiento de la situación y es la que más favorece a Maduro, que mantendría el control del Estado. Esta salida depende de los recursos y apoyos que podrían prestar los aliados del chavismo: China, Rusia, Irán o Turquía a nivel externo, y de la lealtad de los militares, a nivel interno.

El riesgo de una cruenta guerra civil, teniendo en cuenta el gran número de armas de fuego que hay en el país y la militarización de la sociedad civil durante el chavismo, es inasumible. La única certeza es que el juego de la transición se ha iniciado, esta vez con la responsabilidad de la comunidad internacional de acompañar el proceso para minimizar los riesgos y el sufrimiento de la sociedad venezolana.

Anna Ayuso, investigadora sénior de CIDOB y Susanne Gratius, investigadora asociada de CIDOB y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid.

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