¿Qué se enseña y qué se aprende aquí?

Soy de los que sufren todavía remordimientos por no haber sido mucho más diligente en ciertos casos, por no haber estudiado mejor ciertos capítulos, por no haber tenido un olfato político más largo y una más arrojada audacia en ciertos momentos y en ciertos espacios, que sabíamos decisivos en nuestra vida pública, como el campo de la enseñanza y de la educación.

Profesor sólo durante unos pocos años en los niveles medio y superior, la enseñanza no acabó por prenderme del todo, como sucede a menudo a muchos escritores. Después, en la vida política, separé en demasía cultura de educación y hasta llegué a declinar la invitación para ocupar un alto cargo en ese ámbito, harto consciente de mi incapacidad. Pero siempre estuve convencido de que muchos bienes y males de nuestra sociedad traen causa, como dicen los juristas, de los contenidos y modos de la enseñanza, la educación y la formación. Qué hermosa esta palabra de formación: la que da forma y figura a esa materia primera, todavía informe, imprecisa, indefinida, tabula rasa, donde casi todo es posible aún.

En aquellos años albos, de confianzas exageradas y de optimismos más que antropológicos, confié en que otros, más duchos y dedicados que yo, se encargaran de esa delicada y esforzada misión de saber qué se enseña y se aprende aquí y ahora para poder, dentro de toda la libertad exigida por el sentido común y por las leyes, mantener, mejorar o reformar lo que los griegos llamaron paideia: modelo, proceso e ideal educativo. Con el fin de hacer de los niños y de los mayores, como decía Pericles en su célebre discurso fúnebre, «amantes» de la ciudad, de la patria, de la comunidad, con todas las consecuencias, sabiendo «que la felicidad se basa en la libertad y la libertad en el coraje».

Pero pasaban los años y veíamos cómo muchos adolescentes y jóvenes, hijos ya de la educación democrática, parecían salir de las aulas con muchos otros bagajes que los previstos. El año 2002, ya que nadie daba muestras de querer conocer la realidad educativa de Navarra, comenzamos a preparar, dentro de una plataforma cultural recién creada, un estudio de largo alcance, comenzando por los libros de texto, dejando a un lado tanto la pesada pasividad que veníamos sufriendo como las azarosas hipótesis demagógicas de locuelos vociferantes. Pero la plataforma cultural duró poco y el proyectado estudio se fue a pique.

Por entonces cayó en mis manos el libro en euskara Ingurunea (medio, entorno), editado el año 2002 por la editorial Elkarlanean, de San Sebastián, obra de tres autores vascos y con abundancia de mapas, fotos y dibujos en color, debido a cuatro dibujantes y diseñadores, dedicado al tercer ciclo de la educación primaria. Se lo había estudiado, y examinado con él en el curso 2002-2003, Petri, hija de unos amigos míos, residentes en un pueblo castellanohablante de las cercanías de Pamplona, alumna de un colegio público.

Todo parecía estar en el libro: desde el inicio de la vida hasta la sociedad de nuestros días. Y lo primero que aparece en él es el mapa de Euskal Herria, con uno u otro tamaño, sea dentro del mapa de Europa, de España (Espainia), o dentro de «Los pueblos de Europa», donde España se compone así: Galicia, Euskal Herria, España y Cataluña-Valencia-Baleares; y Francia de esta manera: Bretaña, Córcega, Francia y Occitania. En el primer párrafo de esa página se dice que muchos de los territorios europeos «piden ser dueños de su cultura y de su organización política», lo que provoca conflictos (gatazkak) en más de una ocasión. Nada de citar a ETA. Y se mencionan Irlanda del Norte, Chipre, Córcega, Euskal Herria, Kosovo y Cataluña. La actual Unión Europea no entusiasma a los autores.

Desde los tiempos del Neanderthal, el mapita actual de Euskal Herria aparece constante. Los romanos llegan a Euskalerria [en euskara no normalizado], dividida en tribus, pero no se dice nada de la Hispania romana ni de la Hispania visigoda, ni de la difusión del cristianismo, que sólo parece imponerse bravamente tras «arrinconar las viejas creencias de los euskaldunes». El Reino de Navarra (Nafarroako Erresuma), que no se llamaba aún así, deviene más amplio, hasta llegar allende Burdeos, cosa que ni de lejos ocurrió. Carlomagno pasó «por Euskalerria», camino de Zaragoza, sin que ni siquiera se nombre a Roldán. Los fueros son los de Euskalerria, como si todos fueran los mismos, y los alumnos se quedan sin saber nada del romance navarro y de la lengua castellana, la muy mayoritaria hasta hoy en ese soñado país; ni de la Reconquista, ni de los reinos de Oviedo y León y Castilla, a los que pertenecieron territorios de esa Euskalerria durante mucho tiempo, ni tampoco de los hijos de Sancho III Garcés (el Mayor), que reinaron en media España.

Los Reyes Católicos, sin nombre propio y sin imagen, aparecen sólo al tener que hablar del descubrimiento y conquista de América, reducidos a rapiña, destrucción y opresión, y ni siquiera se les pone en relación con Colón, protagonista de la secuencia. Eso sí, no faltan en América un puñado de vascos íntegros, todos ellos rebautizados con nombres euskéricos (Joan Garai, Joan Sebastián Elkano...), sin la menor relación con la Corona de Castilla. No hay un solo nombre de los cientos de vascos que lucieron en los consejos, palacios, armas, negocios y aventuras de los Austrias y Borbones. Ni siquiera el patrono de Guipúzcoa y Vizcaya, Iñigo de Loyola y su obra. ¡Demasiado españolista tal vez!

En los tres párrafos que se dedican a los Fueros Vascos en el siglo XIX, sólo se dice la fecha de su aniquilación y que para defenderlos hubo alzamientos y luchas que llevaron el nombre de «karlistada». Sin Dios, ni Patria (España), ni Rey. Y ahí termina toda la Historia contemporánea.

Resumo aquí los dos trabajos que publiqué entonces en Diario de Navarra. Al final de los mismos, y como en voz baja, me preguntaba si tales textos habían sido aprobados por el Ministerio de Educación y por la Comunidad Foral. Extendía asimismo a los presidentes de Gobierno, Parlamento, consejeros, parlamentarios, directores de Educación, directores de centros, inspectores, profesores, asociaciones de padres, padres y madres... la pregunta de si conocían textos como éste u otros similares, estudiados durante años por miles de alumnos en centros muy diversos, y sobre su actitud ante ellos.

No obtuve respuesta alguna, ni personal ni pública, ni la he recibido en lo sucesivo. Como si hubiera intentado alancear al tabú. Estoy, pues, como la inmensa mayoría de los navarros, al higo. Por aquellos días tuve ocasión de recorrer algunos otros libros de texto en uso. Baste decir, pues no hay espacio para más, que en todos los que abrí -editados por Giltza (Edebé), Erein Proiectua, Elkarlanean Ikastolen Elkartea, Ibaizabal o Zubia-Santillana- el mapa de Euskal Herria, con los siete herrialdes, era el mismo y omnipresente. Hace unas semanas, al nuevo consejero de Educación del Gobierno navarro, confuso en sus primeras declaraciones y actuaciones, le sugerí pública y amablemente que una de sus primeras tareas podría ser, por bien de todos, investigar en serio qué se enseña y se aprende en nuestras aulas, pagadas por todos, en cualquier lengua y modelo.

Por eso me parece tan importante esta iniciativa, bien que tardía, del diario EL MUNDO. Otras iniciativas exigentes andan por ahí, como el proyecto interuniversitario Manes (manuales escolares), con el título: Ciudadanía, identidades complejas y cultura política en los manuales escolares (1978-2006). Uno de sus propulsores, Alejandro Tiana, citando a Ivor Goodson, afirma que «necesitamos una Historia de la Educación que nos ayude en el análisis de las estructuras y que abarque la otra cara del rompecabezas del cambio pedagógico: el jardín secreto del currículo».

Pero, sin esperar a iniciativas de tamaña magnitud, el Gobierno de la nación y los gobiernos de las comunidades autónomas harían bien en tomar cuanto antes cartas en este asunto.

Víctor Manuel Arbeloa, ex presidente del Parlamento de Navarra, ex senador, ex diputado europeo y ex presidente de la Gestora del PSN-PSOE.